sábado, 20 de julio de 2013

Juan Carlos Coronel "Las tres columnas"

      LAS TRES COLUMNAS


   Se habían formado de manera espontanea, diversos gremios, hartos de tanta ineficacia por parte de su gobierno, decidieron,
en asambleas de barrio, hacer llegar su mal estar, lo más ceca posible, de aquellos contra los que iban dirigidas sus protestas.
   La primera columna, comandad por un ilustre literato, bajaba desde  Carabanchel, hasta la plaza de Pirámides, para seguir por
el paseo imperial terminando en la plaza Mayor.
   La segunda columna iba encabeza, por un hombre mayor, al que todos llamaban “el veterano “unos 15 minutos más tarde, estaban junto a sus compañeros de la primera columna.
   La tercera había iniciado su marcha, en Legazpi, al frente se había situado  “ El Coronel “.ascendieron por Delicias, hasta alcanzar
La glorieta del emperador Carlos V. Desde allí continuaron su marcha hasta el lugar de encuebto, con los demás columnistas.
   Sus armas eran, la palabra, y algunas pancartas, en las que podía leerse, las más importantes reivindicaciones
“ – trabajo para todos”
-“No a los sobresueldos, bajo mano.
“ Planes educativos igualitarios”
“ Sanidad gratuita y universal
   La marcha continuó su camino hasta el congreso de diputados donde aquella tarde, se votaban importantes medidas de ajuste
:La policía que en gran número, rodeaba el lugar, descendió de sus camionetas, arrojó porras, esposas y pistolas, uniéndose fraternalmente al pueblo.
   Informado de este hecho, compareció el hasta el momento presidente del gobierno,
-He fracasado, elegid a un nuevo líder, que devuelva a nuestro país la estabilidad económica que os merecéis

Una ovación atronadora refrendo, las palabras, del dimitido jefe de Gobierno. Mientras el “Coronel “ enarbolando la bandera de la nación, pronunció las mismas palabras que el General San Martin  203 años antes inmortalizó en Rosario.
   “Pan Justicia y Libertad “



FIN

martes, 16 de julio de 2013

El destino de un samurai - Rolando Piloto


PRÓLOGO
El destino de un samurái

    Alguien dijo una vez que la libertad es el principio más elemental de la dignidad humana, yo creo que no es del todo cierto, la libertad sin más, sin honor, va acompañada del aliento de la villanía. Es una libertad del «todo vale» con tal de seguir siendo libre.
    Yo digo que se puede ser vasallo pero con honor, esa corta palabra tiene la virtud de darnos la arrogancia, la seguridad de ser nosotros mismos, la complacencia del espíritu y la esencia de hacerte sentir generoso y pletórico de grandeza.
    Sólo conozco una cultura que llegó a ser del honor,  su única forma de vivir fue en culto a la grandeza de su pueblo, obteniendo una gran riqueza cultural, honrando la delicadeza de lo sencillo ante lo complejo. Todo lo que iba en contra de su código de honor se consideraba bárbaro, grotesco, incivilizado.
 La espada era su alma, aunque su vida fuera efímera nadie cuestionaba la autoridad de su señor y fue así que en tiempos del shogunato del señor Kamakura las luchas intestinas entre señores feudales condujeron al país al caos desoyendo la autoridad del shogun, convirtiéndose en tribus bárbaras.
 Estas llevarían a los señores daimyo a la necesidad de nombrar a un nuevo pacificador, un shogun que les liberaría del caos, conquistando y sometiendo las tierras que dominaban las tribus rebeldes. Ante una guerra inminente provocada por algunos señores feudales, el emperador tuvo que tomar la decisión de nombrar un general de generales, un shogun.

Copyright Rolando Piloto Balado









INTRODUCCIÓN
    La estructura forestal del variado y frondoso bosque estaba poblada por una ingente colonia de ruiseñores que alegraban con su canto aquella mañana del primer mes de la primavera.
 La espesa bruma matutina empezaba ya a disiparse y los más de ochenta pasos de ruidosa grava que separaban al primer anillo de seguridad del palacio imperial de Kioto, se encontraban mojados por el abundante rocío de una mañana de bruma.
 Tras aquel anillo de seguridad se encontraban las fuerzas de choque que daban amparo a la figura del emperador miles de samuráis ubicados en decenas de pequeños caseríos hacían una vida rutinaria esperando si fuera preciso una orden de sus respectivos señores para cumplir sin reparos la estrategia militar más adecuada de protegerle la vida a la celestial figura del emperador.
    En la entrada principal yo aguardaba junto a otro samuráis, a punto de ser recibidos por el emperador. Traíamos trágicas noticias.
 De repente y casi por sorpresa fuimos interpelados por otros seis samuráis que, de una forma solemne, nos desarmaron y cachearon antes de ser recibidos en el palacio.
 Asentimos con una respetuosa reverencia a la guardia personal del emperador y consentimos ser escoltados en formación de a tres. Las anchas hombreras de los quimonos de la guardia imperial les proporcionaban un aire de contundente marcialidad a tales hombres, a tal punto que sus andares daban la aparente muestra de respetuoso protocolo.
    Atravesamos innumerables pasillos perfectamente custodiados para dar a una gran puerta abierta, donde se encontraron ante mí sentados en un amplio salón más de veinte samuráis y unos treinta cortesanos.
 El ambiente cálido y perfumado por decenas de vasijas de incienso envolvía los rostros serios y de severa apariencia de aquellos samuráis que con la mirada al frente presentaban un sentido casi hipnótico si no fuera porque una de sus manos  sujetaran firmemente las empuñaduras de sus catanas en perfecto estado de alerta, para dar respuesta si fuese necesario al protocolo de defensa de la celestial figura.
 En el centro de aquel salón la figura del emperador, ante el que, nada más percatarnos de su presencia, humillamos nuestras cabezas en muestra del profundo respeto ante el divino y celestial poder.
    Ahora nuestro andar hacia aquel trono se hacía lento y casi rítmico, los samuráis que presidían aquella custodia de los dos emisarios apenas avanzaban por aquella alfombra de delicados colores, así lo exigía el protocolo de palacio.
 Cuando llegamos a unos quince pasos del trono, los samuráis escoltas se detuvieron y acto seguido todos nos postramos ante la figura del emperador el silencio se hizo dueño del recinto donde solo se escuchaba la respiración profunda de alguno de los allí presentes.
 Pasaron unos segundos de respetuoso silencio y rompiendo aquel estado de calma protocolar, el chambelán del emperador, el señor Kawamura se dirigió a nosotros con estas palabras:
    — ¡Iroshi Naga, dinos qué tan importante noticia traes del imperio!
    —Kawamura Sama, los bárbaros de China han desembarcado en nuestro territorio, al cual se le están uniendo algunos señores feudales formando alianza contra la voluntad de nuestro emperador.
    — ¿Quiénes son ahora nuestros enemigos? 
    — ¡Kaito Sama está preparando en Okinawa una gran coalición entre pequeños señores feudales contra nuestro emperador!
    Kawamura miró de soslayo al emperador mientras este le saludaba con un respetuoso asentimiento de cabeza, consintiendo en continuar aquella entrevista.
    —Iroshi Naga, ¿no tienes más que decir?
  — ¡No, señor, espero órdenes suyas!
    El emperador, impasible, miró atentamente a Iroshi Naga y concluyendo esta entrevista levantó su mano, dando por concluida la audiencia al samurái de primer nivel Iroshi Naga.
    Iroshi Naga le brindó al emperador una profunda reverencia y sin darle la espalda a su figura retrocedió sobre sus pasos y salió del salón en absoluto silencio.
    Nada más salir Iroshi Naga de aquel recinto protocolar, el emperador se dirigió a su chambelán, el venerable señor Kawamura.
    — ¡Haz que traigan a mi presencia al señor Kamakura!
    El señor Kamakura era el hermano menor del chambelán del emperador. Kamakura, estirpe del más antiguo linaje daimyo en el imperio. Ambos hermanos gozaban del favor imperial y eran los hombres de extrema confianza del más alto poder del Japón.
    Kawamura acatando las órdenes del emperador levanto su mano y con un simple gesto, autorizó a dos samuráis a modo de ujieres para que partieran en busca de tan importante señor daimyo que se encontraba a varias jornadas de Kioto en su castillo fortaleza de Gifu.
 Al cabo de veinte días el emperador volvió a retomar aquella protocolar reunión de emergencia reuniendo de nuevo a los más importantes señores  Daymio  para una reunión en donde se dilucidarían los graves acontecimientos  que afectaban al imperio.
Esa mañana todo ya estaba dispuesto por el chambelán Kawamura para la magna reunión con el quizás más  importante e influyente de todos los señores daimios que rendían juramento de fidelidad a su emperador celestial, los samuráis que hacían la labor de protección del emperador por protocolo de seguridad retenían en las afueras del palacio imperial de Kioto al resto de los señores feudales y samuráis que no estaban citados a la importante reunión.

 En esa apacible mañana del primer periodo del otoño se podía presagiar las difíciles pero inevitables decisiones que tendrían que tomar ante tal agravio al imperio.
 
    El emperador, sentado en su trono, con un apenas  perceptible movimiento de cabeza autorizaba así a que casi una veintena de sirvientes hicieran acto de presencia portando todos los enseres necesarios para iniciar la ceremonia del té.
 Éste iba a ser consumido por cerca de una treintena de señores daimyo también citados para aquella entrevista con tan importante señor.
    Kamakura había llegado desde su castillo fortaleza de Gifu a petición del emperador para tratar los peligrosos acontecimientos acaecidos en el país.
 Alguna de las tribus bárbaras de Kublai-Khan se habían atrevido a asentarse en parte del territorio del imperio, consiguiendo el apoyo de algún que otro señor daimyo, llevando el consiguiente estado de alarma y respuesta a tal agravio de injerencia conquistadora.
 Allí, sentados a lo largo del pasillo, se encontraban el señor Shamura, dueño y señor de Osaka; junto a su hermano Nogushi, otro gran señor daimyo, dueño y señor de grandes territorios; los señores de Kiusiu, Nagoya, Hokkaido, Yeso, Sendai, Yokohama y otros tantos territorios que de pronto se verían amenazados por invasión y conquista.
    Todos disfrutaban de la leve pausa de tensión saboreando el exquisito sabor y del aroma del té verde, cuando la imponente figura de un samurái empezó a recorrer los pasillos sin que ningún guardia imperial se lo impidiera.
 El porte esbelto, su cabello recogido en la base del cráneo y su quimono de seda gris oscuro de anchas hombreras, luciendo en la solapa y en la espalda el emblema de su linaje, la flor de cerezo.
 A su paso iba recibiendo el respetuoso saludo de todos los samuráis y señores daimyo, que no titubeaban en rendir respeto a tan distinguido señor, con paso firme recorrió los casi cien pasos del aquel pasillo en la sala de protocolo.
 Nada más llegar ante la poltrona donde sentado esperaba el emperador, el señor Kamakura inclinó su cabeza ante éste y tomó asiento entrelazando sus piernas con la previa autorización del emperador.
 Cuando hubo terminado de tomar asiento colocó su espada a un lado con delicados y precisos movimientos marciales e inclinó todo su cuerpo hacia delante, pronunciando un protocolar saludo que resonó en todo el salón.
    —Hai, mi señor, mi alma está contigo y mi brazo domina la espada contra tus enemigos.
    El emperador serio e impertérrito recitó los acontecimientos que estaban ocurriendo en el país y terminó diciendo:
    —Te he mandado a llamar aquí ante los señores regentes de mis súbditos para hacerte nombrar ante ellos shogun. ¡Tú comandarás a los señores que me sean fieles contra los bárbaros mongoles de China y contra los señores daimyo que no acaten mi voluntad, que a partir de este momento será la tuya!
 Terminada su alusión su mirada serena recorrió todo el salón escudriñando en la natural reacción de sus súbditos ante sus palabras.
    Poniéndose en pie mientras todos los presentes se postraban ante él y con un fuerte golpe de su pie derecho sobre la tarima que sustentaba su trono pronunció estas palabras que resonaron en el amplio salón:
    — ¡Kamakura sama!
    Mientras señalaba con su mano derecha a todos los allí reunidos, especialmente dirigiéndose a los señores daimyo  que figuraban desde sus asientos:
    —Desde este momento es vuestro señor y le debéis obediencia porque él es mi voz y mi voluntad.
 El emperador hizo una leve pausa para asimilar la impresión causada por sus palabras y a continuación se hizo un breve pero respetuoso silencio entre los Daimios allí presentes.
    Aquellos como una sola voz gritaron al unísono:
    — ¡Hai Kamakura sama!
    Todos y cada uno de los señores daimyo fueron presentando sus respetos uno a uno desde sus asientos hasta concluir una larga arenga de fidelidad a su emperador y su nuevo general en jefe, el señor Kamakura el nuevo shogun del imperio por voluntad expresa del emperador.
    El emperador, cogiendo con sus manos una espléndida espada que le había colocado un criado a su lado, la tomó desde el centro de su equilibrada longitud diciendo:
    — ¡Tómala y recíbela como símbolo del poder de mi nuevo shogun y que los dioses te acompañen con un feliz destino!
    Ahora, las hordas invasoras de Kublai-Khan no solo se enfrentarían al ejército más disciplinado jamás conocido, se enfrentarían a una nueva arma secreta con la que no contaban, el inflexible código de bushido, el código que es capaz de convertir a un guerrero cobarde en valiente, teniendo como incuestionable la única razón de ser, el principio y fin del honor de un guerrero samurái.














CAPÍTULO PRIMERO
El palacio del emperador

    Recuerdo que vivíamos en una lujosa dependencia del palacio imperial, mi padre, mi hermano y yo, aunque nunca vi al emperador siempre sentí su presencia, mi padre servía al señor Kamakura como maestro artesano y forjador de espadas, gozando del favor especial del gran señor.
    Recibíamos clases de esgrima y caligrafía, mi callado hermano Kamaburo destacaba en caligrafía y lo hacía con un estilo primoroso, sin embargo le era negada la destreza de las armas y sin saber cómo a mí me sucedía lo contrario.
    También me viene a la memoria que al atardecer mi hermano y yo nos paseábamos por los jardines del palacio siempre y cuando no estuviese el emperador, entonces estaba prohibido salir pero cuando lo hacíamos disfrutábamos de puro placer.
 Y recuerdo muy bien el día que tuvimos que abandonar aquella maravillosa vida.
    Ese día, antes del amanecer, mi padre nos levantó de nuestros cómodos lechos y nos vistió con ropas diferentes a las habituales; y nos dijo que para viajar ésas serían las más adecuadas.
 La estancia  dedicada a hospedarnos estaba decorada con un estilo minimalista pero de exquisito gusto donde sus paneles grabados con hermosos paisajes naturistas hacían que nos elevaran el espíritu en los plomizos días de invierno, el suelo pulcramente lacado facilitaba que el delicado calzado de seda de nuestras sirvientas les hiciera deslizarse con cierta elegancia a pesar de los ceñidos quimonos que estas vestían.
 Mi padre esa mañana se dirigió a nosotros con cierto aire paternalista pero siempre que nos hablaba lo hacía dirigiéndose a los dos por igual, aunque mi hermano a veces no parecía ni tan siquiera escucharle.
    Salimos de la estancia por una de las puertas de salida del palacio; allí se encontraba uno de los puestos de guardia custodiado por muchos samuráis, aunque estábamos acostumbrados a verles a diario me sorprendió la parsimonia con la que miraron los documentos, revisándolos una y otra vez, por uno y otro, el protocolo de entrar o salir de palacio así lo mandaba y la premura no tomaba parte en estas gestiones.
 Por fin todo se resolvió y cuatro samuráis nos acompañarían, decidieron que todos iríamos a caballo, y aunque yo había montado en muchas ocasiones mi hermano no y éste iría en la grupa del caballo de mi padre.
 Al parecer éste era otro gran privilegio que se nos otorgaba.
 Los siervos casi siempre viajaban a pie, porque el carro con ruedas estaba expresamente prohibido por el emperador, para no estropear en exceso los caminos y veredas imperiales; el uso del palanquín era excesivo, su derecho solo era otorgado a los señores feudales y sus familiares.
 Después de esperar varios intervalos de tiempo en una explanada de grava muy ruidosa dedicada a la seguridad de palacio por si algunos intrusos decidieran entrar por sorpresa activarían sin saberlo  con el ruido producido por esta grava la consabida alarma y respuesta por parte de la guardia imperial.
    Nos pusimos en camino nada más amanecer y estuvimos todo el día y toda la tarde de marcha, a veces nos parábamos un rato para comer algo, unas tortas de arroz que yo nunca había comido, y otras caminábamos un buen trecho para estirar las piernas y que, de paso, descansaran los caballos de nuestros pesos, aunque en mi caso no creo que el animal se quejase demasiado, también creo que el pobre sería el más viejo de la comitiva, y ahora pienso que sí, que él también me lo debió agradecer.
 La agradable panorámica del paisaje nos mantenía extasiados, los densos y frondosos bosques alimentaban nuestro olfato con nuevos y agradables aromas que se mesclaban con los rítmicos sonidos de su fauna sin duda delatados por nuestro profuso silencio en la comitiva roto a ratos por los solemnes saludos de algunos campesinos que nos encontrábamos en nuestro camino.
    De repente, cuando estaba más absorto contemplando el espléndido trabajo realizado por los súbditos de mi señor Kamakura en la labranza y organización de sus tierras, fuimos interceptados por un grupo de unos veinte samuráis quienes, tras mostrarles nuestros salvoconductos nos indicaron respetuosamente que lo mejor para nuestra comitiva sería pasar la noche en una pequeña aldea situada apenas a la salida de un recodo del camino.
 Al parecer y después de un coherente consejo les habían convencido a los samuráis de escolta de que no encontrarían dónde hospedarse para pasar la noche, y no podrían pernoctar a campo abierto debido a la batida que estaban dando los hombres del señor Shamura para localizar a unos espías del señor Kaito ese poderoso señor feudal que ya empezaba a formar parte en nuestras charlas de aprendizaje con nuestro padre.
    A mí me pareció, al ver la reacción de los samuráis que nos escoltaban, que esto tendría que ser muy serio, debido a la presteza con la que decidieron acatar estas sugerencias.
 Desde muy temprana edad aprendí que ningún samurái del señor Kamakura acata órdenes o sugerencias de otro señor feudal.
 Quizás esta vez la sugerencia de acampar en esta aldea antes del atardecer estaría vinculada directamente con las órdenes recibidas por estos samuráis del señor Kamakura.
    Nada más llegar a esa pequeña aldea nos fue asignado una choza, en ella vivía un hombre de unos treinta años y una mujer algo más joven, pero lo más probable es que fueran requeridos especialmente para servirnos.
 Después de refrescar nuestros cuerpos con un corto chapuzón en una de las grandes tinajas de madera que tenían en el patio para abrevar los caballos, mi padre nos liberó de la rigurosa disciplina de no apartarnos en este viaje ni un instante de él y pudimos jugar por los alrededores de la choza a nuestra manera, claro, ya que mi callado hermano en muy pocas ocasiones expresa cualquier tipo de emoción por grande o imperioso que sea el estímulo.
 Mi hermano Kamaburo podía decirse que se sentía feliz este era su primer largo viaje y por lo pronto no demostraba ningún síntoma de cansancio o pereza cuando se le indicaban las naturales y elementales medidas de higiene personal.
    Ya empezaba a caer la tarde cuando pudimos ver la figura robusta y paternal de nuestro padre en lo alto de un pequeño montículo conminándonos a recogernos en aquella choza.
 Mi hermano y yo marchamos con cierta pereza hacia aquella choza remoloneando por todo el camino aparentado buscar por el suelo algún que otro objeto de manera intrigante, al fin llegamos al umbral de aquello con apariencia de vivienda.
 A mí, aquel habitáculo me parecía sucio y desvencijado para la confortable y agradable vida a la que mi hermano y yo estábamos acostumbrados, pero mi hermano Kamaburo parecía más bien disfrutar de todas aquellas circunstancias ajenas a nuestra cómoda y displicente vida palaciega.
    A mi retraído hermano le parecían todas aquellas novedades al menos interesantes, llevaba un largo período de tiempo observando una pareja de grillos o luciérnagas tomar posiciones antes de que cayera la noche para su habitual ronda nocturna.
 Lo cierto era y muy a mi pesar que todavía habiendo transcurrido casi gran parte de mi vida dedicándome a la captura de estos insectos, a simple vista nunca he podido diferenciarlos a no ser claro que los observara detenidamente.
    Al fin, mi padre decidió ir a por nosotros, sabía que si Kamaburo estaba entretenido con alguna de sus observaciones necesitaría ayuda para sacarle de aquel letargo.
    — ¡Hola, hijos! Ya es hora de recogernos, va a caer la noche y debemos retirarnos a comer y descansar.
    — ¡Sí, padre! ¡Vamos, Kamaburo, a ver quién llega antes a la choza, si padre o nosotros!
    Kamaburo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre su hombro izquierdo, esbozó una leve sonrisa y se puso en marcha cogido de mi mano.
 Anduvimos un gran trecho a buen paso de marcha y mi padre nos seguía sin tomar mucho interés por adelantarnos.
 Nada más llegar al rellano de aquella choza, me puse a dar voces de ánimo a mi hermano Kamaburo por haber hecho un gran esfuerzo por cumplir.
    — ¡Bravo, Kamaburo, hemos sido los primeros en llegar!
    Mi retraído hermano me apretó dos veces las manos en son de total satisfacción por aquella pequeña proeza.
    Después de asearnos en el pozo de aquella choza pasamos al interior, allí se encontraba uno de los samuráis que nos servían de anfitriones, los dos que nos acompañaron habían sido alojados en otra choza no muy lejos de este lugar.
    Este samurái entrado en años aparentaba quizás hasta más edad que mi padre; no dejaba de observarnos detenidamente como si tratara de averiguar algo que se le escapaba a sus sentidos.
 Mi padre también se había percatado de esta incidencia y trataba de aparentar un sentido casi servil ante aquel samurái.
 A mí me parecía muy extraño todo aquello, mi padre siempre había sido tratado con sumo respeto por parte de todos los samuráis del palacio imperial. Me preguntaba: « ¿Por qué aquel repentino cambio?».
    Me senté con mi hermano Kamaburo junto a aquella esterilla de hojas de bambú a modo de mesa e iba ayudando a mi hermano a comer aquellos alimentos que, aparte del arroz hervido, me parecían poco elaborados y nada apetitosos.
    Comí un gran tazón de arroz con salsa de soja y algo de sasami (pescado cocido con vinagre de arroz) y mi hermano Kamaburo hizo lo mismo no sin cierta dificultad al tragar ya que al menor descuido de mi parte tomaba más cantidad de alimento del que podía deglutir y esto a veces hacia más lenta mi labor de soporte en la educación formal de mi hermano en todo caso lo hacía sin ninguna muestra de desdén hacia él, Kamaburo tenía el don de hacernos comprender la finalidad del existencialismo de todos los seres vivos con su indomable voluntad por demostrarnos el sentido de la gratitud .
 El samurái y mi padre alternaban cada bocado con un gran sorbo de sake tibio que era degustado con gran avidez.
    Cuando terminamos aquella frugal cena, eructamos, fue mi hermano el primero en obsequiarnos con aquel concierto de sonidos guturales como incuestionable muestra de satisfacción siempre acompañados de una generosa sonrisa que era tomada por nosotros como una fiel muestra de camaradería familiar.
    Mi padre, satisfecho con aquella muestra de agradecimiento hospitalario, nos convidó a acostarnos en unos lechos poco aseados y harapientos, para mí, aquellos lechos me parecieron inmundos y mi hermano Kamaburo parecía estar de acuerdo con mi opinión.
    — ¡Padre! ¿Pero es aquí donde tenemos que dormir?
    —Sí, hijo, ¿qué le pasa a los lechos?
    — ¡Que estos no son de nuestro agrado, están sucios y harapientos!
    El samurái, que no dejaba de observarnos, intrigado por aquellas palabras, desaprobando lo que él daba por buenos aposentos para una familia de artesanos, se nos quedó mirando intrigado, esperando a que de un momento a otro mi padre reprendiera aquella forma de disidencia en la disciplina familiar, pero su asombro fue a más cuando mi padre se limitó a decirnos:
    —Sí, hijos, esto es una situación eventual, más adelante tendremos mejores aposentos.
    El samurái no salía de su asombro, aquel hombre en vez de reprimir aquella actitud beligerante de su hijo trataba de solventarla con una excusa poco adecuada para su rango social.
 Como artesanos no recibirían nunca un trato mejor en aquella sociedad feudal, ¿por qué tantas evasivas para explicarles lo que a su juicio era elocuentemente lógico?
    Sato se volvía para mirar a aquel samurái y, justificando la actitud de su hijo Aikiro dijo:
    —Mis hijos han pasado demasiado tiempo viviendo en el palacio del emperador y creen que sus vidas transcurrirían con iguales lujos fuera de palacio.
    El samurái, oyendo por fin unas palabras coherentes, asintió con una pequeña inclinación de cabeza, saludó al herrero Sato y dio por terminada aquella extraña situación.
    Al caer la noche, los caminos de los alrededores de aquella pequeña aldea se podían ver iluminados por centenares de antorchas de otros tantos samuráis y sirvientes que esperaban la llegada de un importante señor daimyo.
El gentío vociferante de los samuráis informando del estado de sus pesquisas hacia que a modo de murmullo mi padre nos alejara de las ventanas donde por mera curiosidad observábamos aquellos hombres correr de un lado a otro tratando de localizar el fruto de su intransigente búsqueda.
 A mi padre le habían apercibido que no abandonase la choza al amanecer antes de ser autorizado conjuntamente con los dos samuráis de escoltas.
    Las medidas de seguridad estaban siendo extremas para la poca importancia estratégica de aquella pequeña aldea, pero pronto salimos de dudas.
    Todavía no había llegado la medianoche y seguíamos sin poder conciliar el sueño.
Mi padre trataba en vano de calmar nuestro natural nerviosismo, nunca nos habíamos enfrentado a tal estado de tensión, mi callado hermano sentado con las piernas entrelazadas entre sí, se balanceaba rítmicamente.
 Al no poder expresar su sentimiento, tuve que deducir que aquello se debía a la misma situación por la que estábamos pasando nosotros.
 Extrañábamos la cómoda y lujosa estancia en la que habían transcurrido nuestras vidas y quizá mi padre también lo aria pero sabia disimularlo para no trasmitirnos ese leve estado de inconformismo que provocaba el desconcierto de aquellos que nos observaban.
 Toda la noche habíamos escuchado las voces de los samuráis que trataban sin éxito  encontrar a dos hombres que se habían infiltrado en este territorio con la intención de espiar, al menos eso era lo que mi padre nos había explicado del anterior requerimiento del samurái jefe de aquella aldea.
    En esos momentos me venían a la mente las teorías que siempre he sustentado sobre mi hermano Kamaburo, el cual parecía como si se diera cuenta de toda situación aunque no fuera capaz de expresar sentimiento alguno por agradable o peligrosa que esta fuera, aun así y muy de vez en cuando, lo hacía.
    Mi padre llevaba largo rato en tensión escuchando un apenas perceptible ruido que provenía del techado.
 En principio pensé que sería algún que otro pájaro que se había atrevido a anidar en aquella choza entre los apretados ramilletes de mies de arroz con los que estaba fabricado aquel techo, mi padre en un instinto paternal nos arropó con sus brazos, para ponernos acto seguido a su espalda, colocándose de cara a la puerta de entrada.
 Nada más terminar aquel intento primario de protección, tomó un herrumbroso cuchillo de cocina, ocultándolo en la manga de su quimono.
 Cuando una forma oscura se desplomó provocando mi sobresalto, la parpadeante luz de las llamas de la cocina iluminaba tenuemente la cara de aquella figura humana que se quedó mirando a mi padre fijamente.
 Ahora mi padre de nuevo nos agrupaba a su espalda tratando de protegernos de aquel intruso como si se hubiera percatado de algo que escapaba a mis sentidos.
Entonces mi padre se dirigió a él en tono imperativo cuando éste trataba de salir por la puerta.
    — ¡Te conozco y no vas a salir de aquí!
    Aquel hombre vestido con oscuras ropas se volvió sujetando con sus dos manos fuertemente su catana.
    — ¡No sé cómo piensas detenerme!
    Sin mediar más palabras desenvainó su catana, poniéndose en guardia, estudiando el comportamiento de mi padre, como si temiera algo de él sin atreverse a atacarlo, aun a sabiendas que mi padre estaba desarmado.
 Pasaron unos instantes interminables y aquella puerta cayó estruendosamente por el empuje de unos samuráis que entraron bruscamente.
    Aquel hombre se volvió para defenderse pero no le dieron opción: los filos de tres catanas hicieron blanco en su cuerpo, arrancándole un fuerte alarido de dolor, cayendo al suelo inerte.
    Nos quedamos mirando fijamente a aquel hombre que yacía sin aliento en el suelo , un samurái, con un simple gesto, ordenó a otros dos samuráis que retiraran aquel cuerpo, volviéndose hacia nosotros diciéndonos:
    —Tendrán que retrasar su salida para la próxima casa de postas hasta dentro de dos días.
    Mi padre, con un leve asentimiento de cabeza, saludó al samurái, que al parecer restaba importancia a aquel desagradable suceso.
 Nada mas marcharse aquellos samuráis le toco a mi padre la difícil tarea de hacernos conciliar el sueño pero al final fuimos vencidos por este aunque no sin cierta dificultad, toda la noche hasta el amanecer se escucharon las voces de los samuráis del señor Shamura que habían redoblado la vigilancia de aquella pequeña aldea previniendo que el segundo espía escapase al férreo cerco tendido por la guardia personal del señor Shamura.
 Mi padre al día siguiente nos hizo jurar que no volveríamos a recordar aquella noche.
    Todavía restaba mucho camino hasta la aldea de pescadores de Yamada y dicha meta me parecía fascinante, me habían hecho saber mis maestros historias asombrosas sobre la incontable cantidad de agua salada existente en aquellos lugares, que eran bañados por tan importante medio de vida.
 Así me lo contaron y me lo habían hecho saber a lo largo del contenido de mis charlas de aprendizaje con aquellos venerables maestros, a los cuales el señor Kamakura tenía a bien otorgarnos tan encomiables muestras de favor hacia nosotros.
    Muy pronto aprendí el importante servicio que prestaba mi padre a aquel gran señor. De otra manera no justificaría tantos y tantos favores a nuestras modestas personas.
    La mañana del día corriente a tan desgraciado suceso mi padre se enteró por boca de uno de los samuráis que nos escoltaban de que el mismísimo señor Shamura, al que estábamos designados a servir, era aquel importante señor daimyo que esperaban visitar aquellos lares.
 Yo con incontable desparpajo contentaba a mi hermano Kamaburo con aquellas historias que parecían gustarle demostrándolo con un leve fulgor de sus ojos y aquellos pequeños apretones de mi mano que confirmaban su aprobación.
 Como teníamos todo un día de anárquico descanso, nos dedicábamos Kamaburo y yo a recolectar todo tipo de flores, insectos y bayas que desconocíamos.
    Mi inseparable y querido hermano parecía disfrutar en exceso de todas las nuevas vivencias acaecidas entre nosotros y a veces me obsequiaba con una de aquellas sonrisas a las cuales por desgracia no me tenía acostumbrado, le hice saber a mi hermano Kamaburo que nuestra próxima parada sería una casa de postas imperial en la cual podríamos vivir nuevas aventuras, y esto parecía darle alas a su corazón, porque trataba de mostrarme su visible entusiasmo con unos valores que yo nunca llegaría a comprender.
    Al volver a nuestra choza a media mañana, nuestras cabalgaduras se encontraban dispuestas en unos pequeños pastizales que se hallaban a no más de veinte pasos de nuestra choza, las bestias parecían repuestas de tan grande esfuerzo al recorrer el camino trazado que, de hecho, fue algo mayor que el planificado desde un principio por nuestros dos guías, los samuráis de escoltas.
    Esa noche pernoctamos en una casa de postas imperial, custodiada por dos samuráis y atendida por dos mujeres jóvenes y un muchacho de unos doce años.
    Las mujeres campesinas de una aldea cercana enseguida se prestaron para atender primero a los samuráis que nos acompañaban, pero vi cómo el jefe de estos les ordenó que primero fuéramos atendidos nosotros.
 Al parecer éramos los recomendados del señor Kamakura y esto nos hacía especiales incluso para comer antes que estos samuráis. Mi curiosidad hizo que me percatara de cosas aparentemente intranscendentes que luego al cabo del tiempo iban tomando forma en mis recuerdos.
    Nuestras ropas se asemejaban mucho a las del muchacho al que le ordenaron atender nuestros caballos, solo que las nuestras estaban nuevas y limpias y las del muchacho viejas y raídas a pesar de su denotada pobreza presentaban un aspecto pulcro y una servidumbre sin condiciones hacia nosotros.
 A mi hermano lo sentaron junto a mí, se le veía algo cansado del viaje pero seguía sin demostrar ningún sentimiento y, como era costumbre en nosotros, le dije algo a mi padre que cogió a todos por sorpresa.
   —Padre, ¿podemos asearnos?
    Mi padre respondió con un asentimiento de cabeza.
    Tomé a mi hermano de la mano y nos dirigimos hacia un pozo que estaba en la entrada de aquella casa de postas imperial.
 A un lado de éste había un monolito con los caracteres ideográficos del señor Kamakura, nuestro señor, ya que mi padre le servía, primero fue como soldado. De aquellos tiempos le honra haber servido también a su padre Nayiro Kamakura.
    Cuando llegamos al pozo allí se encontraban los dos samuráis que custodiaban la casa de postas.
    Pregunté a mi padre por curiosidad de la presencia de dichos samuráis, mi padre se limitó a decirnos que el señor Kamakura tenía la responsabilidad de mantener en orden todas las posesiones del imperio y esto sencillamente nos dejaba sin nuevas interrogantes que formularle al respecto.
 Nos acercamos al pozo y con un pequeño balde de bambú con mango largo como agarradera fui vaciando poco a poco sobre la cabeza de mi hermano el agua, frotándole con energía la cara y el cuello, al fin sus ojos se sintieron aliviados por el ardor que causa la sal del sudor y el polvo del camino.
 Mi hermano tendía sus manos sobre el tenue chorro de agua fresca para que también se lavasen de los restos de tierra del camino y daba la impresión de estar disfrutando como en pocas ocasiones he tenido a bien de verlo, luego continué conmigo y pude advertir una bonita sonrisa en el rostro de mi hermano Kamaburo, y aunque a veces no lo hiciera, sabía reír, hablar y expresar sus sentimientos a su manera claro.
    Cuando regresamos a la cabaña, salían de esta los cuatro samuráis que nos acompañaban junto con mi padre, para hacer lo mismo, asearse.
    Pasamos de nuevo al interior y mi hermano y yo nos situamos alrededor de una pequeña mesa.
 Nos sirvieron arroz, pescado y un gran tazón de verduras y algo de caldo, a mi padre le sentaron también a nuestro lado, y yo me encargaba de ir diciéndole a mi hermano paso a paso lo que tenía que hacer para que no se quemase al comer.
    Un samurái que nos observaba nos preguntó.
    —Herrero, ¿cómo se llama tu hijo?
    Mi padre le miró de soslayo, lo cual provocó la ira de éste que le increpó de manera enérgica.
    —Herrero, ¡muestra más respeto cuando se te hable!
    Mi padre comprendió enseguida la gravedad del asunto, y se aprestó a responder inclinándose respetuosamente hacia delante, mostrándose algo sumiso, parecía como si le costase mucho hacerlo.
    —Perdón, señor, no creí que fuese usted quien me hablaba.
 Refiriéndose al muchacho que también comía en un rincón de la habitación.
- El más callado se llama Kamaburo y el otro Aikiro.
    El samurái, satisfecho con la respuesta, comenzó a tomarse el sake tibio que le servía una de las mujeres que se encontraban en la habitación y continuó diciendo:
    —Mañana saldremos temprano antes del amanecer para poder llegar a mediodía a la aldea.
    El samurái ya estaba informado de que en las tierras del señor Shamura no se podía transitar de noche, estaba prohibido por orden suya, pues al ser fiel aliado del señor Kamakura sufría múltiples ataques de los enemigos de éste que, habiendo desacatado la autoridad del shogun, estos se habían enfrascado en infinidad de luchas intestinas entre señores feudales daimyo, llevando el caos y la destrucción.
    Kamakura era el shogun nombrado por la primera gran estructura de poder, el emperador, y el señor Kamakura les había demostrado a todos  la fuerza de su espada contra los enemigos del emperador.
 Estas batallas Kamakura las libraba contra sus enemigos  la disidencia feudal, los bárbaros que se negaban a someterse a la autoridad del shogun  y el emperador eran declarados en rebeldía y por lo tanto los enemigos a batir.
    Por el camino veíamos la gran cantidad de samuráis que a cada paso por la aldea o casa de postas nos pedían los papeles otorgados por el señor Kamakura, por cada rincón de estas tierras estaba escrito en monolitos y pequeños mojones los caracteres ideográficos con el nombre del señor Kamakura, cada aldea que recorríamos en nuestro viaje estaba perfectamente organizada, sus campos labrados y los campesinos que encontrábamos a nuestro paso que eran los únicos autorizados por los edictos imperiales a poseer la tierra nos saludaban respetuosamente.
    Al fin, recuerdo cuando llegamos a la aldea, la brisa fresca del mar se mezclaba con el dulce aroma de los cerezos en flor llenando los pulmones de esa agradable sensación de bienestar.
 Al llegar, al pie de un monolito con la cara y la figura del daibutsu, se leía, «el anagrama de Kamakura» indicándonos con otros caracteres que ya estábamos en las tierras del señor Shamura asumiendo por nuestra parte que a partir de ese momento nuestras vidas y haciendas estaban bajo la todopoderosa influencia de aquel gran señor feudal.
    Nada más llegar, fuimos interceptados por unos diez samuráis que se aprestaron en formación y pidieron los documentos que les fueron entregaron a los samuráis que nos escoltaban, hablaron de nuestra condición social y mencionaron que serviríamos directamente al señor Shamura, dueño y señor de aquellas tierras, incluida la aldea de pescadores de la ciudad de Yamada.
 Al ser mi padre maestro forjador de espadas y venir recomendado por el mismísimo señor Kamakura, para ponernos al servicio del señor Shamura, fuimos saludados respetuosamente por los samuráis del puesto de guardia, uno de ellos montó a caballo y salió a galope para informar a la autoridad jefe de la aldea de la presencia de mi padre, mi hermano y yo.






CAPÍTULO SEGUNDO
La presentación en la aldea

    Taiko era la autoridad legislativa de la aldea, otorgada por el señor Shamura, quien diere a éste la cantidad de quince samuráis en propiedad, habilitándole veinticinco quimonos y cuarenta pares de sandalias así como arroz, legumbres y pescado suficiente para sus hombres.
 Este pequeño gran favor otorgado de estos quince bravos guerreros le arrogaban al señor Taiko el rango de hombre de confianza del señor Shamura, lo que unido a su gran altura y la falta del ojo izquierdo perdido en las campañas militares de éste contra las tribus bárbaras que no aceptaban la autoridad del shogun, le daban un cierto aire distinguido y la personalidad suficiente para infundir respeto entre sus súbditos.
    El señor Taiko tenía unos treinta años, era fuerte y muy alto para la media nacional, como importante autoridad feudal pasaban por sus manos todas las entradas y salidas de personas civiles a la aldea de pescadores de Yamada y de cierta manera también supervisaba a los controladores administrativos de la productividad industrial, agrícola y pesquera de la aldea.
     Taiko dirigiéndose a mi padre, le informó de los asuntos estratégicos primarios en los que se tenía que poner especial atención como la fabricación de puntas de lanzas y flechas, ya que a la fabricación y forja de espadas él solo recibiría los encargos más importantes, debido a que pasaba a ser el maestro herrero personal del señor Shamura.
    —Herrero Sato, ya se me había informado de que eres forjador de espadas y vienes recomendado por el señor Kamakura para ponerte al servicio de mi señor Shamura sama.
 Debo informarte de que en la aldea existen ya dos forjadores de espadas y armas y veinticuatro ayudantes de forja que podrían forjar seis catanas al día si esto fuese necesario, pero tú eres el herrero personal del señor Shamura, por ello se te alojará dignamente a ti y a tu familia.
    Terminando toda esta arenga, continuó diciendo:
    — ¡Sígueme!
    Mi padre y yo le saludamos respetuosamente y nos prestamos a seguirle.
 Yo cogí del brazo a mi hermano y fuimos tras él. Anduvimos a pie por toda la playa, era la primera vez que veíamos el mar y estábamos impresionados de ver tanta agua, yo sujetaba a mi hermano del brazo para que no cayera al suelo por lo dificultoso que se le hacía caminar sobre la arena, nunca habíamos sentido esta agradable sensación bajo nuestros pies, ya que nuestro padre nos había sugerido que nos descalzásemos para poder caminar con mayor desenvolvimiento, sobre la arena esta era algo gruesa para el ideario académico de mis ancianos maestros que me habían hecho saber que esta cuando era fina se escapaba con facilidad entre los dedos cosa que con aquella no resultaba de igual manera.
    De repente, Kamaburo se detuvo y se quedó observando cómo una pescadora amamantaba a su hijo mientras que a su vez trataba los avíos de pesca, yo también me detuve, sintiendo también recorrer por mi cuerpo una extraña sensación de bienestar, aquella imagen me era familiar al igual que a mi hermano.
 Mi padre y los samuráis que nos escoltaban también lo hicieron pero solo cuando crecí comprendí que lo habían hecho por motivos diferentes.
    Solo la voz en tono imperativo del señor Taiko nos sacó de aquel hipnótico encuentro, pero a mi hermano Kamaburo lo tuve que sacar prácticamente a rastras se había detenido extasiado sin duda por algún entrañable recuerdo en su subconsciente.
 Anduvimos por más tiempo sobre la arena, cubriendo la distancia llena de sorpresas para mi hermano, que no cesaba de detenerse ante cada cosa que para él le era novedoso.
    Por fin llegamos a aquella pequeña y confortable choza, era de un aspecto pulcro y de reciente construcción pero no tenía comparación con la estancia que teníamos en el palacio imperial a la que estábamos acostumbrados.
 Taiko nos asignó a una mujer para que atendiese las cosas de la casa y cuando mi padre quiso preguntar al señor Taiko por el nombre de la mujer, éste le contestó en  tono  enérgico demostrando su enfado.
    — ¡Es una mujer para que te atienda en las cosas de la casa, su nombre no tiene importancia!
 Yo quede impresionado con aquella muestra despótica de Taiko hacia mi padre todo lo contrario a las respetuosas maneras de los samuráis del palacio imperial con su venerable persona, mi padre resignado saludo a el señor Taiko de forma solemne y yo hasta ese instante comprendí que nos tocaría vivir nuevas normas de conducta ajenas a nuestra apacible vida palaciega.
    El señor Taiko también nos concedió un campesino, que nos abastecía de abundantes verduras y vegetales traídas de un pequeño huerto muy provechoso y fértil del cual nunca nos faltó nada para nuestra alimentación.
 También se encargaba de traernos abundantes raciones de pescado, que nos cedían gustosamente los pescadores de la aldea, asimismo ordeno que a unos cien pasos de la casa se nos construyeran dos hornos y una fragua para los cuales también dispuso de dos ayudantes bajo las órdenes de mi padre.
    El señor Shamura, fiel aliado del señor Kamakura, tenía también un castillo en la ciudad de Yamada de espaldas al mar, con túneles subterráneos para garantizar la salida a éste en caso de ataque e irremisible derrota de las fuerzas que custodiaban su castillo.
 El mismo estaba protegido por dos fosos a cien pasos de distancia uno de otro, lo que hacía menos accesible su entrada protegida eficazmente por decenas de arqueros apostados por todos los salientes pedregosos dentro del perímetro de seguridad del castillo.
    El señor Shamura tenía situados en la región a más de veinte mil samuráis para la protección de su castillo, atendido por treinta y cinco mil campesinos y otros tres mil sirvientes, además en la ciudad de Yamada habían dos mil artesanos que se encargaban de tejer las telas y fabricar los quimonos y sandalias del ejército del señor Shamura que era renovado generosamente con dos quimonos y tres pares de sandalias y medias al año.
    A los pocos días de haber tomado posesión de aquella choza, el señor Taiko dio orden de presentarnos a todos aquellos miembros de la aldea que tuvieran que ver con el trabajo de mi padre.
 Pronto se pusieron a fabricar los dos hornos y la fragua y en pocos días estuvo todo listo para que empezara a recibir los primeros encargos de trabajo.
 Mientras, nuestras vidas transcurrían con la rutina del trabajo de mi padre.
    Al caer la tarde, mi padre continuaba con nuestras enseñanzas, las clases de esgrima ahora se llevaban en absoluto secreto.
 Recuerdo que mi padre hacía forrar las catanas de madera con finas tiras de trapo para evitar en lo posible cualquier forma de ruido que delatase que estábamos entrenando, y aunque mi hermano no participaba en los combates de esgrima, si el señor Taiko se enteraba de que mi padre nos entrenaba como a un samurái podríamos acabar en alguna de la muchas campañas militares que el señor Shamura tenía abierta contra las tribus bárbaras que no acataban la autoridad del shogun Kamakura.
    Mi padre, como siervo, recibiría otro trato bien diferente, de seguro sería decapitado, porque solo los samuráis tenían derecho a practicar el uso de la espada, el arte de la guerra.
 Sin embargo, al caer la tarde, tocaba caligrafía y en esto mi hermano sí destacaba, Kamaburo manejaba los pinceles con un estilo primoroso; con el ábaco realizaba cálculos matemáticos con precisión inusitada para su edad y personalidad.
    Mi hermano me recordaba mucho a la fábula de los tres monos: el que no ve, el que no habla y el que no escucha.
 Mi padre decía que ésta era una rara enfermedad: mi hermano lo comprendía todo, salvo que no siempre expresaba sus sentimientos y esto a veces nos hacía reflexionar sobre nosotros mismos.












CAPÍTULO TERCERO
El señor Sato, herrero forjador

    El señor Sato, a pesar de haber llegado en una época llena de intrigas, represión y restricciones, no sufrió privaciones, ni él ni sus hijos, Aikiro y Kamaburo.
 El campesino que se hacía cargo de atenderlos les llevaba abundantes provisiones de alimentos.
 Era una época difícil, las tentativas por asesinar al shogun Kamakura con el propósito de derrocar el poder establecido de dicho todopoderoso señor eran continuas.
El gran señor daimyo era fiel a los estatutos del primer gran poder, el emperador, este continuo estado de alerta máxima hacía que todos los jóvenes fueran aptos para ser reclutados como samuráis para las campañas militares que estos libraban contra los intereses del imperio.
    El señor Shamura era el más fiel aliado del señor Kamakura, dueño y señor de las tierras donde el señor Sato se encontraba en la provincia de Osaka.
 Ésta sufría ataques permanentes por parte del otro gran señor de la isla de Hokkaido, Kaito sama.
 Ese poderoso señor feudal daimyo de rancio abolengo era el gran enemigo del señor Kamakura, al cual le detentaba el poder del shogunato.
    El señor Kaito había conseguido aliarse con las tribus rebeldes Kagoshima y Kiusiu y Okinawa, atacándoles por mar en pequeños grupos suicidas en embarcaciones ligeras con técnicas de guerrillas, mientras que Shamura luchaba por expulsar del país a todas las sediciones en los alrededores de Kioto, la capital imperial donde desde hacía años se libraban feroces combates.
 
 Mientras Kamakura concentraba todo su poderoso ejército en Hokkaido para así doblegar al poderoso Kaito sama, regente y señor de Hokkaido con más de ochenta mil samuráis dispuestos a luchar por él, pero siempre con el permiso del señor Nogushi, que controlaba a una veintena de señores feudales.
    Kaito, sin el apoyo del señor Nogushi, perdería todo su peso en la alianza, el señor Nogushi controlaba a más de cuarenta mil de esos samuráis y el señor Kamakura sabía que sin esa alianza, Kaito estaría desestabilizado y él ganaría la guerra.
    Sato pronto empezó a ganar fama como forjador de espadas samuráis y éstas eran pagadas generosamente con oro.
 Ya habían pasado ocho largos años desde la llegada de Sato y sus dos hijos a la aldea y los dos jóvenes llevaban una vida tranquila culminada con largas horas de severo aprendizaje que le ofrecía su padre este se esforzaba en enseñarles todos sus conocimientos entre ellos las artes de la guerra, la política y el protocolo de los señores feudales por si algún día estos les fuesen útiles.
    Kamaburo y Aikiro aparentaban prácticamente la misma edad, unos quince años, edad peligrosa, si se quiere para ser reclutados como samuráis.
 Su padre lo sabía y también sabía cuál de los dos podría ser reclutado, por ello había hecho creer a todos los habitantes de la aldea que sus dos hijos gozaban de cierto retraso y no podían llegar a ser samuráis, y para ello continuamente le recordaba a Aikiro imitar en lo posible el comportamiento de su hermano Kamaburo.
 El joven Kamaburo era como la fábula de los tres monos: el que no ve, el que no habla, el que no escucha. Kamaburo, a pesar de su superior inteligencia, a veces parecía ausente, sin expresar ninguna emoción, sus sentimientos parecían resistirse a cualquier tipo de estímulo afectivo o situación eventual por difícil o peligrosa que ésta fuese.
 Mi callado hermano pasaba largos espacios de tiempo en un estado de profunda meditación, impasible y sereno ante cualquier alteración que ocurriera en su entorno siempre y cuando no le afectase directamente a él, esto hacia  despertar la curiosidad de aquellos que le conocían motivando un  interrogante en sus pensamientos.
    Kamaburo seguía fiel a su personalidad, era como si nos analizase a todos, a tal punto que a veces se resistía a cumplir cualquier orden.
 Esto le colocaba sin saberlo en la desestimación de ser reclutado, pero también quizá motivaba aún más si cabe llegar a someterle.
    Sato, el herrero, como todos le llamaban en la aldea, seguía ocultando en lo posible a sus hijos de las miradas de los samuráis que a menudo le visitaban para encargos de algún que otro trabajo, desde una nueva forja hasta re forjar de nuevo una catana y afilarla debido a las múltiples mellas ocasionadas en su filo por los combates a que fuese sometida; pero de todos, al que más recelo guardaba, era a Taiko, el jefe de la aldea.
    Sato, el herrero, temía que un día pudiera llegar a interesarse por alguno de sus hijos y aunque en la sociedad feudal la máxima aspiración posible de un hombre era la de ser samurái, Sato creía que éste no era el momento más adecuado para tales menesteres.
    Mientras, muy lejos de allí, en el castillo de Gifu, estaba el señor Kamakura, shogun del emperador.
    Aquel día todo parecía indicar que sería como todos los demás, habían pasado ya muchos años de aquellas luchas fratricidas entre señores feudales y hoy se respiraba en todo el país una paz a medias.
 Su mejor hombre de confianza había partido hacía mucho tiempo en misión secreta a las tierras hostiles y nadie en palacio, daimyo o plebeyo sabía de ésta.
    El señor Kamakura, esa mañana, se atavió con un quimono de seda blanca y negra con el emblema de su linaje en ambas mangas y en su espalda, una flor de cerezo en fondo rojo.
 Así lo avalaba en el emblema del más antiguo linaje daimyo y ahora lucia en su quimono como shogun, general de generales, el más alto poder después del emperador.
    Los criados que le ayudaron a vestirse eran los primeros en enterarse de que ese día sucedería algo importante, era el quimono ceremonial de los grandes acontecimientos y el señor Kamakura, con solemne parsimonia, anduvo hasta la puerta de salida de sus aposentos.
 Allí le esperaban seis samuráis de escolta que le acompañaban en perfecta formación de a tres, que le escoltaron, abriéndole las puertas panelables de los innumerables pasillos de su castillo, la fortaleza de Gifu.
 Así anduvieron por corto espacio de tiempo hasta detenerse ante una gran puerta con dos paneles de corredera, pronto volvieron a tomar posiciones los seis samuráis de escolta del señor Kamakura, cuatro se pusieron a la retaguardia de éste y los otros dos se situaron al lado de cada una de estas grandes puertas.
 Saludaron al señor Kamakura consintiendo éste su permiso con un asentimiento de cabeza y abrieron las puertas, ante sí se encontraban otros catorce samuráis que, sentados en aquella sala, se inclinaron en posición de sumo respeto, el señor Kamakura tomó asiento en una silla plegable, de las que se usan en campañas militares, e inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos, los samuráis de escolta rodearon a su señor para protegerle, quedando solo seis de estos sentados frente a él.
 Acto seguido cada uno de los seis samuráis dieron sus nombres al señor Kamakura, acompañados de sus arengas de fidelidad.
    —Soy Iroshi Naga, señor, y estoy aquí para cumplir sus órdenes.
    Aquellas palabras no eran banales, eran algo muy serio.
 Todos los allí presentes sabían que cumplirían las órdenes de su señor Kamakura, incluso a riesgo de sus propias vidas, la vida de un samurái es corta pero gloriosa.
    Todos estos samuráis que en la sala de protocolo se encontraban no excedían de los treinta años y ya estaban abalados por su extensa y exitosa vida como guerreros samuráis.
 Estaban allí ante el shogun, el general de todos los señores feudales que rendían fidelidad al emperador, solemne como una estatua y rompiendo el silencio que reinaba en la sala de protocolo.
    — ¡Señores!
   A continuación les mostró unos pliegos de papel perfectamente enrollados.
    — ¡Aquí están mis órdenes!, tenéis que entregarlas a los señores de Osaka, Kobe, Nagoya, Yokohama, Niigata y Kiusiu, cada uno de vosotros iréis con cuatro samuráis de escolta, pero antes debéis saber lo que contienen dentro de los pliegos.
 Kamakura hizo una pausa para desenrollar aquellos pliegos con delicadas y precisas maneras
.- Pasados cincuenta días viajaré a Yamada para nombrar a un sucesor de la dinastía, y éste será mi hijo, para de esta forma complacer al mayor número de señores feudales, mientras se toma la decisión de un nuevo shogun. Todos debéis ir por mar y así evitaremos el ataque de los bárbaros que son ahora nuestros enemigos.
    — ¡Hai Kamakura sama!
    Y diciendo esto se inclinaron en muestra de respetoso protocolo y se retiraron del salón en silencio.
    —Tú, Iroshi Naga, quédate.
    Iroshi Naga era el jefe de esta misión. Cuando se disponía a salir fue interceptado por el señor Kamakura, este volvió a saludarle con un simple asentimiento de cabeza y tomó asiento frente a él, quedándose solo en el salón de protocolo.
    —Disponte también a avisar al señor Shamura de mí llegada para dentro de cincuenta días nadie debe saber de mi llegada a las tierras del señor Shamura los oídos de mis enemigos estarán atentos ante las imprudentes palabras de mis servidores . Eso es todo.
    Iroshi Naga  saludó, asintiendo la cabeza manteniendo una leve pausa de respetuoso protocolo.
    —Hai Kamakura sama.
    Con este saludo se acababa de activar el mayor protocolo militar que se había hecho en mucho tiempo.
    Acto seguido se prepararon seis comitivas compuestas por cuatro samuráis cada uno y otras seis comitivas compuestas de quince samuráis cada una para garantizar la llegada al mar de las primeras seis comitivas, que llevarían los mensajes del señor Kamakura.
 Estaban estas últimas comitivas integradas por seis arqueros y nueve samuráis, todos ellos a caballo, estos desconocían la misión de las primeras comitivas, solo tenían que escoltarles en tierra para darles protección sin que ellos se enterasen.
    El poder militar del shogun Kamakura estaba de camino y los espías del poderoso señor Kaito, también.
 Los espías del señor Kaito estaban por todos los lados del país, pagados con abundante oro de sus arcas saqueadas a otros tantos señores feudales.
 El señor Kaito era el más peligroso enemigo del señor Kamakura y haría todo lo posible porque sus planes fracasaran.
 Él, como otros tantos señores feudales, no acataba la autoridad del señor Kamakura, que era inflexible con aquellos señores que por ambición habían traicionado la fidelidad a su emperador.
 Lo cierto era que el señor Kamakura había gobernado largos periodos con mano de hierro el país, distribuyendo las cotas de poder y riqueza con equidad entre todos los señores feudales que le eran fieles, a veces sin tener en cuenta su propio beneficio, viviendo, en lo que cabe para un gran señor daimyo, con austeridad.
    Esto era, precisamente, lo que no aceptaban algunos señores feudales como Kaito.
 Ellos creían que por ser daimyo de antiguo linaje tenían derecho a gozar de mayores cotas de poder, sin embargo, con esta medida, Kamakura había logrado los más largos periodos de prosperidad en el imperio.
 Ahora el señor Kamakura trataba, con el nombramiento de un sucesor de la dinastía, pacificar en lo posible las sublevaciones de algunos señores feudales hasta que el gran consejo de regentes decidiera nombrar al shogun adecuado.
    Después de aprovisionarse con víveres para veinticinco días de viaje, partieron por diferentes caminos hasta su salida al mar.
 En el castillo de Gifu se preparaba otra comitiva que saldría dentro de cinco días, en ella saldría el señor Kamakura con su séquito y su hijo.
 Éste permanecía oculto en un lugar secreto desde hacía mucho tiempo para evitar que le asesinasen y conseguir la supresión de la casta Kamakura.
    Kamakura lo había planeado meticulosamente todo, como gran estratega y militar que era.
 Con lo que no contaba el señor Kamakura era con que una de las seis comitivas que partieron, hacía apenas dos días, tenía la orden de otro señor daimyo de que las comitivas no llegaran a su destino.



CAPÍTULO CUARTO
El viaje de Kamakura

    El séquito del señor Kamakura estaría compuesto por cien criados, su mujer y cinco concubinas con su hijo. Le acompañaría también una escolta de dos mil samuráis.
 Debían garantizar la vida del shogun y su hijo. La gran cantidad de samuráis de escolta denotaba el recelo que tenía el señor Kamakura de volver a ser atacado.
 A pesar de que el camino hasta Yamada era territorio leal al señor Kamakura, éste ya había sufrido innumerables ataques para intentar acecinarle.
 Kamakura sólo tenía cincuenta años y tenía la salud muy delicada debido a las múltiples heridas sufridas en combate, lo que le hacía vulnerable ante sus enemigos.
    Esa misma tarde, después de que Kamakura dispusiera todo lo pertinente para su viaje a Yamada, ordenó que vinieran a verle dos samuráis, estos habían sido hombres del señor Shamura y ahora le servían a él. Kamakura Les recibió bien entrada la noche.

    Este les  esperó sentado en un cómodo cojín, al entrar en aquel salón de protocolo los dos samuráis se pusieron en cuclillas, inclinando sus cabezas hasta casi rozar el suelo. Uno de ellos, que parecía ser el autorizado para hablar con el señor Kamakura, le presentó sus respetos con una pequeña arenga de protocolo.
    —Hai Kamakura sama, aquí estamos para cumplir tus órdenes.
    El señor Kamakura asintió con su cabeza dando la autorización de ponerse cómodamente sentados, estos así lo hicieron.
 En el salón había diez samuráis de escolta del señor Kamakura que, de pie, majestuosamente ataviados con quimonos de seda reposaban una de sus manos sobre la catana en perfecto estado de alerta.
 Kamakura guardó unos instantes de silencio mientras tomaba una taza de té.
    —Tengo una delicada misión para ustedes, deben visitar de nuevo el palacio del señor Shamura, llevando un mensaje para su maestro de armas, el señor Ishi sama. Pero de esta misión no debe enterarse el señor Shamura.
    Esto cogió por sorpresa por segunda vez a estos dos samuráis, el señor Shamura había sido su anterior señor y, aunque ahora le debían obediencia a su nuevo señor Kamakura, el señor Shamura era su más fiel aliado y estos nunca habían tomado ninguna decisión sin comunicárselo al otro.
    La primera de estas sorpresas era que no les habían desarmado previamente al pasar, privilegio solo cedido a los grandes señores Daimio, sin embargo, continuó el señor Kamakura:
    —Mis hombres han descubierto que uno de ustedes espía para el señor Kaito.
    Y mirándoles fijamente:
    — ¡Matadle!
    La reacción de los dos samuráis fue desenvainar las espadas al mismo tiempo con intención de cruzarlas entre sí.
    — ¡Alto!, ¡basta!, ¡envainad las espadas!
    Terminado este incidente, los dos samuráis se miraron y saludaron respetuosamente y, con precisión del más perfecto arte de movimientos marciales, envainaron sus espadas, cogiéndolas desde sus afiladas puntas y colocándolas muy despacio en sus vainas.
 Se saludaron entre ellos volviéndose a sentar ante el señor Kamakura, poniéndose en cuclillas e inclinando la cabeza en actitud de sumo respeto.
 Los samuráis de escolta también habían llevado sus manos a sus catanas y si Kamakura no lo hubiese impedido, lo más probable sería que los dos hubieran muerto.
    El señor Kamakura, con esta acción, había probado la fidelidad de los dos samuráis.
 Esta última misión sería, a los efectos de su cuidadoso plan, quizá, si no la más importante de todas, sí la más delicada, y solo dos hombres que hubiesen estado al servicio del señor Shamura podían entrar al palacio para dar cumplimiento a la última pieza del plan.
    Kamakura era un estratega que pocos podían igualar y esta misión requería la fidelidad sin condiciones de estos dos samuráis, si uno de los dos hubiese titubeado sería el espía que andaban buscando y esto complicaría si cabe aún más esta misión.
    —Debéis viajar solo de día, a caballo. Cuando caiga la noche pernoctad en la choza de cualquier campesino.
- Debéis pagar con oro los caballos de refresco y sus quimonos tendrán el emblema del señor Shamura. Tenéis tres días para llegar a Yamada y cumplir con el mensaje, vuestra identidad por estos territorios es la de acopiadores de caballos para el señor Shamura. Al llegar al palacio, decidle al jefe de la guardia que Kamakura les releva de sus servicios volviendo a estar a las órdenes de Shamura y, por último, entregad el mensaje al señor Ishi sama, el maestro de armas del señor Shamura, y le diréis: «Marcha con el plebeyo a mi encuentro». Eso es todo.
    Los dos samuráis saludaron respetuosamente al señor Kamakura y salieron del castillo a todo galope.
    Kamakura sabía que sus enemigos harían todo lo posible por destruir sus planes, y que la vida de él y su hijo estarían en peligro.
 A pesar de todas las precauciones, despachó otras dos comitivas con órdenes diferentes, uno viajaría a Niigata y le entregaría el mensaje al señor Togo que decía «marcha con el plebeyo a mi encuentro», otro marcharía a Yeso, al corazón mismo del enemigo, y entregaría otro bien distinto al señor Nogushi en persona, eludiendo el territorio del señor Kaito por mar.
    Kamakura sabía que si lograba convencer al señor Nogushi tendría el frente ganado al poderoso señor Kaito. Divide y vencerás, la máxima en el arte de la guerra.
 La oferta que el señor Kamakura le hacía era que si en el plazo de tres años no se pacificaba el país con el nombramiento de su hijo como shogun, daría el apoyo para nombrar a su hijo o a otro más adecuado.
 Esta oferta dejaba al poderoso Kaito fuera de la regencia, ya que el argumento de Kaito para lograr adeptos era el contrario, Kaito llevaba años tratando de demostrar que Kamakura quería perpetuarse en el poder como dictador de su dinastía incluso hasta después de su muerte.
    El largo viaje hasta Yeso sería por mar, de camino a Yeso entregaría invitaciones al consejo de regentes en Sendai al señor Nobunaga, viejo enemigo del señor Kaito y sobrino del señor Shamura.
    Mientras que las comitivas ya habían sido despachadas a sus diferentes destinos, una de ellas tenía la orden de no llegar y si esto le sucediera a Kamakura sería una grave afrenta, lo que pondría en peligro la alianza contra Kaito.
El ataque se produciría en cuanto salieran del territorio de los aliados de Kamakura antes de su llegada al mar; esto, el señor Kamakura, también lo tenía calculado, y por ello dio contraórdenes antes de salir al jefe de la comitiva Sendai y Yeso, en vez de ir hasta Osaka, saldrían del seguro pueblo de Yamada.
    El camino hacia el mar desde Kioto de la última comitiva destinada a Sendai y Yeso, se estaba recorriendo bajo un fuerte aguacero, los dos samuráis que la componían, ponían especial cuidado en que sus caballos no derrapasen en tan agreste camino colmado de plantaciones de arroz.
 Tenían que mantener sus cabalgaduras sobre un estrecho sendero embarrado por el agua caída, cuando al penetrar en un pequeño bosque el guía y jefe de la comitiva decidió tomar un camino diferente para viajar a Yamada, esto cogió por sorpresa a su compañero que se lo hizo saber de inmediato.
    — ¿Por qué tomamos otro camino para Osaka?
    — ¡Calla y sígueme!
    Así le respondió su compañero, el samurái jefe de la misión. Éste cumplía la contraorden de su señor Kamakura precisamente para que así de esta manera se descubriera cualquier espía que pudiera poner en peligro esta misión.
 Fue a poco tiempo de haber tomado por otro camino diferente rumbo a Osaka, cuando el samurái que acompañaba al jefe de la misión se detuvo.
    — ¡Espera!, ¡este camino puede ser peligroso!
    Y desmontando de su caballo avanzó hacia él.
    — ¿Quién te ha autorizado a bajar de tu montura?
    Y diciendo esto, el samurái jefe de la misión descabalgó bruscamente, perdiendo el equilibrio, momento aprovechado por su compañero para desenvainar su catana.
 Los sombreros de caña de bambú impedían que el copioso aguacero enturbiara la visión de los dos samuráis.
 Estos se miraron fijamente esperado que alguno de los dos reaccionara de alguna forma tratando de especular cuáles eran sus pensamientos para poder atacar mejor en las guardias de combate.
 El jefe de la misión apenas le dio tiempo a empuñar su catana, cuando de las sombras emergieron dos lanceros que dejaron inerte al samurái que había iniciado el ataque.
 El samurái jefe de la misión desenvainó su catana, poniéndose en guardia para defenderse del ataque, pero éste no se produjo, solo una voz que se alejaba diciéndole «sigue tu camino» rompía el tedioso silencio que quedo después del fragor de la batalla.
 El samurái jefe comprendió que éste podía ser un espía, el temido contratiempo esperado en esta mision.





CAPÍTULO QUINTO
El señor Shamura

    El señor Shamura vivía ajeno a los acontecimientos que se avecinaban en su palacio fortaleza de Yamada, dedicándose a la práctica de la caza con águila o halcón, hábito éste, el de la cetrería, adquirido en sus largas campañas contra las tribus bárbaras.
    Mientras, el maestro herrero Sato ya había consolidado sus relaciones en la aldea, sus dos hijos Kamaburo y Aikiro eran queridos y respetados por los aldeanos de la zona, pero seguían siendo pocos los que se atrevían a visitar al maestro Sato, el herrero, dado que Taiko era visto con frecuencia visitándolo, y éste le tenía terminantemente prohibido a los aldeanos que lo visitaran.
    El maestro herrero Sato había progresado rápidamente, su prestigio como forjador de espadas samurái le había concedido el debido respeto como artesano; por su abundante trabajo desempeñado, éste se sentía cansado o quizás enfermo, por ello cada día se esmeraba más y más en la enseñanza de sus hijos Kamaburo y Aikiro.
 Estos habían crecido mucho para sus casi quince años y tanto Kamaburo como Aikiro estaban sanos, quizás Aikiro fuese más fuerte que su hermano Kamaburo.
 Era lógico, Aikiro se ejercitaba más ayudando a su padre en la fragua y practicando las artes marciales con él y, aunque Sato fuese maestro forjador, había luchado en las campañas militares contra los bárbaros con el padre del señor Kamakura, adquiriendo gran destreza en el manejo de las armas, por ello quizás Aikiro mantenía esa espléndida figura para sus casi quince años.

 El joven hijo del herrero Sato se había convertido en un consumado esgrimista en lucha samurái y un experto en combate con lanza.
 Estos conocimientos se tornaban cada vez más peligrosos porque solo los samurái podían aprender el uso de las armas y Aikiro sólo era el hijo de un herrero sin autorización de su señor para aprender el uso de sus artes de la guerra. 
    Pero aquí no acababa ese dislate, al igual que su hermano Kamaburo, sabía leer y escribir con perfecto estilo de caligrafía y esto, si se quiere, era aún más peligroso que lo primero, si Taiko descubriera que Aikiro tenía estos conocimientos tanto tiempo ocultos, por muchas recomendaciones que tuviera del señor Kamakura, los jóvenes hijos del herrero acabarían en cualquier campaña militar del señor Shamura y el herrero sería ejecutado en el acto, separándole la cabeza del cuello con un golpe de catana.
 Nadie que no fuese daimyo podía obtener tales enseñanzas.
 Estos, precisamente, eran los argumentos que esgrimía Sato para tratar de ocultarlos a la vista de los demás; pero sobre todo al joven Aikiro, quien recababa aún más su atención.
 El herrero Sato le había inculcado bien sus enseñanzas y cada vez que se acercaba a la choza algún desconocido, éste eludía el encuentro cara a cara e imitaba en lo posible a su hermano Kamaburo, hacía que nada veía, nada escuchaba y nada hablaba, como en la fábula de los tres monos.
    Aikiro sabía definitivamente que si Taiko viera que él era apto para ser reclutado como samurái, no lo hubiera dudado ni un instante, su padre tenía el presentimiento de que Aikiro estaba reservado para un destino mejor, más adecuado a sus enseñanzas, como quien reservaba lo mejor para el final.
    Sato hacía todo lo posible por evitar el encuentro con Taiko, el joven Aikiro se sentía demasiado seguro con la educación que recibía de su padre y esto a veces le llevaba a no darse cuenta del peligro que esto entrañaba.
 Su padre le reñía hasta que el joven Aikiro asentía con la cabeza como quien comprendía el celo de su padre y Sato, satisfecho, reía para sus adentros como quien sabe haber hecho bien su trabajo.
    El herrero Sato pasaba las tardes en lo alto de la colina mirando al mar, absorto en sus pensamientos. Llevaba a sus hijos para que tomasen el aire fresco y de paso relajarse de un duro día de trabajo; empezaba a irse ya el verano y corría un delicioso aire fresco, el hipnótico mar, aquel que parece romper la rutina del color azul intenso, con la aparición de la blanca espuma de las olas a romper en la orilla, cuando se percató de un barco que se arrimaba al muelle de amarre de los pescadores.
 Supuso que sería algún señor daimyo que llegaba para ver al señor Shamura y observó que del barco bajaba un samurái acompañado de otros quince de estos guerreros.
 Más tarde se supo que arrivaban para anunciarle de la llegada del señor Kamakura y mientras miraba colina abajo hacia el muelle, vio cómo subía la ladera la inconfundible figura del señor Taiko, a quien le acompañaban otros dos samuráis.
 Entonces, Sato advirtió a Aikiro que corriera con su hermano Kamaburo a buscar leña, para que éste no le viera, dejándole bien claro que no volviesen hasta que los visitantes se hubiesen marchado.
    Pronto llegó Taiko a la choza acompañando de los otros dos samuráis del señor Shamura y, al llegar a la puerta, llamó con voz enérgica y altanera.
    —Herrero, ¿qué haces que no te has presentado ya ante mí?
    Sato salió de choza y se inclinó ante él, saludándole respetuosamente.
    — ¿En qué puedo servirte, Taiko sama?
    Taiko le miró fijamente con el único ojo que le quedaba como quien escudriña en el alma de una persona.
    —Mi señor Shamura sama me ha encargado que te diga que forjes una espada especial para el señor Kamakura, tienes sólo treinta días para hacerla. La espada debe llevar en la empuñadura el símbolo de su dinastía. ¿Conoces el símbolo de la dinastía del señor Kamakura?
    Sato contestó sin levantar la cabeza de la posición que había adoptado.
    —Sí, Taiko sama.
    Taiko sonrió como quien espera sorprenderle.
    —Herrero, ¡dile a tu hijo que me traiga agua!
    —Lo siento, señor, han ido a por leña para preparar la fragua.
    Entonces Taiko, con un golpe de mano, arrojó al suelo el tazón de bambú que le ofrecía Sato sacándolo del pozo lleno de agua.
    — ¿Crees acaso que no me doy cuenta de que tratas de ocultar a tus hijos de mi vista?
    —No, señor, no es mi intención, mis hijos no tienen la cabeza muy bien y no quisiera que usted se sintiera ofendido por su actitud.
    Y continuó diciéndole:
    —Mis hijos son torpes y a veces no responden bien a las órdenes que se les dan.
  Sato reaccionando con sumo instinto protector hacia sus hijos se postró ante él en posición de sumisión, esperando que Taiko se apaciguase.
    Sato sabía que si Taiko insistía en ver a sus hijos, todo lo que había hecho hasta hora habría sido en vano.
    — ¡Perdón, Taiko sama, mis hijos no merecen tu atención!
    Sato, el herrero, el valiente samurái del señor Kamakura, ahora estaba suplicando clemencia.
 A pesar de ser un excelente guerrero samurái, si se lo hubiera propuesto con toda seguridad habría matado a Taiko y sus dos samuráis sin darles tiempo a pensar que sucedía, pero pronto se darían cuenta de sus muertes y la vida de sus hijos no valdría nada y esto simplemente sería el fin de todo por lo que había luchado y trabajado durante ocho largos años.
 Él, junto a sus dos hijos, sería ejecutado por haber dado muerte a los samuráis del señor Shamura rompiendo la estricta disciplina feudal del sumiso respeto a sus señores los samuráis.
    Taiko sintió como si trataran de burlarse de él y no le pateó en el suelo por respeto al artesano del señor Shamura.
 Entonces, como si quisiera zanjar el asunto de una vez, sacó una bolsa llena de monedas de plata y, arrojándosela al suelo, le dijo:
    —El señor Shamura espera que éste sea un trabajo digno del señor Kamakura.
    Y sin levantar la cabeza del suelo Sato contestó, convenientemente:
    —Hai, Taiko sama.
    Sato permaneció postrado mientras se alejaban Taiko y sus hombres, para no aumentar la ira de éste estos se alejaron al galope sin tener en cuenta que sus cabalgaduras arrastrasen al herrero a su paso.
    Sato había superado un peligroso incidente que no quería ver repetido en lo sucesivo.











CAPÍTULO SEXTO
La espada del señor Kamakura

    Comenzaba el invierno y las noticias que inconscientemente había traído el señor Taiko, le alegraron el espíritu.
 Debía darse prisa, tendría que trabajar desde ese preciso momento si quería terminar a tiempo el trabajo encargado por el señor Shamura.
    Aikiro y Kamaburo llegaron inmediatamente después de haberse marchado el señor Taiko y sus hombres.
 Sato, que en ese preciso momento se disponía a prepararles la comida de la tarde, llamando a sus hijos, les dijo:
    —Hijos, esta noche nos acostaremos temprano, mañana tendremos mucho trabajo.
    Sato dispuso la comida mientras Aikiro y Kamaburo se aseaban como de costumbre.
 Esa noche el joven Aikiro no pronunció palabra, sabía que su padre estuvo a punto de protagonizar graves incidentes con Taiko y sus hombres y si esto hubiese sucedido, ellos habrian sido parte directa de ese conflicto.
    Amanecía y Sato se dispuso a levantar a sus hijos. Aikiro se levantó primero, ayudando a su hermano Kamaburo a asearse y vestirse, luego hizo lo propio, aunque esto lo haria con el mayor silencio posible.
 Su padre había preparado el altar con incienso y alguna ofrenda a Daikoku, uno de los siete dioses de la felicidad, con esta ofrenda querían pedir que la espada que se iba a forjar tuviese un feliz destino.
 Kamaburo observaba como siempre callado parecía meditar sobre cosas más profundas dentro de su sub consiente, pero esta vez sí sabía de lo que se estaba tratando.
    Nada mas amanecer Sato y Aikiro se dirigieron a la fragua, que no estaba a más de cien pasos de la choza, les seguía de cerca Kamaburo.
 Siempre que Sato y Aikiro salían a trabajar, su hermano Kamaburo se sentaba en un pequeño montículo con techo que habían preparado para el efecto situado a pocos pasos de la fragua, para que éste, de aquella manera, no estuviese tanto tiempo solo.
    Aikiro ya conocía perfectamente su trabajo. Preparó la fragua con los ayudantes que al herrero Sato Taiko le había asignado por orden del señor Shamura y se dispuso a esperar pacientemente a que su padre organizara las funciones de su trabajo.
 El joven Aikiro sabía que la fragua no podía quedarse fría. Ésta tenía que tener siempre carbón y aire, que se insuflaba con una especie de fuelle convencional.
    Sato fue por un trozo de hierro rectangular de unos dos pies de largo por dos dedos de ancho que ya tenía previsto para una fragua especial, el trozo de acero en cuestión había sido golpeado con el martillo sobre el yunque unas treinta y ocho mil veces y enfriado hasta sacar todas las impurezas de hierro virgen para lograr un acero de calidad insuperable, que ahora sería fraguado y golpeado en el yunque otras veinte mil veces y templado en agua y grasa para lograr que la espada cogiera forma y temple.
 Así pasó tres días de forja hasta que al fin solo quedaba afilar y pulir el acero.
    Este fue esmerilado con seis tipos de arenas diferentes de carbono, quedando perfecta.
 Ahora solo quedaba el mango o la empuñadura, la dorada guarnición fue colocada, se forró con finas tiras de cuero y piel y fue sellado con pomo de oro y una flor de cerezo.
 Aikiro estaba fascinado con el trabajo de su padre la gran maestría del artesano despertaba en él una fuerte admiración por aquel hombre que se esmeraba en proyectarle una vida de meritorias costumbres donde solo cavia el exitoso cumplimiento de todo aquello que le fuera encomendado.
    Esa noche el señor Sato recibió otra visita, esta vez sus hijos ya estaban durmiendo, y cuando Sato se disponía a hacerlo, un samurái llamó a su puerta.
 El samurái entregó un bulto a Sato y recibió otro que éste tenía preparado, Sato salió de la choza cruzando palabras con éste, regresando rápidamente y cerrando la puerta tras de sí, la tenue luz del candil reflejaba la cara de satisfacción del herrero Sato. Aikiro se había despertado y, preguntándole, a su padre por la inesperada visita:
    — ¿Quién era, padre?
    —Un samurái que venía a buscar su espada. Le dije que mañana le atendería.
    —Sato había pasado toda la noche sin dormir y aquel samurái había venido a algo más que a buscar una espada.
 Así pasó toda la noche y parte del día mientras envolvía la espada en una fina esterilla comprada a propósito para ese momento.
    Una vez terminado su trabajo, Sato preparó la mesa, sentándose en el suelo en otra esterilla, a modo de alfombra.
    — ¡Hijos!
    Comenzó aquella conversación con una pausa.
    —Se acercan tiempos difíciles, el señor Kamakura llegará de un momento a otro y eso traerá consigo muchos y muchos guerreros samuráis, quizás haya llegado la hora de que te unas a ellos. Refiriéndose a Aikiro. Y mirando a sus hijos, esta vez dirigió su mirada a Kamaburo.
    —Tú tendrías que llevar la espada pero seguro que lo echarías todo a perder, por eso irá tú hermano Aikiro.
    Y continuó.
    —Llevarás la espada al palacio del señor Shamura y entregarás una carta de recomendación para el señor Ishi, después y sólo después de entregar la espada al señor Shamura en persona, busca al señor Ishi entre la guardia del señor Shamura. Él te llevará ante el señor Kamakura y te tomará a su servicio, nunca debes poner tu vida en peligro antes de tomar contacto con el señor Ishi sama.
    Kamaburo miraba a su padre con atención, tenía la cabeza ligeramente ladeada sobre su hombro derecho, parecía meditar sobre la situación pero no hablaba, su rostro no denotaba expresión alguna, seguro que había entendido claramente a su padre, por eso Aikiro sintió cómo le apretaba la mano dos veces a cortos intervalos de tiempo, eso, entre ellos, significaba que estaban juntos en esa misión y le deseaba suerte.
 Aikiro le correspondió con una respetuosa reverencia, era la primera vez que le saludaba de esta manera, no sabía por qué, pero lo hizo. Su padre lo notó y también hizo lo propio.
    Aikiro se despidió de su padre y de su hermano Kamaburo en la puerta de la choza, y éste le volvió agarrar la mano fuertemente y, mirando a la figura de Daikoku, volvió a mirarle mientras se balanceaba rítmicamente y, por si quedaba alguna duda, ésta era la forma más clara de desearle suerte.
    Todavía quedaban seis horas de luz para la caída de la tarde, tiempo suficiente para llegar al palacio y entregar la espada al señor Shamura.
    Sato hizo que Aikiro repasara todo por última vez. Aikiro era parco en palabras pero sabía obedecer y hacer cumplir con todo lo que se le encomendaba.
 Sato le había recomendado ser esquivo con los desconocidos pero su semblante serio y altanero a veces le hacía olvidar su condición de plebeyo.
 Sato esperaba que entregara la carta al señor Ishi. Todo por lo que había luchado durante años estaba en juego.
    Miró a su hijo Aikiro y comprendió que ya había llegado la hora de despedirse, le saludó con una respetuosa reverencia que le fue correspondida.
    Aikiro partió para el palacio del señor Shamura llevando consigo el paquete cuidadosamente envuelto por el herrero Sato, su padre le había inculcado el deseo de ser samurái, habiendo adquirido gran destreza en las artes marciales y la caligrafía, requisitos indispensables para llegar a servir al señor Kamakura.
 Pronto tomó el camino del palacio, una vereda imperial en la que, como en todas donde gobernaba el shogunato de Kamakura, estaba prohibido el uso de ruedas para no dañar excesivamente los caminos.
 Aikiro caminaba todo lo rápido que podían sus jóvenes piernas permitiéndole llevar la pequeña carga de dos catanas.
    Aikiro era un joven muy fuerte y pesar de lo importante de la misión, se sentía seguro, en su mente solo cabía una cosa, entregar la espada al señor Shamura y contactar con Ishi sama.
Éste había luchado con su padre el herrero Sato en las campañas militares de Nayiro Kamakura, padre del actual shogun Kamakura.
    Llevaba algo más de una hora caminando y todavía no había tropezado con nadie en el camino, esto le extrañaba mucho, estaba llegando al palacio y nadie le había dado el alto como le habían advertido, Aikiro se detuvo a descansar, sentándose en un mojón del camino que indicaba con caracteres ideográficos que esas tierras eran del señor Shamura, la lectura de este aviso era impropia para cualquier campesino o samurái sin educación.
    Aikiro ya estaba sobre aviso de cuáles serían las consecuencias si se saltaba el protocolo de entrada al palacio del señor Shamura y esperó pacientemente la llegada de algún samurái que le indicara el camino.
    Empezaban a nevar finos copos de nieve que se fundían antes de llegar al suelo y el joven Aikiro centro su relajada atención en aquellas efímeras muestras de la naturaleza y recordó las lecciones de filosofía de sus maestros del palacio imperial de Kioto donde su venerable maestro le hacía saber que la vida de un samurái era como un copo de nieve efímera pero mientras durara era una muestra gloriosa de la fuerza de la naturaleza que había convertido el liquido elemento en solido testimonio de su fe.
 Llevaba mucho tiempo allí sentado y empezaba a quedarse entumecido, dentro de dos horas oscurecería y nadie había pasado por allí, esto le seguía extrañando mucho.
 Para Aikiro, tal situación no era normal, pero aquello estaba sucediendo.
    De repente oyó unas voces que se acercaban por el camino a cierta distancia, se incorporó y esperó a que llegaran frente a él, Aikiro los vio, eran seis samuráis que acompañaban a uno de ellos, quien parecía ser el jefe.
 Cuando se percataron de la presencia de Aikiro, se precipitaron hacia él, increpándole.
    — ¡Campesino, qué haces lejos de tu choza! ¿No sabes que se castiga con la muerte andar merodeando por el castillo del señor Shamura?
    Aikiro no tenía noticias de los acontecimientos ocurridos esa tarde, el señor Kamakura y todo su séquito habían sido asesinados y estos samuráis no estaban para bromas, estaban frente a él con sus manos puestas en las catanas dispuestos a todo si la situación no se aclaraba.
    Aikiro seguía impasible, su rostro serio no denotaba temor, la serena complacencia de su porte erguido daba la impresión de altanería.
 Uno de estos samuráis volvió a increparle, desvainando su catana en claro afán de ataque, mientras los otros, al verle impasible y con serenísimo rostro, se ponían algo nerviosos.
    — ¡Sabes que soy tu señor!, ¿por qué no te postras?
    En ese preciso momento, Yumori, jefe de los samuráis, se interpuso entre Aikiro y éste samurái, quien ya llevaba la intención de cortarle la cabeza de un tajo.
 Yumori se había percatado de la empuñadura de oro de la catana que llevaba Aikiro con el emblema de la flor de cerezo del señor Kamakura y esto le frenó en seco.
 Viendo que el joven que tenía ante sí no se inmutaba, pasaron por su mente los acontecimientos sucedidos en el día.
    Yumori abordó al otro samurái:
    —Éste puede ser el hijo del señor Kamakura y lo visten así para pasarlo de incógnito.
    El otro samurái le contestó.
    — ¿Pero no ves la ropas innobles que viste?
    Yumori respondió:
    —Fíjate en su arrogancia. Éste ni tan siquiera parpadeó cuando le dimos el alto.
    Entones mientras dilucidaban  sucedió algo que no esperaba.
    —Quiero que me lleven ante el señor Shamura.
    En ese preciso momento, en el que a todos cogían por sorpresa las palabras del joven Aikiro, una flecha cruzó el aire con dirección a ellos rozándole el cuello y produciéndole un enorme ardor a Aikiro que se llevo una mano al cuello saliendo de sus labios la natural exclamación de dolor.
 La flecha le había pasado cerca de la yugular, habiendo partido de un pequeño bosque de bambú.
 Yumori fue el primero en reaccionar a una voz suya señalando con su brazo hacia el espeso bosque Yumori dijo:
    — ¡Id tras ellos!
    De repente salieron de entre los bosques de bambú unos cincuenta samuráis que escoltaban el camino y emprendieron la persecución de ese misterioso hombre que había lanzado una flecha hiriendo a Aikiro en el cuello.
    Ahora ya no cabía duda entre los samuráis del capitán Yumori, éste era sin duda el hijo del señor Kamakura, que se sospechaba pasaría camuflado entre los sirvientes para evitar un posible magnicidio, como realmente había sucedido, y sin más se postraron ante él.
    —Perdónanos, señor, por no haberte reconocido, mi vida y la de mis hombres están a tu servicio.
    Yumori era el samurái de confianza del señor Kamakura y éste cumplía sus órdenes de esperarle en el castillo del señor Shamura hasta su llegada.
 El señor Kamakura le había otorgado el gran privilegio de favor de entregarles en propiedad trescientos cincuenta de estos bravos guerreros samuráis en pago por grandes servicios prestados en sus campañas militares contra los señores feudales que no acataban la autoridad del shogun Kamakura.
    Los samuráis enviados a capturar al arquero habían tenido suerte y después de un largo rato le llevaban vivo ante Yumori, le traían atados de manos por si intentaba suicidarse antes de hablar, nada más llegar ante Yumori.
    — ¡Vamos!, ¡póstrate ante tu señor!
    Yumori había hecho regresar a los más de cien samuráis que habían salido para buscar a los enemigos del señor Kamakura, ahora tenía a uno ellos atado y de rodillas sus hombres le había clavado la punta de una catana en la pierna.
    — ¡Vamos, habla, si quieres morir rápidamente y con honor!
    El prisionero, sabiendo que ya le esperaba la hora de morir, estaba dispuesto a hablar con la condición de morir rápidamente y con honor, así moriría como un samurái decapitado honrando la espada que le fue confiada por su señor.
    Y en ese preciso momento rompió a hablar:
    El hijo del señor Kamakura viajaba de incógnito, vestido como un plebeyo para poder burlar a los espías de su señor Kaito sama, señor de Hokkaido y evitar así el magnicidio. Con un gesto de enorme marcialidad levanto la cabeza  mirando al joven Aikiro:
    —Lástima haber fallado en el intento.
    — ¡Calla y respeta a tu señor!
El éxito o el fracaso en dar cumplimiento a las órdenes dadas por su señor en un samurái estaban ligados irremisiblemente a su honorabilidad, el fracaso significaba deshonor y por lo tanto su vida como samurái ya no tendría sentido de esta manera asumía el principio y el fin de la vida de un guerrero samurái.
    Yumori, con un gesto de cabeza, hizo que se lo llevaran a un apartado rincón del bosque de bambú y, con un golpe seco de catana, lo decapitaron.
    Ya no había ni un resquicio de duda y todos, comenzando por Yumori, se arrodillaron ante Aikiro, inclinando la cabeza en señal de respeto, el espectáculo era solemne, de gran protocolo ceremonial. Yumori, arrodillado junto a más de cien samuráis, prestaron juramento a su nuevo señor.
    — ¡Señor, mi espada y nuestras vidas están a tu servicio!
    — ¡Hai, Kamakura sama!
    Y todos al unísono pronunciaron estas palabras.
    Ahora, el joven Aikiro se había metido en un gran compromiso. Le estaban tomando por la persona que no era, debía llegar cuanto antes ante el señor Shamura o el señor Ishi y explicarles la confusa situación, Aikiro se había quedado perplejo pero su rostro no lo denotaba, estaba sereno, sabía que si en estos momentos confesaba quién era verdaderamente, él sería el próximo ejecutado.
    Su padre le había advertido que por ningún motivo pusiera en riesgo su vida antes de ver al señor Shamura y entregarle la espada.
    Luego iría a ver al señor Ishi y le entregaría la carta de su padre, por todo ello debía esperar el momento preciso, aunque la situación era como para echarse a llorar y confesar quién era verdaderamente y pedir perdón al samurái jefe Yumori, pero recordó su condición social de vasallo y aquellos samuráis le habían prestado juramento de fidelidad.
    Esto también los ponía en una situación comprometedora ante el señor Shamura, y éste hubiera actuado en contra de ellos y más de uno sería ejecutado por haber prestado juramento de fidelidad feudal al hijo de un herrero.
 Sin saberlo, ya le habían convertido en un pequeño señor feudal, el código de bushido así lo mandaba, y en esto era inflexible.
 Un pequeño señor feudal le había prestado juramento a un plebeyo, Kamakura le había otorgado trescientos cincuenta samuráis de los cuales ya solo le quedaban algo más de doscientos cuarenta, los otros los había perdido en diferentes misiones sirviendo al señor Kamakura.
 Al fallecer éste, todos sus samuráis quedaban libres para prestar juramento de fidelidad a otros señores feudales y Yumori ya lo había hecho con Aikiro, creyendo que éste era en realidad era el hijo del señor Kamakura.
    Ahora los samuráis de Yumori defenderían la integridad física de Aikiro incluso a riesgo de sus vidas.
 Aikiro lo sabía muy bien, había estudiado con su padre el arte de la guerra y el bushido y esta situación ya no tenía marcha atrás, Yumori debía haber comprobado la identidad de Aikiro antes de prestarle juramento de fidelidad feudal.
CAPÍTULO SÉPTIMO
La audiencia del señor Shamura se hace esperar

    Nevaba copiosamente cuando llegaron los samuráis a caballo que Yumori había enviado a palacio para llevar la noticia al señor Shamura.
 Los samuráis trajeron la orden de que al amanecer entrarían al palacio del señor Shamura, éste había partido en busca de los bárbaros que se habían atrevido a atacar al señor Kamakura en su territorio.
 En contrapartida les enviaron a un centenar de sirvientes que les prepararon tiendas de campaña y comida caliente para los samuráis de Yumori.
 El palacio castillo del señor Shamura era una auténtica fortaleza construida por un antepasado del señor Kamakura hacía más de noventa años.
 Pronto se activó el protocolo de campaña militar y los samuráis del señor Shamura trajeron decenas de tiendas de campaña y un ejército de criados con los enseres suficientes para montar las tiendas, e hicieron acopio de grandes cantidades de comida que ordenaron preparar para la tropa.
    La tienda de Aikiro ya solo no estaría custodiada por los hombres de Yumori, ahora lo hacían los samuráis del señor Shamura, cientos de garitas hechas con esterillas de bambú y caña fueron colocadas alrededor de todas las tiendas para albergar a los centinelas, éstas se realizaron con gran rapidez y precisión matemática.
    A primera hora de la noche ya estaban perfectamente instalados todos los hombres de Yumori, y las marmitas humeantes preparaban los alimentos, que ávidamente se consumieron después, por el frío que empezaba a sentirse entre los samuráis, que buscaban abrigo con el avituallamiento de los hombres del señor Shamura.
    En todos los caminos y bosques que llevaban al palacio del señor Shamura se habían apostado miles de samuráis.
 El palacio fortaleza era el más seguro de todo el Japón, por este motivo fue tomado en consideración para albergar al shogun Kamakura, pero aún así sus enemigos se habían atrevido a atacarles en el propio territorio del señor Shamura, el mejor y más fuerte aliado del señor Kamakura.
 A pesar de haber viajado de incógnito, su misión fue malograda, teniendo éxito el magnicidio del shogun Kamakura.
    El joven Aikiro fue alojado en una lujosa tienda de campaña antes de dar el plácet de entrada al castillo del señor Shamura mientras esperaban la orden, Yumori dispuso que su tienda fuera custodiada en círculos por quince grupos de samuráis formados en tres anillos, cada anillo custodio constaba de veinte arqueros y veinticinco samuráis que no dejarían pasar a nadie a excepción del señor Shamura.
Estos eran relevados cada tres horas y descansaban en una tienda contigua a la gran tienda donde descansaba Aikiro, Yumori y seis samuráis de escolta personal.
    Yumori se había tomado la custodia de Aikiro como una cuestión personal, había servido al señor Kamakura y éste le envió a la espera de su llegada al palacio del señor Shamura.
 Yumori juró e hizo jurar a sus casi doscientos cincuenta samuráis fidelidad a aquel joven: estarían dispuestos a defender con sus propias vidas a su nuevo señor incluso de los hombres del señor Shamura.
    Los criados enviados para atender al joven Aikiro le ataviaron con un lujoso quimono de seda azul y le sirvieron de comer sasami, fideos e infinidad de salsas, incluida la menos deseada por Aikiro por ser demasiado picante, una salsa de color verde obtenida de una especie de repollo.
    Yumori observaba cómo Aikiro pasaba de largo sobre el tazón que tenía la salsa de wahabí sin olvidar las buenas y delicadas maneras de protocolo, sabía comportarse en la ceremonia de preparación del té.
 Sus maneras eran de un joven educado con los más exquisitos modales sin renunciar a un cierto aire marcial en su personalidad.
    Terminada la deliciosa ceremonia del té, servida por una geisha, Aikiro recordó que su padre ya le había hablado e instruido en este arte de inigualable esplendor al ser asistido por una geisha.
    Todos los allí presentes llegaron a la conclusión, incluida la geisha, de que aquel joven era el hijo del señor Kamakura.
 Sus modales así lo indicaban, sin embargo, Aikiro tenía inquietud por decir quién era verdaderamente, esperaba que, a la mañana siguiente, pudiera ver al señor Ishi para así decírselo, y ya todo habría acabado.
    A la mañana siguiente prepararon al joven Aikiro para ser presentado en audiencia con el señor Shamura, pero pronto llegó la noticia, la audiencia en el castillo del señor Shamura había sido aplazada, éste había partido en persecución de los asesinos del señor Kamakura.
 El señor Shamura estaba muy comprometido por los acontecimientos acaecidos; se habían atrevido a invadir su territorio las tribus bárbaras, habiendo llevado a cabo con éxito el asesinato del shogun Kamakura y esto no le ponía las cosas muy a favor en el futuro Consejo de Regentes.
 Estaría a merced de intrigas inculpatorias tratándose de ser él precisamente el mayor beneficiario a la hora de elegir un nuevo shogun.
    En estos momentos, el señor Shamura ya había sido informado del encuentro con el joven Aikiro, éste se encontraba a una jornada de su castillo y ese mismo día volvería de nuevo al palacio.
    Aikiro, con esta noticia, empezó a notarse con cierta intranquilidad, su situación cada vez se tornaba más complicada, tenía que entregar la espada al señor Shamura y luego encontrar al señor Ishi y entregarle la recomendación de su padre, su nerviosismo ya lo habían notado Yumori y los samuráis de su escolta. Pensando que esto quizás se debía a tantas y tantas emociones vividas, Yumori se dirigió a él respetuosamente:
    — ¿Qué le inquieta, señor?
    Aikiro estaba aún más desesperado si cabe, sabía que si estos samuráis que le custodiaban se daban cuenta de quién era en realidad, su vida gozaría de muy poca salud.
    Yumori cayó en la cuenta de que había ofendido a su señor, portándose de forma irrespetuosa al preguntarle si le inquietaba algo.
 Aquel joven era su señor, y aunque aparentase corta edad, eso no era óbice para tratarle como a un muchacho. Entonces rectificó, y postrándose de rodillas, dijo:
    —Kamakura sama, ordene qué debemos hacer y le obedeceremos.
    A los otros samuráis les tomó por sorpresa la actitud de su jefe e hicieron lo propio.
    — ¡Hai, Kamakura sama!
    Aikiro se quedó impresionado, aquellos aguerridos samuráis se postraban ante él en actitud de incuestionable obediencia, y se dio cuenta de que aquellos hombres irían a la muerte si él se lo ordenaba, con tal de complacerle. Esto le preocupaba sobremanera cada vez más.
    Aikiro quería salir de aquella engorrosa situación lo más pronto posible y no le importaba si esta vez olvidaba los consejos de su padre.
 Saltándose el protocolo militar de la cadena de mandos, estaba decidido a encontrar al señor Ishi antes que al señor Shamura, para contarle todo lo que había sucedido.
    Por otro lado, sabía de las graves consecuencias que podría traer tratar de contactar primero con el señor Ishi antes que con el señor Shamura, pero la intranquilidad de estar metido en tan complicado asunto le llevó a decidirse.
    —Necesito saber si entre los hombres del señor Shamura hay uno con el nombre de Ishi.
    Yumori se sintió complacido, lleno de generosa felicidad, ésta era la primera orden de su señor y la cumpliría costase lo que costase.
    — ¡Hai, Kamakura sama!
    Yumori señaló a otro samurái que se encontraba en la tienda con el joven Aikiro y, mostrándole un respetuoso saludo a su señor, salieron los dos de la tienda.
    Esto a Yumori le llenaba de infinita complacencia, atender la primera orden de su señor.
 Después de cumplir el protocolo militar y preguntar a un samurái del señor Shamura, quedaron en traerle la confirmación de la existencia o no del tal señor Ishi sama.
    Yumori había preguntado a los samuráis jefes del señor Shamura, pero estos, aunque conocieran la existencia del señor Ishi sama, no contestarían la pregunta sin la autorización adecuada y éste lo sabía, pero también sabía que con unas monedas lo obtendría y volvió a la tienda e informó a su señor Aikiro.
    Ya había caído la tarde y en el campamento empezaban a encender las antorchas y enormes fogatas para calentarse en lo posible con la entrada de las primeras grandes nevadas de invierno los samuráis al mando de Yumori retomaron las ultimas directrices .estratégicas para la guardia y custodia de su nuevo señor el resto de los samuráis del señor Kamakura que iban en la comitiva de custodia habían sido confinados en un pequeño campo de prisioneros y ahora estaban bajo la influencia señorial del señor Shamura hasta su regreso.
    Aikiro estaba cansado y en aquella tienda se podía escuchar el silencio incluso de la respiración de algunos de los samuráis allí presentes; al joven Aikiro, el cúmulo de emociones le habían dejado en estado de relajación máxima, tanto ajetreo necesitaba un descanso para su cerebro.
 Estaba adormilado y tuvo un amago de bostezo, llevándose la mano derecha hacia la boca, trataba de disimular el sueño.
 Esto fue suficiente para que los samuráis dejados por Yumori de custodia salieran de la tienda, para luego entrar cuatro sirvientas que, en poco espacio de tiempo, le habilitaron una esterilla en el suelo, le descalzaron y desvistieron para comenzar a asearle.
    Aikiro no estaba acostumbrado a estos menesteres, pero se dejó llevar por el sentido común del placer, aquello le reportaba infinidad de sensaciones para él todas nuevas, pero especialmente las implicadas con su edad.
 Nunca una mujer había tocado su cuerpo, esto simplemente era una experiencia única y maravillosa.
 Aikiro se quedó extasiado, prometiéndose a sí mismo repetir la experiencia a diario, luego le vistieron y le acicalaron con un quimono de seda color marfil, con las bandas del cuello y las mangas de color azul celeste, que habían encontrado abandonado en el suelo después de haber sido atacada la caravana del señor Kamakura.
 Tenía bordado el emblema del señor Kamakura en la solapa calzándole unas sandalias de color negro, las mujeres destinadas a su servicio terminaron de vestirle y asearle; con reverencial parsimonia, se retiraron sin levantar la vista del suelo, deseándole un buen descanso.
Aikiro al fin pudo saborear la corta intimidad que nos lleva al sosiego contemplando en su mente otros nuevos puntos de vista.
Conocía perfectamente los estrictos códigos feudales del bushido y el destino le había llevado a asumir una identidad que no le pertenecía sin embargo esta vez había llegado demasiado lejos, el samurái Yumori le había jurado fidelidad feudal convirtiéndolo en un pequeño señor feudal.
Ahora sí que estaba decidido a terminar con esta farsa pero de manera que se ajustara más a las órdenes que le había dado su padre tendría que buscar por todos los medios al señor Ishi el seria la clave que lo aclararía todo





















CAPÍTULO OCTAVO
El señor Aikiro Kamakura

    Yumori volvió a entrar en la tienda, saludando respetuosamente a su señor Aikiro este interrumpido en sus meditaciones experimento un leve sobresalto provocando que Yumori le brindara una larga reverencia inclinando todo su cuerpo.
    —Si no necesita nada más, señor…
    — ¿Has averiguado algo sobre el señor Ishi?
    — ¡No, señor, pero pronto tendremos esa información!
    —Está bien, me acostaré a descansar.
    Yumori, con una reverencia, se despidió y, nada más salir de la tienda, se dirigió a Takashi, su segundo al mando, éste era un curtido samurái de unos cuarenta años, no era muy alto pero sí de recio carácter.
 Takashi le saludó con profundo respeto, porque Yumori era su señor más directo. El señor Kamakura se lo había otorgado a Yumori y ahora le debía ciega obediencia.
    —Nuestro señor Aikiro necesita todo el dinero que puedas recaudar de nuestra tropa, los samuráis tendrán esa cantidad multiplicada por diez cuando nuestro señor Aikiro Kamakura tenga la ocasión.
    — ¡Hai, Yumori sama!
    Después de reverenciar con un gran saludo a Yumori se dirigió a un grupo de samuráis que descansaban de su última guardia alrededor de una hoguera, transmitiéndoles la orden de Yumori.
 Éste sabía que poco dinero recaudaría entre sus samuráis, estos acostumbraban a gastarlo en las innumerables casas de té y burdeles que por esa época proliferaban por todo el país.
    Triplicada la guardia para la protección de Aikiro, ahora le custodiarían cincuenta samuráis por turnos de cuatro horas de tres grupos de cincuenta samuráis que tenían la orden de Yumori de no dejar pasar a nadie sin la autorización de su propio señor Aikiro.
 Esta vez estaba también incluido el mismísimo señor Shamura. Esta orden era estricta y la cumplirían aun a riesgo de sus propias vidas.
    Pronto se enteraron los más de mil samuráis que habían quedado con vida del ataque a la caravana del señor Kamakura de la muerte de su señor y de los casi tres mil samuráis de escolta que llevaba el señor Kamakura.
 Los samuráis suicidas de Kaito habían desembarcado por una playa cercana de Osaka, emboscándose más de trescientos arqueros, que en cuestión de segundos hicieron grandes estragos en los samuráis de escolta del señor Kamakura, llegando a cumplir con éxito su misión de asesinar al shogun Kamakura.
    Ahora estos más de mil samuráis, enterándose de la suerte corrida por el hijo de Kamakura, deseaban ponerse a las órdenes de Yumori hasta la llegada del señor Shamura.
 A Yumori la suerte de estos samuráis que permanecían prisioneros no le preocupaba demasiado, después se decidiría sobre la suerte de estos por no haber podido proteger a su señor.
    Aikiro estaba dispuesto a confesar, sólo esperaba que viniese el señor Ishi y le pudiera entregar la carta que su padre le había dado, luego le diría al señor Shamura que él era el hijo del herrero Sato y no aquel por el que también le tomaban, pero sabía que si lo hacía ahora su vida no valdría nada, aunque también por otra parte sabía que el hijo de Kamakura viajaba como plebeyo y no como señor para evitar así que lo descubriesen.
    Yumori, esa tarde, informó a su señor del parte de guerra y los hombres que habían quedado con vida, también le insinuó que hasta que llegara el señor Shamura les dejaría con vida, para que éste decidiera su suerte, siendo la más probable la de ser decapitados por no haber defendido la vida de su señor.
    Aikiro miraba fijamente a Yumori, él no quería ver más muertes innecesarias y había llegado la hora de tener que tomar alguna decisión por delicada que ésta pareciese. Si no lo hacía, empezarían a dudar de él y quizás sería el próximo ejecutado.
    —No sé si entiendo bien lo que me acabas de informar me dices que hay que esperar a que llegue el señor Shamura para que decida sobre la vida de unos hombres que pertenecen al señor Kamakura.
    — ¡Sí, señor! Los samuráis están bajo la influencia del señor Shamura al entrar en su territorio, según lo acordado por el señor Kamakura en el último Consejo de Regentes.
    Aikiro conocía bien el protocolo militar del señor Kamakura, este había sido formado en las lecciones que le daba su padre, el herrero.
 Según le había contado su padre, él había servido a la casa Kamakura durante treinta años, primero a su padre, el señor Nayiro Kamakura, y luego a su hijo, el ya asesinado shogun Kamakura.
    — ¡No, Yumori! Lo pactado en el último Consejo de Regentes se refiere a la influencia militar y no a la influencia de señorío, solo la casta Kamakura puede decidir por la vida o muerte de sus vasallos, el protocolo de influencia militar establece que si un señor feudal entra en el territorio de otro señor feudal aliado, si le necesitara para solventar una acción militar, podría contar con los servicios de estos.
    Yumori se quedó estupefacto, para él ya no quedaba ninguna duda, aquel joven al cual le había prestado juramento era sin lugar a dudas su señor Aikiro Kamakura, y continuó Aikiro:
    —Si para ti sigo siendo tu señor, mi decisión es respetar la vida de esos samuráis.
    Yumori, el valiente samurái, quedó turbado por las últimas palabras de su señor, la primera norma del código de un samurái es la fidelidad a su señor y él la había puesto en duda.
 Humillando la cabeza hasta tocar el suelo dijo:
    —Perdóneme, mi señor, no he querido poner en duda su autoridad, juro por mi honor que nunca más volverá a suceder y si me lo permite saldré inmediatamente a cumplir sus órdenes.
    — ¡Ve y hazlas cumplir!
    —Hai, Aikiro sama.
    Yumori abandonó la tienda dispuesto a cumplir las órdenes de su señor Aikiro, ya había cometido una falta grave para con su señor, había dudado de su autoridad y si Aikiro no le hubiera reintegrado a sus funciones de samurái jefe, ésta sería una nota discordante en su código de honor, pudiendo llegar hasta hacerse el haraquiri.
    Nada más salir de la tienda se tropezó con Takashi, éste saludó respetuosamente, como corresponde, a su señor.
    —Yumori sama, aquí está el dinero que mandó a requisar en la tropa.
    Takashi mostró la bolsa poco llena, como era de esperar, pero lo suficiente como para pagar el soborno que él necesitaba para llevar la información a su señor Aikiro.
 Yumori le correspondió con una leve inclinación de cabeza de respetuoso protocolo.
    Ya había cesado de nevar y Yumori, acompañado de Takashi y diez samuráis de escolta, partieron con dirección a los barracones a modo de campo de confinamiento en donde se encontraban los samuráis de escolta de la caravana del señor Kamakura.
 Estos estaban custodiados por hombres del señor Shamura que le habían desarmado a la espera de ser juzgados por el grave delito cometido de no proteger la vida de su señor.
    Al llegar, Yumori se dirigió al jefe de estos samuráis del señor Shamura.
 Nada más llegar, se saludaron como corresponde a dos grandes señores.
    —Vengo a cumplir las órdenes de mi señor Aikiro Kamakura.
    El otro samurái, sin inmutarse, y con voz arrogante le contesto.
    — ¿Cuáles son las órdenes de tu señor?
    Yumori respondió con voz firme y enérgica.
    —Vengo a liberar a estos hombres como es la voluntad de mi señor.
    Y como si de impulsados por un resorte se tratara, los samuráis del señor Shamura se llevaron las manos a sus catanas esperando la orden de su señor y jefe.
    —Estos samuráis están bajo la influencia del señor Shamura y sólo él puede darnos órdenes.
    —Al decir esto, también los samuráis de Yumori habían echado mano a sus catanas, entonces Yumori repitió todo lo que había dicho su señor Aikiro sobre la influencia militar y la señorial.
 El jefe de los samuráis del señor Shamura se quedó sin habla por unos instantes, la tensión era latente.
 Si el jefe de los samuráis de Shamura se negaba a acatar las órdenes que traía Yumori de su señor Aikiro, estos tendrían que luchar y Yumori estaba en franca desventaja de diez a uno.
 El samurái jefe de Shamura sonrió, y con tono irónico, le dijo a Yumori:
    — ¿Y quién es tu señor?
    Ya se disponía Yumori a responder, visiblemente alterado, cuando una voz que provenía de sus espaldas dijo:
    — ¡Yo soy su señor!
    Ante ellos estaba Aikiro, vestido con el quimono de seda color marfil, en su solapa lucía un emblema de la casa Kamakura y en la faja de su quimono las dos espléndidas catanas samuráis.
 En el mango con guarnición de oro se podía ver perfectamente la flor de cerezo, la divisa de la casa Kamakura.
 Yumori y sus hombres se arrodillaron en sumiso respeto e inmediatamente se pusieron de pie.
    El samurái jefe de Shamura se quedó absorto mirando aquellas espléndidas catanas.
 Yumori, que observaba que éste no mostraba ningún respeto a su señor, desenvainó su catana y se la puso en el cuello.
    —Muestra más respeto a mi señor, él es Aikiro Kamakura, el señor de tu señor.
    La situación se había puesto muy tensa, los otros samuráis de Shamura, que llegaban al centenar, desenvainaron sus catanas a la espera del desenlace.
 El samurái jefe de los hombres de Shamura se notaba nervioso, no era para menos, el filo de la catana de Yumori casi le cortaba el cuello.
 Miró fijamente a Aikiro y, apartando la catana de Yumori lentamente de su cuello e inclinando su cabeza respetuosamente:
    —Saludos, Kamakura sama, ¡puedes liberar a tus hombres!
    Sukato, que así se llamaba el jefe de los samuráis de Shamura, no había accedido a saludar a Aikiro por temor a su vida.
 Esto para un samurái no tenía valor si no se defendían los intereses de su señor, había accedido gracias al convencimiento de que Aikiro era hijo de Kamakura y Sukato sabía que ofender la autoridad del shogun Kamakura implicaba serias consecuencias con su señor Shamura.
 La autoridad de Kamakura era incuestionable, los demás samuráis del señor Sukato también reverenciaron a Aikiro.
    Yumori envainó su catana y, obedeciendo a las normas del samurái que obligan el mutuo respeto, saludó a Sukato respetuosamente.
    Para Sukato esto no era un agravio, un samurái debía defender a su señor aun a riesgo de su propia vida, por eso le extrañaba sobremanera que el señor Aikiro quisiera liberar de los cargos de incumplimiento del deber a los samuráis que no habían podido defender la vida de su padre, el señor Kamakura.
    Quizás esto obedeciera a alguna estrategia militar, quedarse sin la protección mínima requerida para acudir al gran Consejo de Regentes sería descabellado, pero de lo que tanto Sukato como Yumori estaban seguros era de que si del shogun Kamakura dependía la vida de estos samuráis que habían traicionado la confianza de su señor, la misma no tendría razón de ser y estos serían ejecutados.
    Aikiro ahora se sentía más comprometido con la situación, estaba usurpando la personalidad del hijo del señor Kamakura y esto sí que le traería graves consecuencias, pero su conciencia le dictaba salir en defensa de los samuráis que le habían prestado juramento de fidelidad y estar dispuesto a morir en aquel incidente tan desfavorable.
 En cuanto a número se refiere, los hombres de Sukato superaban a los de Yumori en diez a uno y aquí si estarían en clara desventaja si la confrontación no hubiera llegado a un feliz destino.
    Al fin Aikiro llegaba custodiado por Yumori y otros treinta samuráis de la escolta personal de éste, su rostro denotaba mucha seriedad para la edad que representaba.
 Estaba ante ellos en una especie de campo de confinamiento creado para prisioneros de guerra, que tenía una extensión de unos ochocientos pasos de largo por unos doscientos cincuenta de ancho, cercado por miles de cañas verdes de bambú, allí también  había seis barracones para albergar a los samuráis prisioneros dispuestos de manera que coincidieran con las veinte garitas del doble de altura del vallado de afiladas cañas de bambú.
 En cada garita estaban dispuestos dos arqueros que no vacilarían en disparar sus flechas si estos trataban de escapar.
 Además, dentro y fuera del campo había una guardia permanente de unos doscientos samuráis, ahora con toda seguridad estos quedarían liberados de sus respectivos cargos pudiéndose dedicar a otros menesteres.
    El séquito compuesto por Aikiro entró en el campo de confinamiento acompañado por Yumori y otros treinta samuráis de escolta.
 La puerta de entrada fue abierta por los hombres de Sukato a una orden suya.
 Los más de cuarenta samuráis que se encontraban custodiando la puerta se inclinaron respetuosamente a su paso, demostrándole sus respetos al señor Aikiro que sereno recibía protocolares muestras de respeto a su paso.
 Pronto Yumori y Takashi empezaron a dar órdenes de formar a los samuráis que allí estaban confinados.
 Estos empezaron a salir de los barracones y a abandonar el calor de las fogatas hechas para mitigar el frío, los samuráis en otrora valientes y orgullosos se presentaban famélicos y bajos de moral, la mala alimentación y el frío habían hecho en solo tres días más estragos que las flechas de los de trescientos arqueros enviados por Kaito para consumar el magnicidio del señor Kamakura.
    Aikiro se detuvo a pocos pasos de Yumori y Takashi, estos le otorgaron a su señor Aikiro una solemne reverencia.
 Yumori, viendo que todos se encontraban en formación, comenzó la arenga.
    —Vosotros erais los valientes guerreros que defendían la vida de mi señor Kamakura y no tuvisteis éxito, sin embargo su heredero, mi señor Aikiro, os ha vuelto a tomar a su servicio perdonándoos la vida, esta vez no habrá fracaso para con vuestro señor, el honor de servir al señor es lo primero. Vuestras vidas le pertenecen, la vida de un samurái sin honor no tiene sentido si no es honrando a su señor.
    —Hai, Aikiro sama.
    A partir de ese momento solo se escuchaba el clamor de apoyo a su nuevo señor Aikiro, Yumori se regodeaba con paso altanero y ceremonioso, los samuráis confinados aclamaban a su nuevo señor y a su capitán Yumori sama.
 Ese mismo día Sukato dio la orden de devolver las armas a los samuráis confinados y pronto se activó el protocolo de avituallamiento.
 Éste ya le había enviado un correo al señor Shamura contándole el incidente con Aikiro y éste había consentido en darle un trato de preferencia al señor Aikiro hasta su vuelta, cuando se aclarara todo lo acontecido.
 Los hombres de Shamura, con éste a la cabeza, estaban dando una batida por los confines de sus tierras para tratar de descubrir algún foco de sedición.
 A cada paso que el señor Shamura daba por sus tierras iba descubriendo el urdido plan por el señor Kaito para atacar la caravana del señor Kamakura una de las aldeas había sido tomada por estos samuráis del señor Kaito aniquilando a todos miembros sirviéndole esta como base logística para completar  sus  planes con éxito.
 De los más de cincuenta campesinos de la aldea solo habían dejado con vida a los pequeños el resto fue utilizado para cavar los zulos donde los arqueros se apostaron para atacar con eficacia la caravana del señor Kamakura, aun quedaron abandonadas en los zulos más de dos millares de flechas que con toda seguridad servirían como almacén logístico en caso de una posible retirada.









CAPÍTULO NOVENO
Los espías del señor Kaito
    Los atacantes habían desembarcado en la costa de Osaka y con técnicas de combate ninja fabricaron unos pequeños zulos en la tierra, a todo lo largo del camino por donde debía pasar el shogun Kamakura, camuflándose convenientemente con esterillas de caña de bambú y ramas secas, quedando invisibles a las miradas de los samuráis que allí custodiaban.
    Shamura tenía la certeza de que algunos de estos habían escapado, al no coincidir los zulos con los cadáveres de los atacantes.
 El señor Shamura sabía que el poderoso señor Kaito tuvo que tener apoyo de algún señor feudal de los alrededores de sus dominios, sino la misión hubiese sido imposible, las tierras del señor Shamura estaban consideradas por el mismo shogun Kamakura como las más seguras, de hecho, la ciudad de Yamada fue elegida por él para el gran Consejo de Regentes.
    El señor Shamura envió una orden directa al jefe de la aldea de pescadores, el señor Taiko; éste, obedeciendo las órdenes de su señor, ordenó que le fueran entregadas grandes cantidades de pescado salado y fresco que en esta época se conservaba bastante bien, así le fueron entregadas ingentes cantidades de arroz y hortalizas como nabos y boniatos.
    De esta manera los samuráis confinados pudieron saciar su hambre que ya empezaba a ser casi insoportable, llevaban tres días sin alimentos y esto venía a poner remedio a las largas horas de invierno y, aunque estos samuráis estaban acostumbrados a estas penurias, la tediosa carga del invierno las hacía sencillamente insoportables.
    Taiko era la autoridad administrativa de la aldea y por él pasaban todas las gestiones relacionadas con la producción y abastecimiento de los samuráis del señor Shamura, decenas de campesinos y pescadores a partir de ese día llevarían los aprovisionamientos a los hombres del señor Aikiro; a Yumori le hicieron entrega de todo lo recuperado del ataque a la caravana, estos enseres les eran vitales, sus hombres pasaban frío y la recuperación de los tejidos pertinentes al invierno les eran indispensables para sobrevivirlo.
    Mientras esto ocurría a cientos de jornadas de Yamada, un hombre era interrogado y torturado por los hombres del señor Kaito, el más poderoso de los enemigos de Kamakura.
 Un daimyo de rancio linaje con más de trescientos cincuenta mil samuráis que estarían a sus órdenes llegados el momento.
 De estos, la casi totalidad, doscientos ochenta mil, pertenecían a dieciocho señores feudales que habían tomado partido por el temido señor Kaito, revelándose contra el poder del shogun Kamakura, quien para mantener su liderazgo no vacilaría en reprimir con toda crudeza a aquellos que le pudiesen causar algún problema.
    El señor Kaito tenía unos treinta y cinco años y había luchado por el liderazgo del shogunato Kamakura, desoyendo la opinión de la mayoría de los señores feudales.
 El señor Kamakura era un líder nato enérgico con sus enemigos pero a su vez generoso con todos los señores que le servían, valorando ante todo la fidelidad, tratando por igual a los señores daimyo o no, repartiendo con ellos las riquezas sin tener en cuenta su propio beneficio y llevando grandes periodos de paz y riquezas al país en su shogunato.
    Kaito no perdonaba que se le reconociera a Kamakura en exclusiva la expulsión de las tribus bárbaras de china, pero sobre todo lo que más molestaba a Kaito era el trato de igualdad que daba entre señores daimyo y los que no lo eran, valorando solo la fidelidad antes que el rancio abolengo, éste sin lugar a dudas estaría detrás del ataque y asesinato del señor Kamakura.
    El samurái en cuestión al que estaban torturando era uno de los hombres mandados por Imo Sato, para enviar el mensaje al herrero.
 Nada más haber salido de la choza del herrero éste fue capturado por los espías del señor Kaito y enviado por mar hasta Yeso desde Yamada.
 Ahora le tenían semidesnudo, atado de pies y manos, tendido sobre una mesa preparada para este tipo de torturas; la sentina del barco donde se encontraban estaba perfectamente iluminada por varias antorchas. Los dos samuráis que le torturaban habían infringido cientos de finos cortes en la piel con láminas de bambú buscando las partes más sensiblemente nerviosas de la piel.
 Los finos y poco profundos cortes en la piel producían un terrible dolor a quien se los infringían, que después de varias horas eran refrescados con agua de mar y vinagre de arroz, provocando aún más dolor y a la vez eliminando la posibilidad de provocar una infección.
    Al cabo de una hora, eran refrescadas las heridas con agua dulce y aceite para aliviar en lo posible el escozor y así después de otras cuatro horas volvían a repetir el proceso, llevando aun si se quiere más dolor.
 Ya llevaban dos días torturándole y no habían podido obtener ninguna información la firme voluntad de aquel samurái decidido a no hablar les estaba poniendo las cosas difíciles a sus torturadores que veían con cierto temor que la vida de aquel hombre se les escapara provocando un problema aun mayor con su señor Kaito este gran señor feudal de recio carácter no sentía ninguna indulgencia ante los que le servían si estos eran acompañados por el fracaso de sus ordenes.
    — ¡Vamos, habla!, ¿quién te envía? ¿Cuáles eran tus órdenes?
    Esta situación era angustiosa incluso hasta para quienes le interrogaban, el samurái en cuestión estaba soportando un inmenso dolor que de seguro su corazón no aguantaría por más tiempo los tres hombres que habían en la sentina sudaban copiosamente haciéndose más difícil si se quiere el interrogatorio.
 Esta vez los torturadores refrescaron varias veces las heridas con agua dulce hasta eliminar cualquier vestigio de sal de su cuerpo, untándole una copiosa capa de aceite, le bajaron del andamio al que estaba sujeto y le acostaron convenientemente en el suelo.
 Las órdenes de Kaito eran claras: el prisionero tendría que hablar, pasarse con él y matarlo sin haberle sacado la información deseada significaría también la muerte de los torturadores.
 A Kaito no le interesaba el rango de los samuráis que torturaban al prisionero, a él sólo le interesaba su información.
 Uno de los samuráis, viendo el delicado estado del samurái al que estaban interrogando, comentó:
    —Debemos esperar al menos tres días antes de comenzar de nuevo a torturarle.
    Los samuráis que torturaban al prisionero estaban sorprendidos con la entereza de aquel hombre, otros no hubieran soportado tanto tiempo en la consecución de este tipo de tortura. Hubieran hablado o muerto, el corazón no toleraría tanto dolor continuadamente, pero aquel samurái llevaba tres días en aquella situación.
 Ahora había quedado inconsciente y los samuráis de Kaito cumplían sus órdenes.
 El prisionero no debería morir sin antes haber hablado.
    En el puerto Yokosuka le esperaba el señor Kaito para reconducir la conspiración y tomar nuevas decisiones.
 Al señor Kaito ya le había llegado la noticia del encuentro con Aikiro, esto le parecía un trabajo incompleto y su a estado anímico no le acompañaba la estabilidad emocional que proporciona el éxito.
 El éxito de la muerte del señor Kamakura era ensombrecido al haber escapado de la muerte su hijo y heredero del shogunato.
    Todavía quedaban veinte días para corregir el error. Los samuráis que interrogaban al prisionero decidieron tomarse un descanso y subir a cubierta, llevaban muchos días en el mar y la falta de fruta fresca estaba haciendo estragos en la tripulación los mareos y los vómitos llevaban la debilidad aquellos aguerridos samuráis que deambulaban por el barco como espectros heridos en su dignidad.
 Al día siguiente llegarían a Yokosuka (Hondo) y quizás para entonces, si el prisionero se recuperara, podrían interrogarle de nuevo.
    Mientras, en la tienda, Aikiro tomaba el té servido por dos sirvientas de unos dieciocho años, quedaba de nuevo en éxtasis por la belleza de las jóvenes y el delicado perfume que las rodeaba, quizá fuera la primera vez en la que el joven Aikiro se sentía atraído sexualmente por una mujer.
 Yumori, que le observaba, se dio cuenta de que aquellas jóvenes ya recababan la atención de su señor sugiriéndole a su señor un futuro encuentro de iniciación en estas lides del amor, a los que el joven Aikiro contesto en silencio con el fuerte rubor de sus mejillas.
 Así trascurría la noche y en la mente de Aikiro hubo un nuevo y más placentero motivo de sus meditaciones empezaba a soñar con su primer encuentro amoroso pero su inexperiencia le llevaba a pensar en hermosas maneras de delicados contactos sensoriales donde nada tenían que ver los extasiados placeres del libido.
A la mañana siguiente cuando Yumori despertó,  fue requerida la presencia de Takashi en su tienda.
    Enseguida éste informó a Yumori de la llegada de los samuráis del señor Shamura, que le traían un mensaje.
 Yumori saludó con una leve inclinación de cabeza y comunicó a su señor Aikiro la audiencia solicitada por los hombres de Shamura, éste asintió con la cabeza y las dos sirvientas que le atendían se aprestaron a marcharse no sin antes mostrar un respetuoso saludo.
    Los samuráis de escolta de Aikiro tomaron las respectivas posiciones de custodia de su señor.
 Yumori se encontraba de pie, éste y todos los samuráis de escolta tenían una de sus manos sobre la empuñadura de sus catanas en perfecto estado de alerta, así entraron a la tienda donde Aikiro se encontraba, inclinándose en actitud de sumo respeto.
    —Saludos, Aikiro sama, el señor Shamura le espera dentro de tres días en su castillo después del amanecer, el señor Shamura desea saber cuántos samuráis le acompañarán.
    Aikiro guardó silencio por unos instantes.
    — ¡Dile al señor Shamura que me acompañarán la totalidad de mis samuráis!
    — ¡Hai, Aikiro sama!
    Y diciendo esto los samuráis le otorgaron una profunda reverencia y se marcharon.
    Por fin había llegado la hora de ver al señor Shamura, éste le recibiría en el castillo dentro de tres días y podría contarle todo lo sucedido y podría entregar la misiva de su padre el señor Ishi.
 Aikiro estaba cumpliendo con las órdenes de su padre, no arriesgaría su vida hasta haber hablado con Shamura y el señor Ishi.
    Yumori salió de la tienda y ordenó a Takashi que tuviera dispuestos a todos los hombres dentro de tres días para el amanecer, a Yumori le acompañarían los más de doscientos cuarenta samuráis de escolta del señor Aikiro y los otros más de mil se quedarían en los alrededores del castillo por si sucedieran acontecimientos que requirieran de esas fuerzas.
    Para Yumori y Takashi la seguridad de Aikiro, el hijo de Kamakura, era lo primero, y defenderían con sus vidas la seguridad de su señor, esta idea no le agradaba mucho al señor Shamura, tener en el interior de su castillo a doscientos cuarenta samuráis, y por ello al día siguiente a Yumori le fue requerida su presencia en el castillo para coordinar la seguridad del señor Aikiro.
    El señor Shamura le recibió con todos los honores que corresponde a un gran señor, al fin y al cabo era el sirviente de confianza del posible futuro shogun, aunque de momento no se le había otorgado este derecho, en el futuro podría ser el hatamoto del nuevo shogun.
 Esto significaría ser el tercer hombre más influyente del país después del emperador y el shogun, y el señor Shamura trataba la diplomacia del futuro sentando bases de amistad, esto a Yumori le complacía, se sentía orgulloso de servir a tan importante señor.
    En el salón protocolar del castillo, los samuráis de escolta del señor Shamura presentaron sus respetos a Yumori y Takashi y le acompañaron por el largo pasillo alfombrado hasta la presencia del señor Shamura. Yumori y Takashi le saludaron con una prolongada reverencia.
    —Saludos, Shamura sama.
    Éste correspondió con un asentimiento de cabeza.
    —Saludos, Yumori sama, te he mandado llamar para comunicarte que en mi castillo no son necesarios tantos samuráis para escoltar al señor Aikiro.
    —Lo siento, señor, pero todos mis hombres escoltarán a mi señor Aikiro, hemos sufrido muchos intentos de asesinato y no estamos dispuestos a ceder.
    Shamura veía cómo Yumori iba subiendo el tono de voz llegando a rozar la insolencia.
    —Te recuerdo, Yumori sama, que en mi castillo y en mis tierras manda mi autoridad y no voy a permitir que se dude de ella.
    Yumori volvió a la carga dialéctica, estaba notando el nerviosismo del señor Shamura, pronto sus hombres se llevaron las manos a sus catanas.
 En breves segundos el ambiente había pasado de la cordialidad a la crispación.
 Yumori sabía que si volvía a fallarle a su señor esta vez su vida ya no tendría sentido y le replicó…
    — ¡Y yo le recuerdo al señor Shamura que mi señor Aikiro es el hijo del shogun Kamakura, heredero del shogunato y futuro señor de Shamura sama!
    Esto cogió por sorpresa a Shamura, que sabía que una negativa implicaría graves consecuencias en su futuro político ante el Consejo de Regentes que de seguro elegiría de nuevo al heredero del shogun Kamakura como el futuro señor de señores, el shogun.
 Y levantando su mano levemente puso la cordura en sus hombres, que abandonaron su actitud defensiva.
    —De acuerdo, pero la seguridad del castillo será a cargo de mis hombres, el resto de los mil samuráis acamparán fuera.
    Shamura ya tenía preparado el acto final de esta audiencia, con gesto de su mano izquierda solicitó la entrega de unos documentos que brindó a Yumori.
    —Aquí tienes la autorización para que os den los víveres y vituallas que los hombres del señor Aikiro necesitan. Que lo considere como un anticipo a los impuestos de este año.
    Y sin más, dio por terminada la audiencia.
    Mientras, en Yokosuka, el prisionero del señor Kaito había caído enfermo posiblemente a causa de los múltiples cortes en su piel ocasionados por sus torturadores, lo cual era muy preocupante.
 Estaban a punto de recibir la visita del señor Kaito y todavía no habían obtenido ninguna información, esto les hizo arriesgarlo todo con tal de obtenerla.
 A uno de los samuráis que le interrogaba se le ocurrió emborracharle para que de esta forma, en su delirio, se le aflojara la lengua, pudiendo obtener la deseada información.
 Se le dio la orden a uno de los samuráis que custodiaba al prisionero en la puerta de aquel habitáculo.
 La botella de sake fue traída en el acto, sentando al prisionero en aquel andamio donde le torturaban, y le fueron dando sorbo a sorbo el licor convenientemente mezclado con agua.
 El prisionero, debido a la intensa sed producida por la fiebre, tragó sorbo a sorbo con avidez el agua mezclada con sake.
 Pronto obtuvieron los resultados esperados del prisionero, éste empezó a balbucear incongruencias que se convirtieron en las palabras deseadas.
    — ¡Vamos! ¿Quién es Ishi sama? ¿Quién te envío a ver a Sato sama?
    Esta vez tenían arropado y tumbado al prisionero para evitar las continuas tiritonas producidas por la fiebre.
    —Dinos qué mensaje envió Kamakura al señor Sato.
    Así repetían la misma pregunta una y otra vez, su frente sudaba copiosamente y su cara era un rictus de angustia, su voz cada vez más entrecortada musitaba cientos de incongruencias que no era tomada en cuenta por sus interrogadores hasta que al fin sus palabras tomaron algún sentido.
    —Coge al plebeyo y llévalo ante el señor Shamura.
    Al fin ya sabían todo lo que querían saber sobre los planes de Kamakura  ya ellos tenían conocimientos de la llegada de Aikiro a las seguras tierras del señor Shamura y que Kamakura había logrado pasar a su hijo con ropas de campesino y esta podía ser la clave que lo corroboraba <<¿Por qué si no Kamakura se iba a interesar tanto por un sencillo campesino?>> estos espías de Kaito estaban seguros de estas evidencias, habituados a luchar con un estratega como Kamakura a cuyos enrevesados planes les tenía acostumbrados.
 El samurái que estaba interrogándole salió inmediatamente a informar al señor Kaito de lo acontecido.
    El señor Kaito  esperaba pacientemente en una habitación contigua al salón de protocolo, había recibido la noticia con satisfacción, esperaba recibir a Toshiro, hijo de su aliado Nogushi, señor de Okinawa y hermano del señor Shamura.
 Un samurái entró en la habitación y le anunció la llegada de Toshiro, que le estaba esperando en el salón protocolar.
 Sin más se puso de pie y entró en el salón de protocolo, abriendo él mismo las puertas panelables de acceso, e inmediatamente los cuatro samuráis que aguardaban en el salón le saludaron respetuosamente.
    —Saludos, Kaito sama. Aquí estoy, como habéis requerido.
    Kaito era un hombre de unos treinta y cinco años, no muy alto, pero enérgico y sobre todo ambicioso, desde hacía mucho tiempo trataba de detentar el poder del señor Kamakura y buscaba aliados incluso a la espalda de su más fuerte aliado, como era este caso.
 Toshiro era el más joven de los samuráis que estaban en aquel salón, apenas había cumplido los veinte y su padre, el también poderoso señor feudal Nogushi, no quería verlo implicado en esta conspiración y así se lo había hecho saber a Kaito, pero éste ambicionaba el poder del shogunato y no se detenía a mirar de qué forma lo obtendría.
    —Toshiro sama, te he mandado llamar para informarte de que Kamakura se las ha ingeniado para pasar al heredero, lo hizo a través de ropas de campesino, el joven señor que asesinamos era en realidad un cebo y en estos momentos reciben a éste en el palacio de Shamura.
    Con un gesto, Kaito hizo que uno de los samuráis que en el salón se encontraba tomara una fina esterilla que había a modo de bulto o paquete, Kaito se prestó a desenvolver dicha esterilla, en cuyo interior se encontraban dos catanas idénticas, con guarnición de oro y el sello de la casa Kamakura.
    —Estas espadas han sido confiscadas a dos jóvenes, uno murió en la emboscada, y hasta ahora creíamos que él era hijo de Kamakura. Al otro joven lo tenemos en nuestro poder, se dirigía por diferente camino al palacio del señor Shamura a presentarse ante éste, estaba vestido de campesino y llevaba un mensaje para el señor Ishi de Kamakura.
    Kaito tomó un respiro para tomar una taza de té que ya le habían servido con anterioridad y continuó y tratando re ordenar sus pensamientos:
    —El mensaje en cuestión decía: «Marcha con el plebeyo ante el señor Shamura».
    Kaito hizo una pequeña pausa de nuevo esperando leer en los ojos del joven samurái Toshiro que efecto habían logrado sus palabras en el.
    —El mismo mensaje que llevó el prisionero al señor Sato. Ninguno de mis espías conoce al señor Sato y solo faltan veintidós días para el Consejo de Regentes, hay que hacerles saber a los miembros del consejo que hay dudas razonables para que aquel joven que está en el castillo del señor Shamura no sea reconocido como el auténtico heredero.
 Debéis averiguar quién es Sato sama, debemos hacerle prisionero este hombre puede tener la clave de la conspiración.
    El señor Kaito ya sabía que el heredero de Kamakura había sido recibido en el castillo de señor Shamura y en estos momentos tenía dos interrogantes.
 Kamakura había enviado a tres o más señuelos para poder pasar al verdadero heredero y el señor Sato podía tener la clave de este interrogante asunto, que habria que investigar sobre el paradero del señor Sato, éste intrigante personaje para los valiosos espías de Kaito era desconocido, ninguno de los espías que hasta ahora se le había preguntado sabía nada sobre este misterioso señor feudal.
    Los samuráis del señor Kaito continuaron escuchando con atención a su señor, que nada más terminar, con un gesto imperativo, dio por concluida la audiencia, entregando siete mensajes para algunos de los señores feudales invitados al Consejo de Regentes.
    —Hai, Kaito sama.
    Estos saludaron respetuosamente y se marcharon a cumplir con lo ordenado.
    Esta nueva estrategia del señor Kaito estaba encaminada a lograr la insidia entre los señores feudales, existiendo la duda razonable de que Kamakura y su hijo fueron asesinados en el ataque a la comitiva del shogun Kamakura.
     Sin duda aquella situación podría tornar las cosas favorables para el señor Kaito, y que así los señores feudales llamados al consejo tomaran una nueva elección del shogunato del señorío de los territorios controlados por Kamakura.
 De esta manera solo él estaría en lo alto de la cadena de mando de los señores feudales más poderosos e influyentes y sería más que probable sucesor de Kamakura, no importaba como lo hubiese hecho, asesinando a Kamakura y su hijo, y aunque todavía no se lo habían demostrado con evidencias la erradicación de la casta Kamakura, en este caso el fin justificaba los medios, aun así de momento con todas las basas jugadas de su lado seguirían las cosas a favor de los planes del señor Kamakura que había calculado todas las jugadas de esta partida como si se tratase de una partida de ajedrez.

    Mientras, en el castillo del señor Shamura todos se preparaban para recibir al joven Aikiro, al que creían hijo del señor Kamakura.
 Le habían ataviado esta vez con un suntuoso quimono de seda con estampados grises muy difuminados en el diseño de las mangas y el cuello, eran estos de un gris más oscuro si cabe al de los estampados de muy pequeños lunares casi como puntos que lucía en el emblema, de la flor de cerezo en el cuello y mangas y a la espalda del  quimono.
    Al señor Aikiro lo acompañaría Yumori con una escolta de veinticinco samuráis y otros diez arqueros que serían los encargados de custodiarle a todas partes que fuesen así se habían acordado con el señor Shamura en la anterior visita de Yumori al palacio estas estrictas medidas.
    Al señor Shamura no le gustaba mucho que éste estuviera tan bien protegido dentro de su propia fortaleza por cuestiones estratégicas naturalmente, pero Yumori no había cedido ni un ápice, su señor había sido atacado en dos ocasiones y necesitaba estar protegido, el resto de los samuráis, más de doscientos, tendrían que acampar fuera del castillo con los otros casi mil doscientos samuráis que habían sido vueltos a tomar a su servicio.
    La comitiva del señor Aikiro, perfectamente formada, aguardaba ante la puerta principal esperando el plácet de los samuráis del señor Shamura estos asumian un riguroso silencio protocolar que era solo roto por el viento al quebrar alguna que otra rama de un árbol o el estridente graznar de algún cuervo en aquella fría mañana.
    Pronto se abrieron las puertas como le fue comunicado al señor Aikiro poco después del amanecer, los samuráis del señor Aikiro llevaban las divisas en sus pendones en caracteres ideográficos del señor Kamakura.
 Estos avanzaron unos pasos hasta llegar frente a frente al señor Shamura, acompañado de su numerosa escolta, que también portaban pendones con los caracteres ideográficos de su señor.
Yumori había autorizado el estreno de sus vestimentas a los samuráis de escolta dando al sequito la debida apariencia de notoria opulencia a la casta y al linaje de su señor Aikiro Kamakura.
    Aikiro, acompañado de Yumori marchaba a la cabeza del sequito, al llegar frente al señor Shamura le saludó respetuosamente, como manda el protocolo al saludar a un gran señor feudal, Shamura hizo lo propio con Aikiro que, a pesar de no haber sido nombrado shogun por el gran Consejo de Regentes, era el hijo de un gran señor y merecía lo mismo.
    Shamura marchó al lado del señor Aikiro, dando paso a la entrada del castillo, la fortaleza del señor Shamura había sido construida por los antepasados del señor Kamakura y ésta era prácticamente inexpugnable.
 Estaban atravesando el foso del castillo y pronto aparecieron una infinidad de almenas que guardaban cientos de arqueros dispuesto a actuar en caso necesario.
    Cuando al poco tiempo de andar por este laberinto de recovecos bien custodiados llegaron a la plaza de armas una gran explanada fuera del castillo provista de una fina grava muy ruidosa al contacto de las sandalias con el fin estratégico que sirviera de celoso guardián nocturno alertando a la tropa en caso de un ataque por sorpresa , en ella estaban más de mil samuráis de señor Shamura perfectamente ataviados con sus uniformes impecablemente limpios, estos samuráis soportaban el frío reinante de esa mañana y los tenues rayos del sol venían a poner alivio a los hombres con el tibio calor que estos desprendían.
    Los pendones ideográficos de los samuráis del señor Shamura también mostraban las alegorías de servidumbre al señor Kamakura.
 A Yumori se le veía satisfecho de servir a tan grande señor, Aikiro ya había cumplido parte de la misión de su padre, ahora solo le faltaba encontrar al maestro Ishi y todo habría acabado, a pesar de todo, Aikiro no sabía cómo saldría de aquella situación, se lo preguntaba una y otra vez, así como también las consecuencias que esto les acarrearía a todos.
 A Yumori por jurarle fidelidad feudal convirtiéndolo sin saberlo en un pequeño señor feudal dispuesto como ronin a prestar servicios a cualquier señor feudal que pudiera pagarlo como mercenario.
 Su padre sería ejecutado, pero Aikiro conocía muy bien el protocolo militar y Yumori, al haberle jurado fidelidad con más de mil trescientos samuráis, le había hecho de momento un pequeño señor feudal y esto le daba a él cierta inmunidad ante la ira del señor Shamura.
 De lo que no estaba tan seguro era de la suerte que correría su padre, pero Aikiro esperaba que esto lo resolviera el señor Ishi, al fin y al cabo los dos habían servido a los señores de Kamakura, primero a su padre y después a su hijo, en las campañas militares contra los bárbaros invasores.
    El joven Aikiro recordaba, cuando vivía en el palacio imperial, cómo desfilaban pasando revista los señores feudales y en especial el señor Kamakura.
 Caminaba con marcialidad sujetando levemente el mango de su hermosa catana adornada por la guarnición de oro.
 Entraron por fin en el palacio pasando por un corredor muy amplio en el que había custodiando al señor Shamura unos veinticinco samuráis como fue acordado en el protocolo, estos saludaron respetuosamente a sus señores y escoltaron al señor Shamura hasta el final del salón donde tomó asiento.
    A Aikiro le ofrecieron sentarse frente a él, junto a Yumori, los otros samuráis de escolta permanecían detrás, invitándoles también a estos a tomar asiento.
    Shamura se encontraba sentado en un cómodo cojín escoltado por ocho samuráis, cuatro de ellos a cada lado de él.
    Yumori inclinó la cabeza con respeto y el resto de los samuráis de escolta hicieron lo mismo y comenzó.
    —Éste es el joven que encontramos en el bosque con ropas de campesino y nos dijo que venía a entregarle una espada.
    — ¿Puedes mostrarme la espada?
  Dijo Shamura a Aikiro, que se mostraba impasible ante tanto derroche protocolar.
    Esta serena complacencia la aprendió de su hermano Kamaburo a petición de su padre, el herrero, para imitar en lo posible la personalidad de su sosegado hermano.
 Éste inclinó levemente la cabeza y, tomando las catanas por el centro, las sacó de su faja cinturón, mostrándoselas, y se las brindó al señor Shamura.
Aquel  hubiera sido el protocolo de un gran señor.
    Aikiro había sido perfectamente entrenado por su padre, ésta fue ofrecida al señor Shamura como quien ofrece su alma, solo los samuráis consagrados utilizaban este tipo de protocolo ante reuniones como estas que por su solemnidad exigían el más estricto conocimiento de protocolo.
    El señor Shamura tomó la catana con un respetuoso saludo y desenvainándola lentamente con notorias muestras de marcialidad pudo apreciar su espléndido trabajo, la marca de la flor de cerezo y el diagrama de la casa Kamakura.
 Volvió a mirar la espada unos segundos más y se la devolvió a Aikiro, que seguía mostrándose sereno, recibiéndola éste con un gesto de plena complacencia.
    Aikiro permanecía callado pero sereno, esperaba que de un momento a otro apareciera el señor Ishi y se aclarara todo de una vez, le diría que su padre le había enviado y él lo comprendería, intercediendo ante el señor Shamura.
    Tenía la carta de su padre dentro la solapa de su quimono, ensimismado meditaba cómo se desarrollaría el posible encuentro con el señor Ishi y no se percataba de que el señor Shamura le observaba fijamente, tratando de comprender su mutismo por las graves emociones vividas en los últimos días.
 Aikiro meditaba sin tener noción del tiempo sobre cómo resolvería este incidente, hasta que el señor Shamura decidió hablar.
    — ¡Serás mi invitado hasta que se celebre el Consejo de Regentes!
    Shamura se incorporó y todos le saludaron con respeto, deteniéndose unos instantes para corresponder el saludo al joven Aikiro, éste era un saludo de protocolo en la cadena de mando y hasta que no se reuniera el Consejo, Aikiro sería el heredero al shogunato Kamakura, lo que significaba que si el Consejo de Regentes así lo decidía, aquel joven se convertiría en su señor.
    El señor Shamura abandonó la estancia acompañado de su séquito y su escolta dejándoles las ordenes pertinentes a sus hombres para que se les atendiera correctamente.
 Nada más salir entró dos samuráis que les invitaron a seguirles, mostrándoles cuáles serían sus aposentos hasta el día en que se celebrara el consejo de regentes.
    Shamura ordenaba precipitadamente sus ideas, sabía que Kamakura había dejado bien claros sus deseos a su muerte ante todo el Consejo de Regentes, incluido el emperador, de que su hijo le sucedería en la dinastía.
 Éste podía ser también el motivo de los enemigos del imperio de colocar a un shogun de paja, quitándole de en medio cuando fuera conveniente para poner en su lugar a un shogun adecuado que fuera capaz de capitanear a todos los señores feudales regentes contra los bárbaros.
 Los señores que no acataban la autoridad del shogun llevaban a veces a nombrar un shogun de conveniencia a gusto de todos los señores, desde los cinco hasta los quince años, quitándole el poder antes de cumplir los veinte y colocando a uno más acorde con sus objetivos.
    Shamura había sido un fiel aliado de la dinastía Kamakura y su shogunato, teniendo por desdicha el ataque de la caravana en sus tierras y aun a riesgo de ser un suicidio las bajas así lo demostraban dando a pensar que aquella operación obedecía a una enrevesada trama estratégica.
 Los atacantes perdieron la casi totalidad de sus hombres, unos trescientos arqueros y más de mil samuráis aun conociendo a qué se exponían, esto daba mucho juego al análisis del señor Shamura y el mismo análisis lo hacía su hermano en su suntuoso palacio de Yokosuka a veinte jornadas de Yamada.
Allí estaba, dándole vueltas a esta apoteosis de ideas, cuando uno de sus hombres de confianza sin saltarse el protocolo aun a sabiendas de la importancia de la noticia que traía dijo:
    —Nogushi sama, debo informarte de que los hombres de Toshiro han capturado a un samurái que viajaba de incógnito vestido de campesino, tenía como cometido entregar esta espada samurái al señor Shamura.
    El samurái mostraba la catana a su señor Nogushi poniendo un pie en tierra cogiéndola por el centro con las dos manos, éste alargó su brazo derecho y la tomó deleitándose con el primoroso trabajo.
    Nogushi desconocía que aquel prisionero era el mismo que habían capturado los hombres de Kaito y éste para favorecer la alianza ofrecida a Toshiro, se lo brindó como regalo trampa para convencer a su padre de una posible duda razonable sin que ése se enterara de sus acuerdos secretos con su hijo.
    — ¡Es idéntica a la que traía el joven encontrado en el camino el día del ataque! Y hoy disfruta de la protección del señor Shamura.
    El señor Nogushi se quedó mirando la espada en estado de meditación, observándola detenidamente, ahora lo tenía bien claro.
 Su hermano (el señor Shamura) y el señor Kamakura habían urdido un complicado y meticuloso plan para pasar al heredero enviando a dos o más señuelos para lograr pasar al auténtico.
    ¿Pero ahora quién era el auténtico hijo de Kamakura?
    El plan del señor Kaito para desestabilizar al Consejo de Regentes podría tener una base sólida de la teoría de la conspiración, por colocar un shogun de paja en caso de haber aniquilado al hijo del señor Kamakura en el ataque.
 Kaito ya se había marchado para Hokkaido sin saber la nueva noticia que su regalo  trampa había sido entregado con éxito al señor Nogushi y la falta de tiempo para la celebración del Consejo de Regentes daba al señor Nogushi el protagonismo de la ejecución de estos planes, la situación se tornaba complicada y traería al Consejo serias complicaciones para dilucidar quién era verdaderamente el heredero hijo del shogun Kamakura.
    Sin saberlo, Nogushi estaba cumpliendo al pie de la letra los planes de Kaito. El regalo trampa había surtido efecto.






















CAPÍTULO DÉCIMO
El señor Nogushi

    El señor Nogushi era el hermano mayor del señor Shamura y aunque su alianza con Kaito era un hecho, no se comprometió militarmente a atacar al señor Kamakura en los territorios donde regentaba su hermano Shamura, hacerlo sería un grave agravio a su propio linaje daimyo y esta sería una afrenta imposible de soportar.
    Mientras, Aikiro fue trasladado a los aposentos de los señores feudales invitados por el señor Shamura estos cumplían en su decoración con las más delicadas muestras de sencillez minimalista haciendo realidad  la frase las cosas más sencillas son las mas bellas.
    El salón era muy amplio y tenía un doble corredor de acceso al mismo.
    Yumori, el fiel samurái jefe de escolta del señor Kamakura, no se fiaba de la seguridad ofrecida hasta ahora a su señor Aikiro sama, éste era su señor en estos momentos y guardaría su vida con todos sus hombres si fuese necesario.
                                                                                                               Nada más tomar posesión de los aposentos dedicados acoger al sequito de Aikiro.
    Yumori solicitó al señor Shamura la custodia de su señor dentro del palacio y ésta le fue concedida personalmente por el señor Shamura.
    Yumori hizo traer dos centenares de cañas de bambú verde muy resistentes y ordenó preparar a sus hombres cuatro pequeñas atalayas en las cuatro esquinas del amplio salón, situando allí a ocho arqueros que se relevaban cada tres horas.
 Los arqueros podían permanecer cómodamente apostados sin descuidar la vigilancia y seis samuráis custodiando cada puesto de acceso a los dos pasillos de entrada y salida, estos se turnarían cada tres horas, y dentro, en la habitación contigua, había diez samuráis que serían los primeros en tomar contacto con los atacantes, treinta en total, así lo había concedido el señor Shamura.
    La custodia del palacio estaba bajo su mando y no permitiría que nadie alterase esta situación, pero el jefe de samuráis Yumori no hubiese llegado a ser capitán de samuráis del señor Kamakura si hubiese sido confiado, él sabía que las insidias que habían padecido sus respectivos señores eran producto de las continuas luchas intestinas de algunos señores daimyo por el poder y que ahora no se conformarían con esta luctuosa situación.
 Kamakura había sido asesinado pero su heredero aún vivía y esto lo hacía susceptible de nuevos ataques a su actual señor daimyo, siendo su única razón de ser como samurái servirle fielmente.
    Yumori, sin que Shamura se enterara, fue levantado cuidadosamente un gran trozo del suelo de madera a la entrada de ambos corredores que daban acceso al salón donde se encontraba su señor Aikiro y los dispuso de tal manera que cualquier persona que pisase el pasillo sería escuchado por los samuráis que allí custodiaban.
 Ahora, si volvían a atacarles de nuevo, estarían preparados y no les cogerían por sorpresa.
    El palacio del señor Shamura fue construido por antepasados del señor Kamakura conservándolo como castillo, su gran patio de armas podía  este estaba enclavado en una gran explanada que daba cobijo a una importante aldea de campesinos que les suministrarían todos los alimentos necesarios para su ejército, rodeada por seis anillos de profundos fosos erizados de afiladas cañas de bambú escalonadas entre sí para servir de blanco perfecto a los arqueros en caso de intentar atravesarlas.
 Esta estratégica posesión podía dar cobijo a cinco mil samuráis durante casi un año sin tener necesidad de salir al exterior, siendo su más largo asedio en el shogunato de Nayiro Kamakura hacía treinta y cinco años, cuando se enfrentaba a las tribus bárbaras invasoras de Gen gis Kan venidas desde Okinawa que asediaron el castillo durante ciento ochenta y seis días.
    Allí precisamente luchó el herrero Sato, ganándose el favor como gran maestro de artes marciales a las órdenes del padre del ya asesinado shogun Kamakura.
    Esa noche se fue Aikiro a la cama temprano.
 Estaba cansado, preocupado, dudaba ya de su identidad. Se preguntaba por qué había vivido en el palacio del emperador y por qué había sido educado por el herrero Sato como samurái si era plebeyo. ¿Por qué su padre decía que aún no estaba preparado para ser samurái, cuando esto era lo máximo a lo que se podía aspirar en la vida? Por otro lado, si esto fuera cierto, que su padre fuera el herrero Sato, por lo tanto él sería un plebeyo y verdaderamente no formaba parte de ese juego, entonces estaría metido en un verdadero lío.
 Pero todavía había piezas que no encajaban en este gran juego, solo el señor Ishi podría aclararlo y éste seguía sin aparecer.
    Aikiro trataba de dormir pero la abundante presencia de samuráis en el recinto se lo impedía.
    Los arqueros apostados en las esquinas de aquel gran salón habían sido situados por Yumori sin el conocimiento del señor Shamura, aunque Yumori sabía que el señor Shamura no intentaría nada contra su señor Aikiro en su propio palacio por las graves consecuencias a las que tendría que responder ante el Consejo de Regentes estaba prevenido.
 Éste no se fiaba del señor Shamura, haciéndoles fabricar cuatro cómodas atalayas a sus hombres donde los ocho arqueros podrían repeler cualquier ataque desde los dos corredores que daban acceso al gran salón.
    Ya había entrado bien la noche y Aikiro seguía sin poder dormir, tenía los ojos abiertos debido a la penumbra del salón, para adaptarse así a la poca luz que había.
 En el silencio de la noche la profunda respiración de algunos de sus hombres hacía aún más difícil conciliar el sueño, cuando notó ciertos movimientos de los samuráis que custodiaban ambas puertas de los corredores, acto seguido se pusieron tensos como cuando un gato piensa en saltar sobre una presa.
 A un gesto de Yumori, Aikiro se puso de pie y sujetó fuertemente el mango de su espada en posición de combate.
    Yumori asintió con la cabeza, notando en el acto que aquel joven había recibido lecciones de esgrima y sabría defenderse si llegara el caso, esto le llenaba de orgullo y presentía que no se había equivocado con aquel joven.
 Parecía ser verdaderamente quien él creía, el hijo del señor Kamakura, aquel al que había presentado sus respetos y jurado fidelidad como señor.
    Se hizo un silencio angustioso hasta que escuchó un leve tableteo de las tablillas del suelo del pasillo que Yumori dispuso a propósito para poder ser escuchadas si alguien trataba de entrar sin autorización les pusieron aun mas en alerta.
    Los guardias que custodiaban ambas puertas las abrieron de golpe bruscamente y se desató la alarma, rápidamente y en unos segundos, los pasillos se llenaron de guerreros samuráis atacando la guardia personal de Aikiro.
 Los atacantes, alrededor de unos setenta hombres, utilizaban técnicas ninja, perfectamente camuflados para la noche, la leve ventaja de haber sido descubierto el ataque por sorpresa pronto fue anulada por la insidiosa mayoría de los atacantes, cuatro a uno con relación a los hombres que Yumori dispuso para custodiar a su joven señor Aikiro.
    Estos se agrupaban en círculos para proteger a su señor de cualquiera que pretendiera pasar las dos puertas que daban acceso a los corredores donde se luchaba.
    Los sonidos de las catanas de acero al cruzarse y los gritos a veces de dolor de algunos hombres hacían prever lo encarnizado de los combates.
 El herrero Sato ya le había instruido en este tipo de combate, que consistía en cuidarse respectivamente cada uno la espalda del otro compañero de batalla.
 Aikiro recordaba perfectamente estas lecciones y quizás estos fueran los momentos idóneos para ponerlos a prueba de inmediato.
 Ya estaban a punto de entrar y los ocho arqueros en tensión tenían sus arcos cargados a medio tensionar sus cuerdas, sabían que después de disparar tendrían escasos segundos para volver a cargar sus arcos y disparar de nuevo antes de que los atacantes se percataran de esta ventaja.
    Cuando empezaron a entrar rompiendo todos los paneles de papel que dividían la habitación, Aikiro se vio forzado a cruzar su espada con dos atacantes samuráis, al instante entraron en acción los ocho arqueros que cargaban una y otra vez sus arcos disparando a sus atacantes la certera puntería de los arqueros hacia que la batalla empezara a tornarse a favor de la guardia de Aikiro, en pocos segundos los arqueros habían dado muerte o herido gravemente al menos a veinticinco atacantes.
 El reguero de cadáveres en los pasillos del corredor era abundante y dándose cuenta los atacantes de que había pasado mucho tiempo del ataque y podrían venir los hombres de Shamura, a una orden del que al parecer era el cabecilla de los atacantes, los que quedaban vivos salieron precipitadamente como pudieron por encima de decenas de cadáveres.
 Yumori, luchando al lado de su señor Aikiro, comenzó a proferir calurosos gritos de arenga a sus hombres por haber repelido otro ataque contra su señor, los vítores elogiando la grandeza de su señor Aikiro se tornaban interminables.
    De repente se oyeron las voces de los samuráis del señor Shamura que habían acudido a la gran algarabía del tortuoso combate.
    — ¡Alto, no disparéis, soy el señor Shamura!
    El señor Shamura, acompañado por más de un centenar de samuráis, acudía a la gran algarabía del combate, abriéndose camino hasta los aposentos donde se encontraba Aikiro y sorteando cadáveres como podía en un gran reguero de sangre vertida.
 Llegó el señor Shamura ante Aikiro, y Yumori, que no le abandonaba desde el ataque, se mantenía a su lado esperando a que acabara de llegar ante ellos y mientras, los otros samuráis de la escolta privada de Aikiro le saludaban respetuosamente.
 Yumori dirigiéndose directamente al señor Shamura le increpaba mientras se volvía a encender la chispa de la crispación.
    — ¿Ésta es la seguridad que puedes ofrecer a mi señor?
    Shamura, sorprendido por la incriminación:
    — ¡Yo soy el primer sorprendido por estos hechos!.
 También la sangre de mis hombres se vierte en estos pasillos.
 Los atacantes del señor Aikiro pagarán por ello.
    Y diciendo esto, saludó respetuosamente al señor Aikiro y, con un gesto a sus hombres, empezaron a reconocer junto a Yumori los cadáveres de los atacantes.
 Uno a uno Takashi fue desenmascarando a los atacantes que se encontraban inertes o heridos en el suelo después de ser desarmados para a continuación ser reconocidos por los hombres de Shamura y Yumori.
    La pegajosa sangre vertida en el suelo por los cadáveres de al menos cien samuráis daban cierta sensación desagradable al pisar, pronto iban apareciendo tras las máscaras ninja rostros conocidos, que eran apartados a una orden del señor Shamura y sacados al patio donde se encontraban en perfecta formación el resto de los trescientos samuráis.
 Con este nuevo ataque el señor Shamura tenía un nuevo motivo para pensar que aquel joven era verdaderamente quien se pensaba que era, la pertinaz obsesión por asesinarle daba mucho juego para pensar al señor Shamura que sus enemigos no escatimaban esfuerzos por asesinarle.
 El joven señor Aikiro había sobrevivido al tercer intento por erradicar su vida, ahora ya para el señor Shamura no cabía un resquicio para la duda, el señor Kamakura había enviado a varios señuelos para poder pasar a su verdadero hijo y aunque esto tendría que decidirlo el Consejo de Regentes, éste podría ser el verdadero hijo del señor Kamakura.
    Shamura dio la orden de recogerlo todo del escenario del combate y dando el beneplácito de acomodar al joven señor Aikiro en nuevos aposentos dentro de la fortaleza, autorizando a Yumori la permanencia en el palacio de otros ciento cincuenta samuráis para la escolta y protección de su señor, estos fueron seleccionados entre los hombres que acampaban en las afueras del castillo.
    Shamura quedaba asombrado del ingenioso sistema de defensa preparado por Yumori para repeler cualquier agresión del exterior: cuatro atalayas que estaban situadas de tal manera que los arqueros podían permanecer ocultos a un ataque a ras de suelo, dándoles el tiempo necesario para garantizarle el éxito.
    Inmediatamente, en el castillo se activó el protocolo de investigación, el señor Shamura llamó al reconocimiento a Taiko, el samurái jefe de la aldea de pescadores, éste acudió acompañado de sus dos hombres de confianza, pronto reconoció a varios hombres del señor Toshiro, hijo del señor Nogushi y hermano del señor Shamura.
 Taiko sabía la delicada situación en la que estaba metido su señor ante el Consejo de Regentes; su hermano, desoyendo el inviolable código entre las dos familias daimyo había atacado a su hermano en el protectorado que brindaba el señor Shamura al joven Aikiro.
    Seguramente por orden del poderoso Kaito, señor de Hokkaido y enemigo irreconciliable del señor Kamakura, pero a Taiko no se le autorizaba a pensar y tendría que informar a su señor de todo lo que había sido capaz de averiguar. Nogushi era el hermano mayor de su señor y a pesar de su rancio linaje como daimyo servía distintos intereses pero iguales códigos de honor, la trama estaba servida, posiblemente Nogushi estaría implicado en el ataque a la caravana de su señor Kamakura y posteriormente asesinado.
 Esto llevaría al señor Shamura ante un grave incidente de lealtad ante su señor Kamakura y podría llegar a ser juzgado por la más alta instancia de poder: el emperador.
    Esta vez el señor Shamura solo tenía una coartada a su favor.
 Llevaba más de diez años sin ver a su hermano y éste hasta el momento había demostrado servir fielmente al señor Kamakura, evitando de esta manera que esa mancha cayera sobre su casta, sería sencillamente insoportable.
    Mientras todas las miradas se dirigían al señor Nogushi y su hijo Toshiro, hermano y sobrino del señor Shamura, como los cabecillas de la conspiración, Shamura redoblaba la vigilancia en su castillo y eran ejecutados los responsables directos en la trama de conspiración.
 Entre sus hombres, el poderoso Kaito había logrado sobornar con oro a algunos de los guardias del castillo que después era gastado en las casas de té y burdeles que por aquellos años proliferaban por todo el imperio.
    Sin duda, el señor Kaito estaba detrás de todo esto, Kaito estaba obsesionado con eliminar todo vestigio de liderazgo del shogun Kamakura, éste era un líder nato, y enérgico con sus súbditos pero a la vez generoso con todos los señores que le servían y esto le hizo ganar el respeto y lealtad de todos los daimyo que estaban bajo sus órdenes, sin embargo Kaito era todo lo contrario, no solo exigía la fidelidad de quienes le servían sino también el odio visceral a Kamakura y todo lo que representaba, Kaito no perdonaba que se le reconociera a él en exclusiva la expulsión de los invasores  de China.
    Esa mañana el señor Nogushi madrugaba como de costumbre para ver amanecer y escuchar el canto del ruiseñor, con toda la sensibilidad de un poeta escuchaba su propia respiración confundiéndose con el sonido del viento.
 En su palacio nadie se atrevía a alterar tales circunstancias cuando Nogushi meditaba, solo podía ser rota en casos muy extremos que lo justificasen, como la llegada de un emisario o el ataque de cualquier enemigo, solo él rompería el silencio que normalmente vendría después de tomar el té de la mañana, éste solamente era endulzado con miel, tales costumbres y refinamientos fueron adquiridos del señor Kamakura en sus largas campañas ante las tribus invasoras bárbaras de china.














CAPÍTULO UNDÉCIMO
La conspiración

    A primera hora de la mañana Nogushi hizo llamar a su hijo Toshiro, éste era el protocolo aplicado por el señor Nogushi para los asuntos de palacio, de esta manera se pondrían al día todas las incidencias dentro de su territorio.
    Toshiro era el único hijo de Nogushi. Tenía unos veinte años, pero era muy impetuoso y belicoso y gustaba de tomar decisiones por su cuenta ya que creía que a su padre el paso de los años le había hecho bajar los ímpetus belicistas y por lo tanto era incapaz de tomar decisiones drásticas.
    Su padre, el señor Nogushi, le esperaba en el jardín de su palacio y pronto vio cómo se acercaba su hijo escoltado por dos samuráis, al llegar junto a él saludó a su padre reverencialmente.
    —Hai, Nogushi sama, aquí estoy como mandó.
    Nogushi le observaba detenidamente, frío como solo lo hace un jefe a su subalterno para escudriñar su estado de ánimo o algún resquicio que le delatara en su irresponsable actitud.
    —Al parecer el palacio del señor Shamura ha sido atacado para tratar de asesinar al presunto hijo de Kamakura.
    Haciendo una pausa para continuar esta vez con otro tono diferente aun más severo:
    — ¿No tendrás nada que ver con este incidente?
    Toshiro, el díscolo hijo del señor Nogushi, tenía la cabeza inclinada en actitud de respeto y la levantó levemente para mirar a su padre no como padre a hijo sino como súbdito a su señor.
    Toshiro sabía que su padre estaba realmente preocupado, si él había atacado el palacio de su tío, el señor Shamura habría implicado directamente a su padre en el conflicto como quería Kaito, comprometer al señor Nogushi en esta conspiración.
 Así acabarían por la vía más rápida de resolver de una vez este conflicto con Kamakura, que ya se excedía en el tiempo.
    Kaito deseaba ser el nuevo shogun y el apoyo del señor Nogushi le era fundamental, Nogushi controlaba con su influencia más de veinte de pequeños señores feudales que hacían un total de casi cien mil samuráis, sin estos Kaito no tendría apoyo suficiente para llegar a ser shogun.
    Kaito había logrado engañar al impetuoso Toshiro, ofreciéndole más poder entre los daimyo, y esta vez le valdría mejor decirle la verdad a su padre y señor, Nogushi sama.
    — ¡Hai, yo di la orden de atacar el palacio!
    Esta vez sus palabras resonaron al mismo silencio de la muerte y los dos samuráis que le escoltaban agarraron las empuñaduras de sus espadas fuertemente, esperando un mal gesto por parte del impetuoso hijo del señor Nogushi o una orden de su señor.
 Por la mente de Nogushi pasaron todos los sentimientos contenidos en la larga educación de su hijo.
 Ahora sabía que algo había fallado, ya no quedaba tiempo para reeducar a aquel que no había podido aprender nada, la verdadera razón de ser de un samurái era la obediencia y la fidelidad a su señor, sin estas virtudes el samurái se convertía en un bárbaro a batir un Ronin sin señor.
 Ya no tendría nada que le sirviera de referente filosófico en la vida de un samurái donde pudiera apreciar los valores de sus estrictos códigos de honor en el bushido teniendo como divisa incuestionable él principio y el fin del honor de un guerrero samurái.
 Recordó que estos eran los motivos por los cuales Kamakura luchaba y comprendió que Kaito ya había sembrado una semilla de acero en su huerto y ésta no daría fruto.
    Pasaron diez segundos interminables hasta que, rojo de ira, rompió el silencio.
    — ¡Tú has hecho que el deshonor manche nuestro linaje!
    — ¿Sabías que ese joven que al parecer es el hijo de Kamakura estaba bajo la protección de mi hermano, el señor Shamura, y atacarle es romper cualquier pacto de honorabilidad entre samuráis?
    Nogushi hizo una pausa para coger aliento y continuó.
    — ¡A un samurái sin honor, qué le queda!
    Toshiro empezaba a recordar que la dureza de su padre con los enemigos había sido en otros tiempos legendaria y que ahora le tocaba maniobrar, o toda esta caería sobre sus hombros, y entonces sí que estaría perdido y no dándole más tiempo a pensar, dijo:
    —Señor, debo informarle de que Kamakura envió a varios señuelos para pasar a su hijo.
    Toshiro hizo una pausa y continuó.
    —Por lo pronto, hay serias dudas de que este joven que se encuentra en el palacio del señor Shamura sea el verdadero hijo de Kamakura y, por lo tanto, el heredero de un shogunato de paja para poderlo cambiar por otro más adecuado cuando llegue el momento.
    Nogushi sabía que esta práctica se había hecho en alguna ocasión y, aunque su hijo esta vez tenía razón, también sabía de las armas con las que se valía Kaito para crear desidias familiares con tal de conseguir sus propósitos.
    — ¿En qué te basas para decir estas cosas?
    Toshiro, con un movimiento de cabeza, ordenó a un samurái que esperaba a cierta distancia que se acercara.
 Éste portaba un bulto meticulosamente envuelto hecho con una esterilla de fino tejido de hojas de bambú. Al llegar ante Nogushi, con un gesto de asentimiento autorizó que se desenvolviera aquel bulto mostrando las susodichas pruebas, dentro había dos espléndidas catanas con la guarnición de oro.
 En ellas se podían apreciar los emblemas de la casa Kamakura. Con asombro, el señor Nogushi abrió los ojos para que su cansada vista pudiera apreciarlas mejor.
    — ¿Sabe alguien más de esto?
    — ¡Nadie, padre!
    — ¿Y cómo las obtuvisteis?
    — ¡Dos señuelos las portaban!
    — ¿Dónde están esos señuelos?
    — ¡Uno murió y el otro está aquí el cual se te fue comunicado y aun no le ha interrogado de momento está vivo y seguro aquí en el palacio!
    Nogushi estaba sorprendido el no le había tomado mucha importancia aquel muchacho que le fue entregado a su hijo como regalo trampa pero ahora al ver las dos esplendidas catanas samuráis estaba convencido de una evidente conspiración.
 Sin lugar a dudas estaban ante una trama bien urdida por Kamakura, que pretendía llegar a pasar a su hijo como heredero al shogunato, pero también si éste hubiera muerto en el primer ataque estarían ante una conspiración para colocar a un shogun de paja que luego quitarían colocando a otro en su lugar, más acorde con los intereses de algún señor feudal, que de momento no mostraba su rostro pero que podía ser su hermano, el señor Shamura.
    — ¡Esto cambia las cosas, Toshiro!, que el prisionero sea bien custodiado y de momento trátalo como invitado y esta vez responderás con tu propia vida.
    El señor Nogushi, con un gesto, indicó que Toshiro se marchase, necesitaba pensar.
 Haría que cambiaran las cosas por completo dándoles un nuevo giro y ésta sería la coartada perfecta para el Consejo de Regentes, con ella haría ver al Consejo la justificación del ataque al palacio de su hermano.
    Para el señor Nogushi ésta era una ocasión única.
 Hacía mucho tiempo que quería deshacerse de la costosa y peligrosa alianza con Kaito y ésta podía ser la ocasión idónea.
 Para los planes del señor Nogushi, tenía éste la coartada perfecta para salir de la comprometedora situación en la que su hijo Toshiro le venía poniendo continuamente, esta vez había llegado demasiado lejos, le había pedido ayuda directa al peligroso señor Kaito, éste gobernaba la gran provincia de Hokkaido y no escatimaba esfuerzos para luchar contra el poder del shogun Kamakura.
    Ahora el señor Nogushi podría justificar con él hasta ese día aliado Kaito sama la ruptura de su alianza, argumentando que al comprometer a su hijo en el ataque al palacio de su hermano Shamura sama ponía en entredicho su honor, comprometiendo el nombre de su casta y linaje al traicionar a su propio hermano.
    Nogushi se dirigió a dos de sus escoltas y pidió que le trajeran papel y pinceles, el señor Nogushi se prestaba a enviar un mensaje de ruptura al poderoso Kaito. Pronto los samuráis enviados a tal encomienda regresaron con los artículos requeridos.
 Nogushi se había sentado cómodamente en el suelo y, tendiendo un extenso papel sobre una pequeña mesa que también le fue traída al efecto, inmediatamente los pinceles dibujaron sobre el papel los caracteres ideográficos que le informaban al señor Kaito de la terminación de la alianza por los motivos ya conocidos.
 Al terminar, Nogushi se tomó unos segundos de aliento e informó, mostrándoles el contenido escrito en el mismo, y emocionado les dijo:
    —Debo informarles de que este viaje a Hokkaido es solo de ida, la carta de ruptura con Kaito significa declararle la guerra y por tanto irán a una muerte segura.
    Inmediatamente, los dos samuráis se ofrecieron para tal misión, sabían que al entregar el mensaje les considerarían enemigos y serían asesinados al instante, pero el señor Nogushi solo eligió a uno.
    — ¡Irás tú, Toraki!
    — ¡Hai, Nogushi sama!, ordena lo que tengo que hacer.
    Con aire ceremonial, el señor Nogushi extendió su mano derecha pidiéndole la catana al samurái Toraki.
    — ¡Dame tu catana!
    Toraki sacó la catana de la faja de su quimono y la tomó por el centro, mirando a los ojos de su señor se la ofreció con una leve inclinación de cabeza en señal de asentimiento, Nogushi tomó la catana con firmeza y le brindó un respetuoso saludo, colocándola cuidadosamente a su lado.
    —Sé que tienes mujer e hijo, no debes preocuparte, los dos están bajo mi protección.
    Nogushi tomó una pequeña pausa y sacando su catana de la faja del quimono se la ofreció a Toraki.
    —Necesitarás una espada. Despídete de tu mujer y de tu hijo, mañana partirás para Hokkaido y entregarás el mensaje. ¡Ve y cumple con tu señor!
    Toraki le brindó una profunda y larga reverencia, incorporándose para luego dar media vuelta y marcharse, sabiendo que su espada, el alma de un samurái, le sería entregada a su hijo para ser honrada, y que el señor Nogushi sería el encargado de realizarlo.
 Toraki sabía que marcharía a una muerte segura pero éste era el destino de un samurái, servir a su señor.





















CAPÍTULO DUODÉCIMO
La presentación de Fukoda

    El señor Nogushi ordenó que se preparara al prisionero para interrogarle personalmente, no quería que nadie le contara cómo era en realidad aquel señuelo.
    Nogushi sabía mejor que nadie la sutil inteligencia del señor Kamakura como político y como militar; ahora empezaban a encajar todas las piezas de su obra. Ya hacía muchos años que a aquel hijo de Kamakura no se le veía en la corte y todos suponían que había sido enviado con su fiel vasallo Tanaka sama, maestro de esgrima en la corte imperial y que éste entrenaba a la guardia personal de Kamakura.
    El señor Kamakura era el hombre de confianza del emperador, por ello le nombró shogun con la honrosa misión de pacificar el país, convirtiéndole en el señor feudal más poderoso e influyente de todo el Japón.
    Nogushi tenía la sospecha de que los señuelos, incluido su propio hijo, habían sido instruidos en todas las artes marciales artísticas y culturales como correspondía a un gran señor.
    Nogushi tendría muchas horas por delante antes de  preparar el interrogatorio, para tales fines Nogushi requirió la presencia de una geisha, ésta fue elegida en una famosa casa de té de Yokosuka.
 La geisha en cuestión, de exquisita figura, era siempre requerida por Nogushi para las grandes solemnidades.
    Fuyiko, que así se llamaba, tenía la virtud de la delicada belleza de su rostro, acompañada de suaves y precisos movimientos, su esbelta figura parecía como si se deslizara por el suelo en vez de andar, dando apenas perceptibles y delicados balanceos a su perfecta y peinada cabellera.
    Para el señor Nogushi admirar tanta belleza le hacía olvidar por momentos su enorme responsabilidad como señor feudal, ésta sería una de las primeras pruebas a las que el señor Nogushi sometería al prisionero.
    A pesar del frío reinante, en el amplio salón protocolar se disfrutaba de un ambiente cálido y confortable, la presencia de cuatro samuráis de escolta daban al salón el aire de solemnidad que requería la situación.
    Nogushi, a sus cincuenta años, aún conservaba un aspecto joven y fornido, sentado cómodamente en el suelo esperaba pacientemente la llegada del prisionero, por fin la puerta del panel central se abrió y por ella apareció un joven de unos veinte años de aspecto agradable, parecía refinado, su mirada era respetuosa y su majestuosa estampa denotaba su educación como samurái.
 Al llegar ante Nogushi, se puso en cuclillas y le saludó respetuosamente, por unos segundos se guardó silencio y el señor Nogushi rompió el hielo.
    — ¿Sabes dónde te encuentras?
    —Hai, Nogushi sama, en Yokosuka, en su palacio.
    — ¿Puedo saber cómo te llamas?
    —Me llamo Fukoda.
    Mientras hacía las preguntas, el señor Nogushi no se perdía ninguno de los movimientos del joven Fukoda, cuando en ese momento el señor Nogushi autorizó con un gesto la entrada de las geishas, esas esbeltas y bellas artistas se deslizaron hasta llegar al señor Nogushi y el joven Fukoda, saludándoles con una profunda reverencia y sentándose cada una al lado del señor Nogushi y el joven Fukoda; una de ellas, la que atendía al señor Nogushi, sacó un instrumento musical que comenzó a tocar mientras la otra iniciaba la ceremonia de preparación del té.
    Tanto el señor Nogushi como Fukoda participaban paso a paso en la ceremonia del té. Las expertas y delicadas manos de la geisha, blancas como la porcelana, servían el té.
    La geisha tomó una escobilla de bambú deshilachada en finos filamentos y agitó el té con movimientos rítmicos y precisos.
 El señor Nogushi observaba que aquel joven estaba habituado a este tipo de ceremonias, lo cual le infundió cierta confianza; Nogushi, que estudiaba al joven minuciosamente, pasó de nuevo a interrogarle sutilmente, aquel joven estaba siendo tratado como corresponde a un gran señor.
 Nogushi no quería cometer errores, ya tenía información fiable de los planes de Kamakura para poder pasar a su hijo camuflado de plebeyo y para lo cual también su teoría sobre los planes de Kamakura tomaban forma de estar bien encaminada. Nogushi creía que el señor Kamakura había educado por igual a su auténtico hijo que a los señuelos, negándoles su verdadera identidad hasta el último momento por problemas de seguridad.
 Sólo su hermano, el señor Shamura, e Ishi sama, su maestro instructor de artes marciales, tendrían el conocimiento de la verdadera identidad, por todo ello el señor Nogushi se curaba en salud tratando como señor al joven Fukoda, teniendo de esta forma garantizado un trato de favor en caso de ser éste el auténtico hijo del shogun Kamakura.
    — ¿Puedes escribir el nombre de la persona a la que tenías que presentarte?
    El joven asintió con la cabeza, y cogiendo una hoja de papel tomó uno de los pinceles del plumier colocado a tal efecto, hecho éste con el tronco base de una caña de bambú.
 Fukoda fue ejecutando el nombre solicitado por el señor Nogushi, el silencio ceremonial reinante fue roto por las geishas, que tocaban una melancólica melodía, mientras la otra con exquisitos y delicados movimientos danzaba representando la llegada del invierno.
    Nogushi miraba con deleite la primorosa danza ofrecida por aquella bellísima mujer, su rostro exquisitamente maquillado y empolvado con talco de arroz mezclado con guanina de ruiseñor, óxido de zinc y plomo, sabiamente mezclados daban la sensación de una muñeca de porcelana viviente.
 Al terminar Fukoda, colocó el pincel en el portaplumas y cogió aquel papel con sus dos manos, extendiendo éstas con mucha parsimonia delante del señor Nogushi para no interrumpir el disfrute de tan agradable momento.
    El señor Nogushi dirigió la mirada al papel caligrafiado con caracteres ideográficos.
 Nogushi esbozó una leve e irónica sonrisa.
 Fukoda no solo escribió el nombre del señor Shamura, también el suyo y el linaje de su padre adoptivo.
 Al terminar inclinó la cabeza respetuosamente y se dirigió al señor Nogushi en tono imperativo.
    — ¡Nogushi sama, se me ha confiscado mi espada y exijo que me la devuelva!
    Los samuráis que escoltaban al señor Nogushi desenvainaron sus espadas inmediatamente en actitud beligerante. Pusieron sus catanas en el cuello de Fukoda y esperaron las órdenes de su señor.
 Las geishas se tornaron sorprendidas por tal actitud y visiblemente nerviosas se hicieron a un lado abrazándose entre ellas, tratando de consolarse. Se hizo un silencio que solo rompió el señor Nogushi.
    — ¡Quietos!
    El señor Nogushi detuvo el inevitable ataque de su escolta que sin duda le hubiera ocasionado la muerte por faltar el debido respeto a su señor.
 No importaba que aquel joven fuera el hijo de un gran señor feudal, como lo era el shogun Kamakura, ellos habían prestado juramento de fidelidad al señor Nogushi y esto era suficiente para defender incluso con su vida a su señor.
 Y aunque atacar a un señor feudal sin el consentimiento expreso de su señor se pagaría con la muerte de los atacantes, estos samuráis lo sabían, y aun así lo hubieran hecho de no ser por la rápida intervención  del señor Nogushi.
 El gran señor daimyo Nogushi, con aire solemne, mostró la preciosa catana confiscada a Fukoda.
    — ¿Es esta tu espada?
    Fukoda miró la espada de soslayo.
    —Sí, señor.
    Éste, a raíz de los graves acontecimientos, no se atrevía a levantar la mirada.
    — ¡Tómala, es tuya!
    El señor Nogushi tomó la catana por el centro con su mano diestra y se la ofreció como solo ofrece un samurái su propia alma, «la espada de un samurái».
    El señor Nogushi quedaba satisfecho con sus apreciaciones sobre la persona que tenía ante sus ojos, estos conservaban sus serias dudas sobre la autenticidad de Aikiro como hijo y heredero de la dinastía Kamakura porque Fukoda podría serlo también y si se descubriera la paradoja tendría doble coartada y mataría dos mirlos con la misma flecha en un solo disparo.
 Por un lado justificaría su ataque al palacio de su hermano, argumentando al Consejo de Regentes la introducción de un shogun de paja acorde a sus intereses para después optar al puesto en el momento oportuno; y por otro lado él defendería al joven que se encontraba en su palacio como el auténtico hijo de Kamakura y, de resultar cierto, éste gozaría del beneplácito del Consejo de Regentes, olvidando la vieja alianza con Kaito, el auténtico enemigo del orden establecido en el shogunato Kamakura.
 El señor Nogushi veía así la salvación de la integridad física de su díscolo hijo, que había puesto en serios apuros la honorabilidad de su linaje entrando directamente en el juego de Kaito, siendo ahora el momento oportuno de desembarazarse de este grave asunto.
    Para el señor Nogushi este joven había tenido una esmerada educación y el modo altanero con que exigió la espada solo concebido a grandes señores feudales le intrigaba, pero lo que se le escapaba a la razón a este viejo político y guerrero samurái era que, sin saberlo, estaba cumpliendo al pie de la letra los planes del señor Kamakura, la ruptura de la alianza con Kaito llevaba a éste a una situación poco ventajosa ante el Consejo de Regentes que, viendo sus fuerzas militares mermadas, marcharían contra él cuando fuera nombrado el nuevo shogun.
 Las fuerzas que Kamakura mantenía en Hokodate y Aomori serían suficientes para conquistar Hokkaido y someter a Kaito sama.
    Después de despedir a Fukoda, el señor Nogushi trataba de encajar todas la piezas de esta trama y ahora le venían a la memoria las declaraciones de un espía que hacía unos diez o doce años acompañó a un artesano y sus dos hijos desde el palacio imperial a Yamada, y el artesano que les acompañaba reprendía a uno de los niños por sus aires de gran señor y aquel niño creía ciegamente que no se podía vivir de otro modo, aquel muchacho podría ser ciertamente el hijo de Kamakura. ¿Pero dónde estaría?
    Aquel niño hoy sería un joven de unos veinte años, como el encontrado en el camino al palacio del señor Kamakura, o incluso Fukoda, estos dos niños fueron sacados del palacio imperial seguramente con alguna finalidad, le gustaba creer que la esmerada educación de Fukoda era fruto del indiscutible linaje como daimyo y esto le tranquilizaba por momentos, de lo contrario su coartada no le valdría de nada y tendría que asumir las consecuencias de los últimos hechos protagonizados por su hijo.
    Esa mañana, después de tomar el té, el señor Nogushi se dedicaba a pasear por el jardín mientras meditaba sobre las futuras acciones a realizar, éste iba acompañado de unos veinte samuráis que le servían de escolta, los jardines de su palacio estaban primorosamente atendidos por una familia de jardineros que lo cuidaban con sumo esmero.
 Al señor Nogushi le gustaba disfrutar de ese bello espectáculo, sus bonsáis centenarios eran famosos entre los señores feudales, que gustaban de este arte milenario.
 Aunque comenzaba a marcharse el invierno aún hacía un poco de frío y el señor Nogushi caminaba placentero sobre un camino de fina grava blanca.
 Se detuvo y requirió con un gesto de su mano la atención del jefe de su escolta, el cual acudió ante él de inmediato, inclinando su cabeza con un respetuoso saludo.
    —Hai, Nogushi sama.
    — ¡Tráigame a mi hijo Toshiro!
    —Hai —volvió a saludar a su señor, esta vez inclinándose otro de los samuráis que le acompañaban como escolta, y se marcharon los dos a cumplir con la orden de su señor; cuando un samurái de escolta se retira de su servicio por una orden de su señor inmediatamente se activa el protocolo militar y otros dos samuráis ocuparían el lugar de los hombres que se habían marchado aún siendo éste el jefe de la escolta, ocupando su lugar otro hasta la vuelta del mismo.
 Al poco tiempo de haberse marchado, los dos samuráis regresaron con Toshiro, el hijo del señor Nogushi, al llegar Toshiro saludó respetuosamente a su padre y señor, la escolta saludaba a su señor con una rodilla en el suelo inclinando respetuosamente la cabeza, con un gesto facial el señor Nogushi le indicó a su escolta que se alejara prudencialmente, estos así lo hicieron y el señor Nogushi, con la mirada fija en los ojos de su hijo, dijo:
    —Toshiro, esta vez quiero que se cumplan sin contratiempos mis órdenes, tu vida está en juego.
    La voz del señor Nogushi era firme y pronto su hijo Toshiro comprendía que esta vez no habría segunda oportunidad.
    El señor Nogushi, daimyo de vieja estirpe, estaba serio y solemne y su voz era firme, su hijo Toshiro esperaba una reprimenda aún mayor y en el preciso momento en que su padre quiso continuar la arenga, su escolta se percató de la llegada de un samurái en el paseo de la gran calzada del palacio.
 Éste vestía con un quimono de seda de color crudo, con lo cual se hacía más visible el escudo imperial, era escoltado por otros cuatro samuráis del señor Nogushi, el camino de la calzada estaba empedrado de fina grava muy ruidosa al paso de las sandalias de invierno, éstas eran altas para evitar en lo posible la humedad del invierno y aunque la nieve ya se había fundido, todavía seguían necesitando este tipo de calzado.
 El señor Nogushi lo seguía con la mirada, pero Toshiro fue el primero en percatarse en la identidad imperial del emisario, éste, de porte arrogante y serio, se inclinó respetuosamente con gran parsimonia.
 El emisario imperial estaba perfectamente ataviado, las elegantes vestiduras indicaban ser un emisario directo del emperador o algún criado de confianza, portaba una pequeña y rectangular caja lacada negra con el emblema imperial que entregó al señor Nogushi, quien la cogió con ambas manos.
    — ¡Nogushi sama, esto lo envía el emperador!
    El señor Nogushi tomó la caja enviada por el emperador con una profunda reverencia, con ambas manos, con el más alto sentido ceremonial que la situación exigía.
    El emperador en muy contadas ocasiones se dignaba a intercambiar misivas con los señores feudales a no ser que le fuera necesariamente imperioso, como lo era en esta ocasión.
    Nogushi leyó ávidamente los documentos contenidos en aquella caja lacada y sin más, levantó la mirada y con voz grave le contestó:
    — ¡Sí, allí estaremos!
    En la carta se les citaba a él y a su hijo Toshiro para el Consejo de Regentes, en el que se elegiría un nuevo shogun y su hijo podría ser uno de ellos, el Consejo se realizaría dentro de unos doce días en la aldea de pescadores en la playa de Yamada.
 Estaban citados todos los daimyo del país, incluido el poderoso y rebelde señor Kaito sama.
 Los quince señores feudales más poderosos del Japón tendrían a bien nombrar a un nuevo shogun pacificador pero antes tendrían que ser aclarados los hechos del ya asesinado shogun Kamakura, el señor feudal daimyo más influyente del país y el hombre de confianza del emperador, el primer gran poder del Japón.
    El señor Kamakura había urdido un plan casi perfecto, nombrando de antemano un sucesor que en este caso sería su hijo, solo faltaba que el Consejo de Regentes del país diera su visto bueno de aprobar al sucesor, de lo contrario se desharían de él como lo habían hecho en otras ocasiones, para posteriormente poner otro más adecuado en su lugar, que sería el general de todos los generales, el poderoso shogun.





CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Taiko conoce a Kamaburo

    En Yamada, Osaka, el señor Shamura había recibido también la citación imperial para el Consejo de Regentes.
 En ella se tendría que aclarar la consecución de incidencias.
 Por un lado el magnicidio del señor Kamakura, éste tenía el apoyo de la casi totalidad de los señores feudales, quienes eran fieles a los designios del shogunato del señor Kamakura que les dispensó favores políticos a todos por igual sin tener en cuenta su linaje daimyo, valoraba sobre todo la fidelidad al emperador y no dudaba en utilizar la fuerza de su espada contra quienes no acataban su autoridad.
   La mayoría de los señores feudales apoyarían la continuidad de la dinastía Kamakura, en cuyo periodo se vivieron años prósperos de paz y riqueza para todos, prosperando a nivel social los primeros brotes de economías liberales, proliferando los teatros y las casas de té, dándoles gran relevancia social a los grandes artesanos y obteniéndose las mejores producciones en la industria textil y alfarera.
    Solo la ambición desmedida de Kaito le llevó a aliarse con las tribus bárbaras invasoras de china, Kaito defendía sobre todo la autoridad del señor daimyo como privilegio supremo ante los señores feudales que no lo eran, así se granjeó la amistad de muchos daimyo que vieron en el señor Kaito a aquel que les devolvería todos sus grandes privilegios.
    En Yamada, Osaka, el señor Shamura había sido requerido para recibir a dos emisarios del señor Nogushi, su hermano en esta misiva le informaba de la captura de otro señuelo enviado por el señor Kamakura, con las mismas pretensiones que Aikiro.
 Éste llevaba una espada samurái con el emblema de la dinastía Kamakura para ser entregada al señor Shamura la segunda espada que obraba en su poder no fue mencionada para no evidenciar una sospecha innecesaria en el ataque a su palacio.
 Su hermano, el señor Nogushi, le hacía saber de su intención de presentarlo ante el Consejo de Regentes que se celebraría dentro de diez días en la playa del pueblo de Yamada, para dilucidar entre otras cosas la autenticidad de la identidad del heredero a la dinastía Kamakura.
    En la misiva, su hermano también le acusaba de tratar de colocar un shogun de paja sin demostrar la identidad del joven al que había dado acogida en su castillo, en ella también se explicaba que se desmarcaba de su alianza con el señor Kaito y que estaba en desacuerdo con el ataque a su palacio.
    El señor Shamura no continuó leyendo, estaba visiblemente enfadado, ahora su hermano tenía la desfachatez de decirle que lamentaba el ataque a su palacio y que ahora precisamente se desmarcaba de las intenciones de continuar con la alianza del señor Kaito.
 Éste era un gran motivo de reflexión, su hermano quería darle a los acontecimientos un giro de ciento ochenta grados, colocándose como juez y parte en el asunto.
 Si resultara que el señuelo capturado por sus hombres fuese el auténtico hijo de Kamakura, su intención criminal habría cambiado por completo, pasaría de ser parte responsable de los graves acontecimientos a erigirse como protector de la dinastía Kamakura, colocándole a él en una situación difícil de aclarar ante el Consejo de Regentes, podrían acusarle de conspirador tratando de colocar un falso hijo del shogun Kamakura como heredero de la dinastía, sin embargo, al señor Shamura le servían de apoyo muchos señores feudales que veían en él un gran servidor del shogun Kamakura.
    Pero Shamura estaba resuelto a que su hermano Nogushi no pasara de ser traidor a la dinastía Kamakura a fiel servidor del shogunato Kamakura y haría todo lo posible para aclarar el enigma.
    Shamura pensó que él también había mandado fabricarle una espada para el señor Kamakura como regalo, y que ya debería estar terminada y que su hermano Nogushi también podría haberlo hecho, de todos era sabido que la espada que Kamakura portaba había sido un regalo del emperador como muestra de agradecimiento hacia él por los servicios prestados y, por ende, se podrían haber mandado forjar una o más espadas iguales para tratar de desacreditar a su protegido, creando una duda razonable.
 Si existieran varias espadas iguales por lógica existirían varios señuelos, de hecho era bien sabido ya por todos los daimyo citados al consejo que Kamakura había creado varios señuelos para poder pasar a su verdadero hijo hasta el castillo de Shamura sama.
 La fortaleza del señor Shamura la consideraban la más segura dentro del control de sus tierras, pero al igual era sabido por los quince miembros del Consejo de Regentes que el auténtico hijo de Kamakura pudo también morir en el ataque a la comitiva y de ser esto cierto se habría cumplido el objetivo de la conspiración.
    Ahora los quince señores feudales daimyo más influyentes tendrían que elegir un nuevo shogun entre los daimyo allí presentes.
    Shamura ya tenía dudas, creía que estos eran los verdaderos objetivos de la conspiración, crear una base sólida susceptible a la duda de que el auténtico hijo del señor Kamakura había muerto en el ataque a la comitiva conjuntamente con su padre, por ello mandó a buscar a su fiel Taiko, autoridad administrativa de la aldea de pescadores de Yamada y hombre de confianza del señor Shamura.
    Taiko llegó ante el señor Shamura a primera hora de la tarde y le fue concedida la visita en el preciso momento en que el señor Shamura pasaba revista a los hombres que custodiaban su castillo, los samuráis que le escoltaban le cortaron el paso antes de llegar a su presencia, éste, con el porte arrogante que le caracterizaba no tuvo reparo en humillarse dignamente ante su señor.
    — ¡Hai, Shamura sama! ¿En qué puedo servir a mi señor?
    Shamura permaneció unos segundos ante él, observándole antes de contestarle como si estuviera ordenando sus pensamientos; le habían sorprendido en plena actividad militar y trataba de recordar para qué le había  mandado a llamar, de repente recordó para qué le había citado y le contestó:
    —Ve donde el herrero Sato y tráeme la espada que le encargué forjar para el señor Kamakura, que ya debería estar terminada.
    —Hai, Shamura sama.
    Taiko, con una gran reverencia, aún permaneciendo de rodillas, se incorporó y, saludando nuevamente, dio media vuelta y partió para cumplir con la orden dada por su señor.
    Taiko abandonó el castillo, pasando por dos grandes controles de seguridad. Nunca en sus largos once años al servicio directo del señor Shamura había visto el castillo tan bien custodiado.
 Habían triplicado la guardia desde los últimos incidentes y ahora las medidas de seguridad hacían que la entrada o salida del castillo resultara más dificultosa, aún incluso hasta para el que era por todos conocido como el hombre de confianza del señor Shamura.
    Aunque el sol estaba muy alto apenas era medio dia, Taiko y los dos samuráis que le acompañaban salieron al galope con dirección a la choza del herrero, querían regresar con tiempo suficiente antes de que cayera la tarde para poder apreciar el trabajo realizado por el herrero Sato a su señor.
 Cuando llegaron a la choza irrumpieron por sorpresa, Kamaburo, junto con el maestro herrero, regaban la pequeña huerta para así poder recolectar los rábanos con mayor facilidad de la tierra y no perder ninguno por pequeño que fuera; la primavera había entrado muy caliente y ésta resecó un poco la tierra, dificultando algo la utilización de herramientas que cortarían o magullarían los rábanos y nabos que también había sembrado, perjudicando su posterior conservación.
    Sato y Kamaburo, al verles, se inclinaron respetuosamente ante Taiko y los samuráis de escolta.
 Taiko inició la conversación llamándole por su nombre.
    —Sato, ¿tienes ya el trabajo del señor Shamura?
    — ¡Hai, Taiko sama, enseguida se lo traigo!
    Taiko y los dos samuráis de escolta permanecían encima de sus cabalgaduras, destrozando el pequeño huerto con los cascos, por el inquieto brío de sus bestias, ante la atónita mirada de Kamaburo que los observaba como hipnotizado ante tamaño destrozo del fruto de su esfuerzo.
 Taiko se quedó mirando fijamente a Kamaburo, que se encontraba con un canasto repleto de nabos en sus manos y no apartaba la vista del huerto.
 El muchacho presentaba una actitud vacilante mientras observaba cómo Taiko y sus hombres destrozaban el laborioso trabajo de él y su padre, su subconsciente luchaba por salir huyendo como a veces le recomendaba su padre, y esta vez no iba mal encaminado.
Taiko le observaba atentamente, porque a aquel joven Kamaburo le había visto en muy pocas ocasiones y esta podría ser la definitiva.
 El joven Kamaburo tenía la edad necesaria para ser reclutado como samurái para las campañas militares del señor Shamura y Taiko era su fiel proveedor de jóvenes soldados, el herrero Sato no se movía del lugar, temiendo lo peor, sabía que Taiko le había echado el ojo, y nunca mejor dicho, a su hijo Kamaburo, el instinto le delataba.
    Sato trataba de proteger a aquel joven como una osa protege a su cachorro de la mirada insidiosa de los lobos, cuando Taiko rompió la desidia de Sato increpándole.
    — ¡A qué esperas, herrero, para traer lo que te he pedido!
    Sato, con un movimiento rítmico de cabeza, casi nervioso, saludó a Taiko y se metió en la choza para salir rápidamente con el encargo pedido en sus manos, corriendo a ofrecérselo a Taiko con un respetuoso saludo.
    — ¡Aquí tienes, Taiko sama!
    Taiko no le prestaba atención al herrero Sato, que se quedó ofreciéndole aquella catana envuelta en fina esterilla de bambú, este seguía mirando fijamente a Kamaburo.
    — ¿Cómo te llamas, hijo del herrero?
    El joven Kamaburo se quedó mirando a Taiko detenidamente, como si dudara en responder, pero el tiempo pasaba y, cada vez más nervioso, se comportaba y seguía sin responder, Sato sabía que aquel incidente no podía acabar bien, el tiempo corría en su contra y no atinaba a decidir la respuesta adecuada sus sentidos estaban bloqueados, divididos entre proteger a Kamaburo de las tendenciosas intenciones de Taiko de manera eficaz como lo debiera cumplir un samurái guarda y custodio, pero algo gravado al fuego en su sub consiente se lo impedía y seguía mostrando una actitud servil casi sumisa ante un evidente peligro  cuando ahora Taiko dio un fuerte tirón a la rienda de su caballo haciéndole casi virar en redondo y volviéndole a increpar.
    — ¡Te he preguntado cómo te llamas!
    Esta vez, hasta su caballo relincho enérgicamente, entonces el muchacho titubeante reaccionó.
    —Me llamo Kamaburo.
    El señor Taiko sonrió con cierta malicia señalándole con su brazo directamente a él.
    —Te vendrás conmigo a servir como samurái.
    Pero en ese momento Sato, que había estado callado con la cabeza gacha en estado de sumisión, levantó la cabeza y volvió a ofrecerle insistente el trabajo realizado de forja levantando sus dos brazos a la altura de su cuello humillando la cabeza y, como si no lo pudiera remediar, se postró a las patas del caballo de Taiko tendiendo sus brazos hacia delante sin soltar el bulto que portaba el trabajo encargado por el señor Shamura, suplicándole por su hijo.
    —Señor, mi hijo no valdría nada, es torpe y tiene algún retraso.
    Taiko evitaba por todos los medios que su caballo pisara al herrero, que se encontraba postrado en el suelo.
    — ¡Aparta, herrero, eso lo decidiré yo!
    Y bajándose del caballo, rodeándolo con una cuerda a la cintura que había atado a su caballo previamente y en tono imperativo le ordeno:
    — ¡Agárrate a la cuerda y síguenos!
    Kamaburo recordó todo lo que le había enseñado su padre.
 Estaba muy confundido por un lado, su padre estaba haciendo hincapié para que Taiko no se lo llevara y por otro Taiko insistía en llevárselo y Kamaburo no quería irse del lado de su padre, el joven Kamaburo estaba ido de sí y no atinaba a obedecer ninguna orden, este comenzó a dar saltos y gritos mientras su padre trataba de calmarle.
Taiko insistía en llevárselo, dándole pequeños tirones a su caballo hacia delante, esto provocó que Kamaburo empezara a girar alrededor del caballo, enredando la cuerda en las patas del mismo.
 Kamaburo no paraba de reír, estaba muy nervioso, uno de los samuráis que escoltaba a Taiko trató de socorrer a su señor, provocando que éste casi se cayera de la cabalgadura.
 Taiko no se lo pensó mas, cogió la caña de bambú que el herrero Sato utilizaba de pinga para transportar los dos cubos de agua y comenzó a golpear enérgicamente en la cabeza de Kamaburo.
    Viendo Taiko que éste no paraba de reír, siguió golpeando aún con más fuerza, tantos fueron los golpes y tan seguidos que el muchacho cayó inconsciente.
    — ¡Basta! —dijo Taiko.
    —Tu hijo está loco como un perro sarnoso, puedes quedártelo.
    Taiko desató la cuerda que le unía a Kamaburo con su caballo y, tomando las catanas que un samurái había recogido del suelo, montó en su cabalgadura y sin mirar para atrás partió con sus hombres hacia el castillo del señor Shamura.
    Viendo el herrero Sato a Kamaburo tendido en el suelo, inconsciente, corrió a reanimarlo, dándole palmadas en la cara, pero el joven Kamaburo seguía sin reaccionar, el herrero tomó un cazo de bambú que tenía a su lado y corrió tan rápido como pudo hasta el pozo para llenarlo de agua, que vertió en el rostro de Kamaburo, intentando con esto reanimarle, pero Kamaburo permanecía inmóvil sin atisbo de reaccionar ante tales intentos.
    Sato el herrero, un hombre fuerte forjado en el duro yunque de la vida, primero como un samurái bregado en decenas de batallas y por último siervo en el Japón feudal, un rudo hombre que se había enfrentado a la muerte en muchas ocasiones y había soportado el precio de la humillación como siervo siendo un samurái por cumplir las órdenes de su señor, también tenía sentimientos y pasaron por su mente todas las vivencias que había tenido con los dos jóvenes Kamaburo y Aikiro, estos se habían criado juntos desde muy pequeños y ya habían pasado ocho años desde la salida del palacio imperial cumpliendo una misión especial del señor Kamakura, el todopoderoso señor de señores, éste había tenido doce hijos con sus tres esposas, pero sólo uno de ellos era varón, por ello desde el nacimiento del mismo las tentativas de asesinato para Kamakura y su hijo se hicieron patentes día a día.
    No solo querían eliminar al shogun Kamakura, sino que también querían erradicar su única línea de sucesión.
    El herrero Sato, que en realidad era Tanaka sama, maestro de artes marciales del emperador y samurái del señor Kamakura, quien le ordenó la honrosa humillación de servir como vasallo para proteger la identidad de su hijo hasta el momento de ser nombrado heredero del shogunato para que la misión de su señor tuviese éxito.
 Sato, o mejor Tanaka el samurái, tomó del suelo el cuerpo de Kamaburo, que seguía aún inconsciente, soportándole la cabeza con una de sus manos, y lo metió en la choza, depositándolo en un cómodo lecho, saliendo deprisa hasta el pozo, donde tomó un balde de agua fresca para tratar de nuevo de reanimarlo, esta vez lo haría por medio de compresas, colocándolas en su frente, pero de nada le valieron, después de un buen rato de meditar, Sato salió de la choza en busca de ayuda.
    A pesar de sus años, corrió cuanto pudo hasta el pueblo de la aldea de pescadores donde se encontraba un médico que atendía a las geishas y algunos samuráis de cierto rango.
 Su condición social de maestro forjador de espadas se lo permitiría, el oro y la plata pagada por sus trabajos serviría para satisfacer los honorarios del médico.
 Al llegar al pueblo preguntó a un hombre de aspecto desaliñado que descargaba unas tortas de carbón vegetal en una de las casas del pueblo.
    —Por favor, ¿dónde puedo encontrar al médico?
    El hombre, que quedó sorprendido al ver al herrero, ya que en muy pocas ocasiones se le veía por el pueblo, le contestó, no sin antes brindarle un respetuoso saludo.
    —Estará en una de las casas de té de la calle principal, salió a atender a una geisha que se encontraba enferma.
    El herrero le saludó respetuosamente y le dio las gracias.
    Tanaka estaba muy nervioso y no atinaba a respetar la populosa actividad desarrollada al atardecer en la calle principal del pueblo; el abundante tránsito de samuráis y cortesanas que pululaban a esas horas era sensiblemente alto con relación a primeras horas del día.
 Al herrero “Sato”, los samuráis que le conocían, trataban de evitar increparle por las continuas faltas de educación al transitar de frente ante ellos, sabían que éste era el herrero personal de Shamura y de casi todos los samuráis de cierta importancia, por fin el herrero Tanaka dio con la casa de té donde había ido el médico según las informaciones que iba recabando, teniendo esta vez la fortuna de su parte, cuando el médico en cuestión se prestaba a salir de una de ellas.
    — ¡Señor, por favor, mi hijo está en apuros, lo necesito ahora!
    Sato Tanaka había olvidado el protocolo y se saltó el saludo al galeno, algo que entre otras cosas y en muy raras ocasiones la exquisita educación de los habitantes del país permitía.
    — ¿Dónde está tu hijo, herrero?
    —En mi choza, lo he acostado.
    — ¿Qué le pasa?
    —Está inconsciente, fue golpeado en la cabeza con una caña de bambú.
    —Partamos pues para tu choza.
    El médico tenía caballo y tomaron otro para el herrero de una casa de postas que había en esa misma calle que, al saber que era el maestro forjador de espadas del señor Shamura, no tuvieron reparo en ofrecerle a cambio, como es natural, de cierta propina que el herrero pagó gustoso y el médico se comprometió devolver el caballo al finalizar el viaje.
 Sin más partieron de prisa hasta la choza donde se encontraba Kamaburo, por todo el camino el herrero evocaba el nombre de Daibutsu, uno de los siete dioses de la felicidad, para que todo tuviera un final feliz.
 Nada más llegar a lo alto de la colina se divisó la luz en la ventana de la choza del herrero, este le había dejado encendido un candil por si Kamaburo volvía en sí, para que no se pusiera nervioso al despertarse.
 Al llegar desmontaron de sus caballos y ya se disponían a entrar en la choza cuando el médico, con un ademán, pidió al herrero que se quedara fuera, pero éste no hizo caso y entraron los dos prácticamente al mismo tiempo.
 El joven Kamaburo se encontraba en la misma posición en que le había dejado pero en realidad algo había cambiado: el joven había dejado de respirar y el médico sólo pudo hacer un gesto con la cabeza, ahora solo quedaba orar.
    En la cultura sintoísta se honra a los espíritus de los antepasados.
 El herrero Sato ahora Tanaka, después de pagar al médico, dispuso con él que vinieran a amortajar e incinerar al joven Kamaburo.








CAPÍTULO DECIMOCUARTO
Tanaka, samurái del señor Kamakura

    El herrero Tanaka lavó y vistió aquel cuerpo con un quimono de seda blanco traído para Kamaburo por los funerarios amortajadores enviados por el médico. Tanaka tomó incienso, encendiéndolo en cuatro vasijas de porcelana y, arrodillándose ante el cuerpo inerte, serio y compungido, cantó y recitó lo efímera que había sido su vida, arrodillado ante el cadáver del joven Kamaburo no pudo contener más sus emociones y rompió aquella solemne ceremonia hablando ante el cadáver de aquel joven.
    —Te pido perdón, señor, por no haber protegido tu vida, como prometí a tu padre, mi señor Kamakura, que los espíritus de los antepasados de tu familia te honren en espíritu y alma.
    Tanaka hizo unos segundos de silencio para contener sus sollozos y continuar.
    —Tus enemigos probarán el filo de mi espada.
    Las últimas palabras llevaban un tono más grave.
 Trataba de disipar su rabia contenida hasta entonces con dos enérgicos saludos que ahora el samurái Tanaka brindaba por última vez a su señor.
 Todavía faltaba tres  medidas de tiempo para la puesta de sol y el cuerpo inerte del joven señor fue llevado a un pequeño cementerio de la aldea de pescadores de Yamada, un monje sintoísta inició el funeral, al que asistieron el médico y los dos sepultureros, que habían amortajado dandole el último adiós del joven Kamaburo, señor e hijo del shogun Kamakura, éste se había realizado con el ritual sintoísta, despedido por el hombre que siempre quiso como su verdadero padre e incinerándole en absoluto anonimato volviendo a su choza esta vez iba cabizbajo como retraído por aquellos graves acontecimientos pero decidido  a llevar a cabo con éxito el último servicio a su señor.
    Tanaka no tenía noticias de Aikiro y si se había llevado a buen término la misión encomendada de entregar la espada al señor Shamura, tampoco tenía noticias del asesinato de su señor aquel suceso se había llevado en el más absoluto secreto y por tanto él desconocía el paradero del shogun Kamakura, por lo tanto la misión tenía que continuar en secreto, desvelar la identidad del hijo de Kamakura pondría en peligro la propia vida de su señor y echaría por tierra todos los planes del señor Kamakura.
    Tanaka, maestro de artes marciales del emperador y samurái del shogun Kamakura, llegó a su choza al caer la noche y, aunque no tenía hambre, comió algo, necesitaría fuerzas para la misión que tendría que cumplir al día siguiente. Su última misión sería buscar a Taiko y se enfrentaría a él de samurái a samurái, pero también sabía que si fallaba la vida de su hijo Aikiro no valdría nada, descubrirían que el verdadero hijo del shogun Kamakura era aquel joven enfermizo que habían matado por accidente Taiko y los samuráis que le acompañaban, entonces sí que estarían en peligro los planes de su señor Kamakura, Kaito habría triunfado al acusar ante el Consejo los planes de Kamakura para colocar un shogun de paja que pudieran controlar a su antojo favoreciendo los intereses del señor Kaito y el país volvería a caer en un estado de continuas luchas fratricidas entre pequeños señores feudales y daimyo.
 Así estuvo pensando toda la noche hasta que se quedó dormido, cuatro  medidas de tiempo antes del amanecer.
    Amaneció y Tanaka sólo había podido descansar un poco, pero había dormido lo suficiente para estar en forma, su encuentro con Taiko era inevitable.
 El herrero Sato, ahora convertido en Tanaka sama, samurái de confianza del señor Kamakura, se levantó como siempre, se aseó convenientemente y tomó un poco de arroz y pescado sasami disfrutando de su última taza de té con miel como a él le gustaba.
 Aquel día ya no tendría llegada triunfal a su morada ni reposo de guerrero, él le había fallado a su señor y no tenía perdón como samurái y, aunque saliera triunfal de su encuentro con Taiko, su vida sin honor no tendría sentido.
 Éste no pudo cumplir con la palabra dada a su señor Kamakura de proteger a su hijo Kamaburo y la primera regla de un samurái es cumplir las órdenes de su señor, incumplirlas sería un deshonor inaguantable.
 Con solemnidad encendió una vasija con incienso mientras oraba y cantaba su prolífica vida como samurái al lado de sus señores, primero Nayiro Kamakura y después su hijo Kamakura.
 Regó su catana con agua en un ritual casi animista como hacían los viejos y honorables samuráis, luego Tanaka guardó las catanas en la faja de su quimono, poniéndose a continuación de pie y reverenciándose ante un pequeño altar donde conservaba algunas cosas de sus antepasados y algún que otro regalo de su señor, saludándole respetuosamente salió por la puerta y se dirigió en busca de Taiko.
 Tanaka sama conocía los hábitos de Taiko, su predilección por las cortesanas y en especial por una casa de té que estaba junto al camino del palacio del señor Shamura los caminos a esas horas de la mañana se encontraban despejados de viandantes solo las pequeñas garitas territoriales donde se encontraban los samuráis que custodiaban la inviolabilidad del territorio feudal del señor Shamura se encontraban en estado de alerta.
Tanaka evito pasar por estos sitios dando un rodeo hasta llegar junto al camino que llevaba a la casa de té.
    Tanaka sama esperó frente al camino, cerca de un pequeño bosque de bambú y variada floresta, el rostro del samurái era firme y se había transformado, su aspecto ya no era el de un siervo artesano sumiso y servil con sus señores los samuráis, él ahora se había convertido en un samurái que había luchado en decenas de batallas, cortando las cabezas de los enemigos de Nayiro y los de su hijo Kamakura, sirviéndole con absoluta fidelidad y eficacia y ahora trataba de solventar un ajuste de honor.
Sabio conocedor de este encuentro estaba convencido que esta vez no podría fallar de hacerlo el fracaso a los servicios de su seño Kamakura seria rotundo y no solo su honorable trayectoria como samurái estaría en juego, también en esta misma situación se encontraría su hijo Aikiro y esto le llenaba de pesar.
    Ya empezaba el sol a brillar cuando Taiko salió de una de las dos casas de té que existían en el camino al palacio del señor Shamura.
 Taiko era despedido por dos mujeres que le reverenciaban a la salida de éste junto al camino de una famosa casa de te mostrando cierto aspecto desaliñado.
 Taiko era acompañado por dos samuráis de escolta, probablemente estos serían los que participaron en la muerte de Kamaburo y Tanaka daba gracias a la providencia de que así fuera trazo un plan velozmente en su mente y espero con todos sus músculos en tensión.
    Tanaka había contado con esto y, aunque pareciera un encuentro desigual, nada más lejos de lo real, Tanaka estudió minuciosamente a los tres hombres que se acercaban por el camino.
 Caminaban a unos cincuenta pasos del señor Taiko, que le seguía con cierto aire de pereza, el viejo samurái esperó a Taiko y a sus dos hombres pacientemente y, cuando estuvieron a unos veinte pasos del, Tanaka, saliendo del bosque, les cortó el camino andando hacia un lado del sendero con un distinguido aire marcial, estos sorprendidos por la impronta se pusieron en guardia desenvainando sus espadas.
    — ¡Identifícate! ¿Quién eres?
    Uno de los samuráis de escolta reaccionaba de esta manera ante la sorpresa de la robusta estampa del samurái Tanaka.
    —Soy Tanaka sama, samurái del señor Kamakura.
    — ¿Y qué quieres para interrumpir nuestro camino?
    —Vengo a rendir cuentas con tu señor Taiko.
    — ¡Entonces prepárate para morir!
    Taiko, que se había quedado rezagado a unos cien pasos, también desenvainó su catana.
 Los dos samuráis de escolta se abalanzaron sobre Tanaka, que repelió el primer ataque, cruzando sus espadas y quedando Tanaka a espaldas de Taiko.
 Éste siguió avanzando hacia él y los dos samuráis volvieron a atacar a Tanaka, esta vez Tanaka cortó la clavícula de uno de los samuráis con un golpe seco junto al cuello, éste comenzó a dar pasos vacilantes, perdiendo abundante sangre y cayendo muerto en el acto, el otro, hipnotizado por aquella magistral lección de esgrima miró a Tanaka fijamente y pensando que había llegado la hora de vencer o morir, a un grito de banzai  avanzo hacia él con su espada en alto por encima de su cabeza y volvió a chocar su catana con Tanaka entonces éste, en un rápido giro de su cuerpo  alargo su brazo y con un enérgico movimiento de su catana, sesgó el abdomen del samurái de Taiko de un fuerte golpe, penetrando casi hasta la mitad de su cuerpo.
 Éste quedó estático con la espada en alto y la mirada perdida hasta que fue cayendo despacio hacia delante, quedando inerte en el suelo bajo un gran charco de sangre.
    Ahora Tanaka había quedado frente a Taiko a unos diez pasos de este  avanzando hacia el titubeante.
 Taiko había observado el combate, perplejo ante ese hombre que tenía frente a el este, había dado muerte a sus dos mejores hombres y aun se mostraba impasible.
 Aquel hombre entrenado en años y de aspecto rudo le era desconocido su mente especulaba en vano quien podía ser aquel maestro samurái y mirándole aun mas detenidamente con estupor  no se había llevado ni un rasguño.
    —Todavía no sé quién eres, ¿qué te debo yo para que quieras luchar conmigo?, ¿quién te envía?
 Taiko no paraba de hacer preguntas trataba de ganar tiempo y así poder estudiar mejor a su oponente que ya le consideraba un formidable rival los dos samuráis comenzaron a girar entre sí buscando el momento más adecuado para comenzar el inevitable combate.
    Tanaka todavía no respondía a tales provocaciones, pero Taiko también era un samurái curtido en decenas de batallas, por algo se había ganado el favor del señor Shamura, otorgándole grandes favores, y mirando fijamente al hombre que tenía ante sí con su único ojo, exclamó.
    — ¡Tú eres el herrero! ¿Cómo te haces llamar samurái del señor Kamakura?
    Esta vez increpó con altanería al hombre que tenía ante sí, usurpar la personalidad de un samurái sin serlo era grave delito en el Japón feudal que se pagaba con la muerte.
 Tanaka no respondió de nuevo a las tendenciosas palabras de Taiko y le instó a combatir.
    Taiko estaba plenamente confundido, no caía en la cuenta del porqué de esa situación, pero no era tiempo para pensar, y caminó hacia Tanaka los diez pasos que les separaban.
 Tanaka hizo lo mismo, avanzando hacia Taiko el trecho que le faltaba, las espadas chocaron una y otra vez y vuelta a empezar, tanto Taiko como Tanaka eran hombres fraguados en decenas de batallas y no sería fácil encontrar algún resquicio donde atacar en las guardias de combate.
Tanaka peleaba arrastrando los pies sobre el suelo terroso de la calzada, era mayor de edad que Taiko y no tenía la agilidad de éste y Tanaka no podía permitirse un error en el combate.
 Taiko acosaba a Tanaka en las distancias cortas, pero Tanaka le había cogido el compás, Taiko descuidaba su brazo en los ataques a fondo, empleándose con todas las fuerzas de su peso, esto podía ser debido a que Taiko se enfrentaba en combate en la retaguardia, cuidando a su señor, viéndose obligado a atravesar con su espada a los samuráis que de cierto modo y por el tumultuoso combate al cruzar sus aceros perdían el equilibrio y la mejor manera de remediarlo era ésta.
    Tanaka no espero más, ahora no tendría muchas oportunidades ante tan formidable rival había llegado la hora de vencer a Taiko.
Tanaka fingió un tropiezo desequilibrante clavando la punta de su espada en el suelo y flexionando la rodilla ligeramente y Taiko no se lo pensó mas se lanzó a fondo para atravesarle, pero Tanaka, samurái hecho en batallas como ésta esquivó el golpe incorporándose con gran agilitad para su edad, rozando su quimono la espada de Taiko, y aprovechando el lapsus de confianza de Taiko que creía haberle atravesado con su catana, Tanaka con un golpe seco de su espada le cortó de cuajo el brazo que sujetaba la catana, provocándole a Taiko un intenso dolor, entonces Tanaka creyó que había llegado la hora de hablar con Taiko, que se desangraba abundantemente por su muñón.
    — ¡Taiko, soy Tanaka sama, samurái del señor Kamakura, tú mataste al hijo de mi señor Kamakura!
    Taiko miró fijamente a Tanaka y comprendió que él formaba parte del plan del señor Kamakura para pasar a su hijo al Consejo de Regentes.
 El muchacho al cual había dado una paliza en la choza en realidad era el hijo del señor Kamakura, el heredero, y no el otro al que su señor daba protección en el castillo, pero comprendió que ya no tendría oportunidad de informar a su señor y empezaba a marearse por la abundante pérdida de sangre.
    Tanaka levantó su catana por encima de su cabeza y la hizo silbar en el aire.
 De un golpe cortó la cabeza de Taiko que tambaleante dio dos pasos cayó al suelo inerte dejando un gran charco de sangre en el suelo de la calzada.
    Tanaka limpió su espada con las ropas de Taiko lentamente como recreándose en la tarea ya culminada y desapareció en el bosque de bambú y variada floresta.
 Se dio prisa en llegar a su choza, sabía que pronto descubrirían los cadáveres y empezarían a indagar sobre el asunto, a Tanaka sólo le faltaba averiguar algo más para completar con el código de bushido y esto era saber qué había sido de su hijo Aikiro y aunque suponía que todo se guardaría con gran celo, sólo una persona podía decirle qué había pasado con Aikiro, llevaba más de veinte días sin tener noticias de él y aunque suponía que había sido tomado al servicio del señor Shamura, o estaría preso en el palacio o quizá muerto, esto no le gustaba ni tan siquiera pensarlo.
 Tanaka tendría que ir con mucho cuidado aunque ya la misión encomendada por su señor había fracasado.
    Tanaka no quería poner en peligro también la vida de su hijo, si se descubriera que el herrero había dado muerte al samurái de confianza del señor Shamura sería considerado traidor y si se identificaba como samurái su hijo Aikiro sería ejecutado en caso de estar vivo y los planes de su señor irían al traste, en ningún caso podían enterarse de que él había dado muerte a Taiko y sus hombres.
 Un siervo no podía utilizar las armas contra sus señores los samuráis, y si era verdad que Aikiro formaba parte de los planes del señor Kamakura, como el señuelo de su verdadero hijo, por ese lado había cumplido con la palabra dada a su señor, al sacrificar a su hijo en pos de la primera regla del código de un samurái: servir fielmente las órdenes del señor, aún a riesgo de la propia vida.
    Por otro lado, si se desvelaba la trama antes de la reunión del Consejo de Regentes declarando la muerte del heredero, el hijo de Kamakura, quedaría invalidada la aureola de protección que el Consejo de Regentes daría al joven Aikiro, aún sabiendo que él era sólo un señuelo en los planes del señor Kamakura, le tomarían al servicio de cualquier señor feudal, esto provocaría que pusieran en su lugar a otro shogun ajeno a los planes del señor Kamakura y eso se parecería más al incumplimiento de los planes de su señor.
 El hecho de que Aikiro fuera educado de la misma manera que el auténtico hijo de Kamakura a sabiendas de que Kamaburo no estaba dotado para las armas, en el supuesto caso de que Kamaburo fuera elegido como heredero sería sustituido por otro más adecuado para el cargo, llegado el momento pero bajo la protección del Consejo de Regentes.
    Tanaka, el maestro samurái, sabía que para cumplimentar con los deseos de su señor tendría que morir como Sato el herrero.
 Ya lo tenía todo decidido, preparó una esterilla nueva sentándose con las piernas entrelazadas y colocó las dos catanas a ambos lados de su cuerpo, tomó un papel y escribió sobre él en caracteres ideográficos los motivos que le habían llevado al suicidio.
 El curtido samurái se preparaba para cumplir la última misión de su señor: se haría el harakiri, en la nota explicaba el suicidio como único camino que le quedaba al perder a su hijo Kamaburo.
 De esta forma salvaría la identidad de su hijo Aikiro y eludiría la responsabilidad de la muerte de Taiko y  sus hombres de escolta.
    Tanaka volvió a encender incienso y evocó a los espíritus de sus antepasados en una ceremonia sintoísta con ciertos repuntes de animismo, pensó que esta vez no tendría a nadie que le ayudara a morir.
 Como él había hecho en dos ocasiones cortándole con su catana el cuello a dos samuráis que habían iniciado esta ceremonia contemplada en el código de honor de un samurái, el código de bushido.
   Para Tanaka ésta era la única salida honorable a tal situación, terminar de dar cumplimiento a las órdenes de su señor Kamakura de esta forma indirecta lograría  su señor pasar un heredero para poder evitar a toda costa que los enemigos de su señor Kamakura se hicieran con el nombramiento de un shogun de espaldas al primer gran poder, el emperador.
 Éste era el único con autoridad absoluta para nombrarlo y luego, en último caso, sería nombrado por el consejo de daimyo, sin estos dos grandes poderes feudales no se podría nombrar a un general de generales, un shogun, que comandaría a todos los señores feudales para luchar contra las tribus invasoras hostiles que desobedecían la autoridad del emperador.
    Ahora Tanaka sama, samurái del shogun Kamakura, se iría sabiendo que faltaban solo dos días para el gran Consejo de Regentes, según lo dispuesto por el señor Kamakura y ahora, en este momento, en el centro del habitáculo estaba un hombre, un samurái de honor de fuertes rasgos curtido por los elementos, con el cabello recogido en una coleta en la base de su cráneo, sentado en cuclillas, orando ante el altar de sus antepasados con un rostro reposado y tranquilo, sabiéndose en el cumplimiento de su deber como samurái, sus manos rudas y firmes tomaron la catana menor, desenvainándola, y tomando un trozo de papel envolvió la hoja de la catana hasta la guarnición para poder sujetarla sin cortarse las manos, para así evitar en lo posible el dolor producido al sujetarla en la parte más sensible del cuerpo humano, la piel, emitiendo menos dolor al cerebro.
    Esta vez, Tanaka sama estaba ido, como levitando, la serenidad de su rostro así lo indicaba, fue llevando la daga hasta su estómago y, dando una última mirada al altar de sus antepasados, ofreciéndoles su espíritu, se clavó la daga en el estómago hasta hacer tope con sus manos.
 Esta vez Tanaka sintió un terrible dolor que entorpecía su respiración y como si tratase de hacer un último esfuerzo, llevó la daga de un lado a otro de su estómago para hacer así un mayor estrago en sus vísceras y, doblando su cuerpo hacia delante por la inercia del intenso dolor clavó aún más si se quiere la daga hasta la empuñadura, entonces ya no se movió más, jadeó unos instantes como si le faltase la respiración y luego dejó de hacerlo.
    Un samurái había llegado al cumplimiento de la última orden de su señor.





















CAPÍTULO DECIMOQUINTO
La llegada de los señores feudales

    Mientras llegaba la noticia al castillo del señor Shamura de la muerte de Taiko y sus escoltas, y como se había producido cerca de una casa de té, fueron interrogadas las cortesanas que hubiesen visto u oído algo del incidente, pero nadie aportó ningún testimonio que pudiera esclarecer en alguna medida tales hechos las cortesanas después de despedir a Taiko se retiraron a dormir y quizás este fue el motivo por el cual no escucharon nada que pudiera esclarecer el incidente.
 De cualquier modo, la situación no era la más propicia como para dar largas en la investigación y decidieron por lo pronto cerrar el caso dando paso a una necesidad más acuciante.
    Dentro de dos días se celebraría el Consejo de Regentes y la coyuntura actual no estaba para dar más largas al asunto, los daimyo que formaban el Consejo ya tenían en su poder la misivas enviadas por el señor Nogushi donde se planteaba la duda razonable sobre la autenticidad del heredero de Kamakura.
 El señor Nogushi se había encargado de minar el ambiente con argumentos razonables pero ponzoñosos, declarando la tenencia en su palacio de un joven enviado por Kamakura, el cual también podría ser el hijo y heredero al shogunato.
    Se puso en conocimiento de todos los planes de la argucia del señor Kamakura, al tratar de pasar a su verdadero hijo, enviando varios señuelos y arguyendo en su favor que de no demostrarse claramente la autenticidad del heredero, el Consejo tendría que nombrar un nuevo shogun entre los señores daimyo presentes en el Consejo.
    Con estas misivas, Nogushi trataba de derrocar a su hermano en su propio terreno, Nogushi sabía que su hermano Shamura había sido el más leal servidor del señor Kamakura y el Consejo de Regentes tomaría partido por un leal servidor que había tenido en el señor Kamakura su principal ejemplo.
 Kamakura había logrado la pacificación del país teniendo en cuenta la igualdad de todos los señores feudales, otorgándoles riquezas y prebendas políticas sin tener en cuenta ningún privilegio como señor daimyo, premiando sólo la fidelidad al emperador y a su shogun.
Pero Nogushi sabía que su hermano también tenía un lado flaco y era hacerle quedar ante el Consejo como el creador de falsas argucias al pretender presentar ante el Consejo a un falso heredero que fuera nombrado shogun, otorgándole a él en sumo grado favores de privilegio ante los demás señores daimyo y dado que Nogushi se había asegurado la ausencia por disidencia del más peligroso de los señores daimyo todo parecía quedar a su favor.
 Kaito y su hijo Toshiro jugarían una baza importante ante el Consejo de Regentes.
    Nogushi sabía que esta vez no sólo se dilucidaría la autenticidad del heredero al señor Kamakura, sino que también las continuas e insidiosas tentativas de asesinato a Kamakura ponían en juego la cabeza de muchos de estos señores que ante un peligro inminente de guerra entre daimyo y pequeños señores feudales hablarían por el continuismo de la casta Kamakura.
    Al fin llegaba el ansiado día por todos esperado, desde el día anterior todo el litoral de la playa de Yamada había sido tomado por los quince señores feudales más importantes del Japón.
Cientos de samuráis tomaban los puestos mejor dotados estratégicamente para obtener la más eficiente custodia de las vidas de aquellos señores feudales que le habían jurado fidelidad.
 Las dos colinas donde se divisaba perfectamente la costa estaban tomadas por tres centenares de arqueros a caballo  y dos centenares de lanceros haciendo un perfecto pasillo seguridad de entrada y salida al gran consejo de regentes, los samuráis desde sus puestos de vigilancia tomaban la primera comida de la mañana consistente en arroz y pescado servidas por un ejército de sirvientes que paulatinamente iban despareciendo del magno escenario dejando tras de sí todo recogido y el suelo de arena trillado y limpio.
    Todo estaba dispuesto en una pequeña playa cerca del desembarcadero y no muy lejos del palacio del señor Shamura, todos y cada uno de los samuráis del señor Shamura estaba dado a la protección y seguridad de esta ceremonia.
 Ya los distintos señores con sus respectivas escoltas tomaban sitio en la playa de Yamada según les era asignado por un samurái de confianza del señor Shamura que venía a sustituir al desparecido Taiko.
 El señor Shamura había dejado bien claro que no permitiría una escolta superior a la de un centenar de samuráis por cada señor feudal, Shamura garantizaría la seguridad de todos y para dar fe de ello a la vista estaba el gran despliegue militar de sus samuráis.
 Poco a poco se fueron levantando todas las tiendas de los señores feudales que participarían en la magna reunión, un total de quince, solo había un ausente: el señor Kaito.
    El señor Shamura había dado la orden de suministrar todos los alimentos y víveres que para tales efectos se necesitaban y los samuráis habían dado buena cuenta de ellos.
 A cada paso, por la pequeña playa de Yamada se iban observando todas las tiendas levantadas con sus pendones ondeando al viento, mostrando sus respectivos caracteres ideográficos de la casta daimyo que representaban.
 Se podían ver los de Shamura, Kamakura, Iroshi sama de Okinawa, Tojo —señor de Yeso—, y todos lucían sus emblemas de sus casas daimyo.
    Entre el Consejo de Regentes se trataría con gran prioridad la trama de conspiración contra Kamakura y en este sentido todo iba encaminado hacia el hermano del señor Shamura, Nogushi sama, éste había coqueteado con el señor Kaito, siendo los artífices de esta macro conspiración.
    A falta de Kaito sama, que no había confirmado su asistencia, con lo que evidenciaba de esta manera su hostilidad con el shogunato del señor Kamakura y el continuismo que ello representaba.
    Kaito sama no renunciaba a los privilegios de los señores daimyo sobre las demás castas no daimyo, que el continuismo del shogunato Kamakura le negaba y otorgaba solo a la fidelidad del emperador y a su shogun este privilegio como único requisito para la paz entre señores feudales.
    Toshiro tendría que dar serias explicaciones al Consejo del asesinato de Kamakura y los continuos fallidos intentos de asesinar al auténtico heredero del señor Kamakura.
 Estos hechos estarían encima de las negociaciones, aún así Nogushi dominaba la influencia de muchos cientos de pequeños señores feudales que a su vez controlaban la influencia de otros cientos más pequeños y todos a la vez hacían una enorme fuerza de gran poder militar capaz de anular las pretensiones de Kaito.
 Sin el apoyo de Nogushi las fuerzas del señor Kamakura marcharían sobre Hokkaido aplastando a las tribus bárbaras lideradas por Kaito.
    Las fuerzas de Nogushi aportaban a esta alianza las dos terceras partes de los samuráis del señor Kaito, por ello para el señor Kamakura era tan importante la estrategia de apartar a Nogushi de esta alianza y de facto lo había logrado.
 Así los planes de Kamakura se desarrollaban según lo calculado por el gran estratega.
    Nogushi de momento no calculaba el alcance de su decisión de romper su alianza con Kaito poniendo la balanza a favor de los planes de Kamakura, la negociación de su hijo Toshiro a sus espaldas no le daba otra salida al gran señor daimyo que, viendo cómo Kamakura ganaba batallas aun después de muerto, solo le quedaba la salida de arriesgar en la coartada de la duda razonable al existir como poco tres señuelos, dando lugar a la justificación del ataque al palacio del señor Shamura, exponiendo su idea de conspiración para obtener un shogun de paja fácilmente eliminable llegado el momento y justo así estas pequeñas cédulas militares controladas por el señor Nogushi se inclinarían en el Consejo de Regentes hacia el señor que mayor apoyo obtuviera entre los daimyo.
    El tiempo fue transcurriendo sin incidentes dignos de ser narrados, solo que empezaba a remitir el terral y comenzaba a soplar una leve brisa marina que hacía balancearse ligeramente las carpas instaladas al efecto, provocando que los sirvientes se aprestaran a asegurarlas con mayor rigor, ahora solo faltaba ver brillar el sol en el horizonte y comenzar el gran encuentro entre daimyo.
    En la mañana, a orillas de la playa de Yamada, se encontraba un mar en calma a pesar de estar en época de algún tifón.
 Una suave brisa corría antes de que empezara el sol a calentar, los samuráis de alguno de sus señores empezaban a formar al lado de sus pendones según la casa daimyo que representaban, todavía a la espera de sus respectivos señores a la salida de sus tiendas, esto sucedería a la llegada de su anfitrión, el señor Shamura.
 Éste había dispuesto una gran carpa a unos cien pasos de la playa muy amplia como para albergar a todo el consejo daimyo, estando dotada de una larga alfombra de color rojo en la cual a ambos lados se sentarían todos los miembros del Consejo y al final de la alfombra en una tarima ligeramente más alta estarían seis asientos presidiendo el Consejo.
 De repente, en una colina cercana a la playa, aparecieron cuatro samuráis portando sendos pendones indicando en caracteres ideográficos la casta daimyo de Shamura, esto indicaba la pronta llegada del daimyo anfitrión.
 Acto seguido todas las tiendas que alojaban a los distintos señores feudales invitados salieron, colocándose al lado de sus respectivos pendones indicativos de su casta daimyo.
 Allí estaban los señores de Okinawa, Yeso, Kiusiu, Nagoya, Kobe, Hiroshima, Sendai, Akita, Hokadate, Yokosuka, Kawasaki, Kagoshima, Matsue, Niigata, Mito, todos y cada uno de ellos solemnes como lo exigía la ocasión, fueron colocados en la carpa central según su importancia militar por un nuevo samurái de confianza del señor Shamura sustituyendo al desaparecido Taiko, todos los señores feudales fueron situados a ambos lados de la alfombra central a excepción de Nogushi que ocuparía un lugar preferente.
    Así estaban las cosas y la llegada del señor Shamura no se hizo esperar, éste era escoltado por un grupo de veinte samuráis perfectamente engalanados con sus respectivos quimonos de seda nuevos, le seguían el joven Aikiro acompañado de Yumori y una escolta de diez samuráis.
 A su llegada ante la pequeña tribuna todos los señores allí presentes le saludaron respetuosamente con una larga reverencia, Shamura autorizaba al joven Aikiro a sentarse a su lado, lo mismo hizo el señor Nogushi con el joven Fukoda, así el señor Shamura por ser el daimyo con más influencia entre los presentes tomó asiento primero y acto seguido lo hicieron todos los demás, solo los samuráis de escolta con su estatuaria elegancia permanecían de pie.
 Shamura llegaba al Consejo de Regentes sabiendo que de no ser probadas las identidades de los dos supuestos herederos, la lucha por el poder del shogunato estaría entre él y su hermano Nogushi.
 Él tenía a su favor la garantía del continuismo del señor Kamakura y por tanto el apoyo de muchos señores daimyo.
 Al contrario que Nogushi, que sólo obtendría una leve ventaja en caso de que las pequeñas y medianas cédulas feudales le brindaran su apoyo, obteniendo así una ligera mayoría ante el Consejo.






















CAPÍTULO DECIMOSEXTO
El emperador

    El señor Shamura lucía estampados en rojo y oro que representaban a la casta de su linaje daimyo, tres motas o lunares rojos en una suave ola en oro simbolizaban las tres provincias que gobernaba, bañadas en un rico y abundante mar.
    Shamura miró a los presentes con aire solemne desde lo alto del montículo preparado para la reunión.
 En ese montículo se tenían asientos reservados para los tres señores daimyo más influyentes, allí estaban él y su hermano Nogushi, Iroshi sama, señor de Okinawa y el asiento vacío de Kaito demostrando su abierta discordancia con este Consejo.
    Por un instante se hizo un silencio absoluto, solo se escuchaba el ondulante vaivén de los pendones al viento, cuando confundido con el traqueteo de las ondulantes telas de los pendones comenzó a escucharse el sonido rítmico de boga de un barco que se acercaba, todos los allí presentes dirigieron sus miradas al mar, fijándose en el saliente de un recodo de la costa, mientras se acercaba a todo galope un caballo por la orilla de la playa llegando junto a la carpa del señor Shamura, desmontando y dando un mensaje a un samurái que parecía tener el privilegio especial de acercarse ante el señor Shamura, éste, sin mediar la intersección de ningún miembro de su escolta, se presento ante el señor Shamura inclinando su cuerpo respetuosamente, entregándole el mensaje oral después de reverenciarse ante Shamura.
    —Shamura sama, el barco del emperador se acerca al Consejo.
    Éste se aproximaba cada vez más al embarcadero provocando el justificado nerviosismo entre los señores feudales y los samuráis de custodia, el barco en cuestión con el emblema imperial venía acompañado de otros dos barcos más voluminosos para transportar a los samuráis de escolta del emperador, éste, habiéndose enterado de los graves acontecimientos llegaba al Consejo para hacer valer su opinión, esto cambiaría radicalmente las cosas.
 El emperador llegaba al Consejo y en primer lugar haría prevalecer los derechos de sucesión de Kamakura, si éste hubiera dejado un claro heredero, sin dudarlo tomaría parte por él, de lo contrario el Consejo de Regentes tendría que tomar la difícil decisión de elegir un nuevo shogun, pero aún así el emperador tendría la última palabra en la elección de un nuevo shogunato entre los señores feudales daimyo y por otra parte los traidores del señor Kamakura serían ejecutados en el acto.
    Ya no había tiempo para artimañas, habría que dejar las cosas bien claras ante el Consejo y eso el señor Nogushi lo tenía muy claro.
 Su díscolo hijo Toshiro había jugado con fuego y ésta podría ser la última vez que lo hiciera sin quemarse.
    Ya había llegado la nave al embarcadero y lanzando los cabos para ser amarrado, bajando de ella unos ciento cincuenta samuráis, luciendo todos ellos quimonos de seda color crudo con el distintivo imperial, le siguió un séquito de unas veinte personas, todas lujosamente ataviadas.
    Viajando en el centro de toda la solemne y divina presencia, el emperador, escoltado por dos pajes que le sujetaban una vistosa sombrilla.
 Así avanzaron hasta el montículo donde se encontraba Shamura, provocando a su paso que todos los sirvientes y samuráis se postraran ante su presencia sin atreverse a mirarle a los ojos, entonces, al llegar junto a él, Shamura gritó con voz enérgica:
    — ¡El emperador!
    Acto seguido, los señores feudales le saludaron sujetando sus catanas, inclinando su cabeza y tronco hacia delante sin levantarse hasta que el emperador no se hubo sentado, éste tomó la posición regidora del señor Shamura en el centro de aquel montículo, comenzando los vítores de todas las castas daimyo propagadas por cientos de gargantas de sus respectivos samuráis dando su apoyo a la representatividad del primer poder.
    Todos los vítores eran para su emperador y su señor, teniendo en cuenta al señor que servía.
    El séquito de su divina majestad celestial estaba compuesto por cuarenta y dos señores y doscientos cincuenta samuráis de los cuales solo ciento cincuenta viajaban en su séquito, el resto había quedado de pasillo de escolta hasta el embarcadero, proporcionando una larga barrera de seguridad, dando la debida protección incuestionable por ningún señor feudal de los allí presentes, la figura del emperador era intocable.
    Al fin, el emperador autorizó al señor Shamura con un gesto que podía comenzar la protocolar ceremonia asumiendo también como suya la autorización para los demás señores feudales del Consejo.
    —No le esperábamos, señor.
    El emperador miró con rostro sereno a Shamura.
    —Se ha cometido un magnicidio, ¿qué crees, que iba a pasar por alto esta situación sin impartir justicia?
    El emperador tenía unos sesenta años de edad y presentaba un aspecto saludable, los señores feudales presentes empezaban a tomar sus posiciones relajadas dentro del Consejo después de que se autorizara a mirar al emperador, privilegio solo concedido al shogun, nadie podía mirar a los ojos del emperador celestial del país del sol naciente.
    — ¡Que comience el Consejo!
    El emperador, con un gesto de su mano, cedió el derecho de protocolo del Consejo al señor Shamura, se hizo un silencio de armonioso respeto, solo roto por el ondulante chasquido de los pendones de las distintas casas daimyo, al sonido del viento se le unió el rompiente de las olas al llegar a la orilla de la playa.
    Shamura sama se dirigió al Consejo con voz enérgica.
    — ¡Se ha cometido un magnicidio contra el shogun nombrado por el emperador y la última voluntad del shogun era que su hijo heredara el continuismo de su shogunato!
    Esta vez Shamura dirigió la mirada hacia el séquito imperial, dirigiéndose al emperador, éste asintió con la cabeza, aprobando las palabras del señor Shamura, y continuó.
    —Debo informar al Consejo de que el señor Kamakura envió tres jóvenes con espadas idénticas previniendo estos acontecimientos, dos eran señuelos y tenían como misión presentarse ante mí en el castillo de Yamada para que el Consejo decidiera cuál de los tres portaba la espada auténtica del señor Kamakura, regalo del emperador.
    Terminada esta alusión se hicieron unos instantes de silencio.
    El emperador estuvo al tanto de los planes desde el principio, el hermano mayor del señor Kamakura servía al emperador desde su más temprana edad, siendo la voz y el emisario personal del imperio, y aunque no podía actuar por su propia voluntad, sus órdenes se consideraban como las del mismo emperador, Shamura dirigió esta vez su pregunta al hermano del desaparecido Kamakura.
    —Kawamura sama, ¿cuál de estos dos hombres es el hijo de tu hermano Kamakura?
    Kawamura miró fijamente a los dos jóvenes que allí estaban, uno al lado del señor Nogushi y el otro junto con la escolta personal de éste, a unos diez pasos del emperador.
    —No podría decir con certeza quién es mi sobrino, hace más de diez años que no le veo, mi sobrino fue confiado al maestro samurái Tanaka sama.
    Preguntando de nuevo Shamura:
    — ¿Dónde está Tanaka sama?
    —No lo sabemos, Tanaka sama era el maestro de artes marciales de la guardia del emperador.
    —Lo sabemos —contestó el señor Shamura.
    —Y tengo a bien presentar al Consejo a los dos jóvenes vivos portadores de dichas espadas, la tercera fue encontrada donde tuvo lugar el combate contra el shogun Kamakura, el cual sabemos que murió asesinado.
    Shamura dirigió su mirada hacia Nogushi.
    —Puedes dirigirte al Consejo.
    Nogushi se levantó de manera solemne, dirigiéndose al Consejo.
    —Pido permiso al Consejo, tengo en mi poder esta catana encontrada en el escenario de la batalla, la otra la porta ese joven que se hace llamar Fukoda, viajaba con la intención de presentarse al señor Shamura en su castillo.
    Shamura en un rapto de ira:
    — ¿Y cómo te atreves a interceptar al joven sin mi permiso reteniéndolo en tu palacio?
    —Corren tiempos difíciles y mi intención es servir dando cumplimiento a la voluntad del shogun dando protección a su hijo.
    — ¡Eso todavía no está demostrado y lo tendrá que decidir el Consejo!
    Ahora quien hablaba así era Shamura.
    Su hermano Nogushi sama trataba así de influir en el Consejo, pretendía con esta maniobra hacer borrar la sospecha de conspiración con el señor Kaito contra Kamakura, su hijo Toshiro había conspirado a su espalda desobedeciéndole y esto podría acarrearle serios problemas ante él.
De momento había salido airoso de este envite, Nogushi mostró la catana hallada en el campo de batalla al Consejo, las otras dos estaban en poder de los jóvenes.
 Esto obtuvo la aprobación como prueba ante el Consejo, mostrándola a los allí presentes para su convencimiento ante dicha prueba.
    La reacción del señor Shamura no se hizo esperar.
    — ¿De dónde has sacado esa espada?
    Todos en el Consejo guardaron silencio.
 El tono de voz del señor Shamura esta vez era imperativo, su hermano Nogushi se tomó su tiempo antes de responder.
    —La espada del cordón rojo fue arrebata a unos samuráis que viajaban a Hokkaido a entregársela al señor Kaito como prueba del magnicidio y la espada con el cordón dorado la portaba el joven Fukoda, por todo ello tengo serias dudas de la autenticidad del heredero del señor Kamakura.
    Los miembros del Consejo se miraron y se preguntaban al mismo tiempo cómo se resolvería este dilema.
 El señor Nogushi había puesto el dedo en la llaga, ¿cuál de los dos sería el hijo de Kamakura?, ¿Fukoda o Aikiro?, o quizás éste había muerto en el ataque a la comitiva del señor Kamakura.
 Esta alusión del señor Nogushi tenía pendientes a todos los miembros del Consejo por igual y en especial al señor Shamura.
    Sentado en un cómodo sillón plegable estaba el joven Aikiro, vestido elegantemente para la ocasión, a su lado Yumori y dos samuráis que le servían de escolta.
    Esta situación ponía aún si cabe más leña al fuego, el señor Nogushi estaba algo nervioso por la situación y no pudiéndose contener más por la parcialidad que esto daba al Consejo a favor de Aikiro, protestó.
    — ¿Qué hacen esos samuráis escoltando personalmente al joven Aikiro?
    — ¡Esos son samuráis que le han prestado fidelidad a su señor Aikiro!
 Contestó Shamura algo enfadado por las continuas insidias de su hermano Nogushi.
    Yumori se tornó serio y se puso en tensión cuando fue nombrado por el señor Nogushi.
 Éste, volviendo a la carga para  desestabilizar la ligera parcialidad del Consejo sobre Aikiro, esta vez se dirigió directamente a Yumori.
    —Sabes que si has jurado fidelidad a un falso señor, correrás la misma suerte que él y tendrás que pagar por ello.
    Yumori, herido en su orgullo de samurái ganado en las campañas del señor Kamakura contra las tribus bárbaras invasoras, aferrando su mano fuertemente a su catana y en afirmación a su responsabilidad, contestó:
    — ¡Aikiro sama es nuestro señor y nuestros destinos y nuestras vidas le pertenecen!
    Yumori se dirigía al señor Nogushi en tono sensiblemente enfadado, había salido a relucir en el Consejo su nombre cuestionando la responsabilidad de juramento como samurái, tratando de poner en entredicho la honorabilidad de su señor, y esto no lo podía permitir ningún samurái de honor, logrando que el emperador levantara su mano en modo conciliador, dando por terminada la controversia.
    — ¡Shamura!, ¡que los dos jóvenes se acerquen ante mí!
    El emperador daba el consentimiento para que los dos jóvenes, Aikiro y Fukoda, se presentaran ante él.
    El primero en acercarse fue Aikiro, éste saludó respetuosamente a los miembros del Consejo, antes de incorporarse anduvo seis de los diez pasos que le separaban del emperador, su esbelta figura daba a la serena complacencia de su rostro un aspecto señorial como pocos, a pesar de los escasos veinte años.
 Al llegar se detuvo postrándose ante él, presentándose a continuación.
    —Soy Aikiro, señor, mi espada estará a tu lado y mi alma estará contigo.
    Aikiro conocía a la perfección el protocolo imperial.
 Su padre, el herrero Sato, le había enseñado no solo el exquisito refinamiento que demostraba ante el emperador, también había aprendido la serena templanza de su hermano Kamaburo.
 Aikiro lo había aprendido al tratar de imitar el comportamiento de Kamaburo para eludir las pesquisas inquisitivas de Taiko.
    El emperador observó minuciosamente al joven que tenía ante sí.
 Estaba sentado en cuclillas y con la mirada baja, en actitud de sumo respeto ante el emperador, éste estaba acostumbrado a mirar dentro de la personalidad de sus vasallos, quizá porque habían sido muchos los valientes samuráis que le habían prestado servicio.
 El emperador volvió a mirar a aquel joven tan incógnito, su desdén ante tal situación le inspiraba valor y seguridad en sí mismo, nada más mirarle se podían apreciar sus exquisitos modales.
 Sin lugar a dudas aquel joven había sido educado para ser un gran señor, el emperador, tomando aire en sus pulmones se decidió a interrogarlo.
    — ¡Di al Consejo quién eres tú!
    —Mi nombre es Aikiro y me crié en el palacio imperial.
    Estas palabras trajeron un gran sobresalto al emperador, que tenía conocimientos de la crianza del hijo de su shogun Kamakura dentro del palacio imperial de Kioto.
 El emperador, visiblemente emocionado, volvió a preguntarle.
    —Dime, Aikiro, ¿viajaste en la comitiva del señor Kamakura?
    Esta pregunta ponía al joven Aikiro en un gran aprieto moral, ya era hora de que dijera su auténtica procedencia y por otro lado aún no había podido ver al señor Ishi, aquel samurái al que el herrero Sato recomendó diciéndole expresamente que él podría ayudarle en esta situación.
    Aikiro, viendo que quizá no tendría más una oportunidad como ésta:
    — ¡Quisiera que viniera al Consejo Ishi sama, samurái del señor Shamura!
    Aikiro había formulado esta petición directamente al emperador, que le estaba interrogando, cogiendo por sorpresa a todo el Consejo, que veía cómo de repente pasaban a dilucidar la identidad de aquel joven como posible hijo del señor Kamakura.
    Solicitaba ahora en cuestión la presencia del maestro Ishi sama, entrenador de artes marciales del señor Shamura.
    — ¿De qué conoces al maestro Ishi? —preguntó sorprendido el emperador.
    —Tengo una carta de recomendación para el señor Ishi de mi padre, él lo aclarará todo.
    Mientras esto sucedía, el emperador iba siendo informado de todo.
 Aikiro que, al formular la súplica había asumido la postura de sumo respeto, postrándose ante el emperador, fue autorizado a incorporarse.
    —Puedes incorporarte, espero que el señor Ishi aclare tu destino.
 Le contestó el emperador.
    Esta petición cogía de sorpresa especialmente a Nogushi, que veía ahora más que probable su teoría de conspiración para colocar un shogun de paja que sirviera a los intereses de otros señores feudales.
 Al que también dejaba muy sorprendido era a Yumori, el samurái de confianza del señor Kamakura, que creyéndolo el hijo de su señor, le prestó juramento de fidelidad y lealtad.
    Shamura había ordenado que trajeran a la presencia del Consejo al señor Ishi sama, éste entrenaba a los samuráis del señor Shamura en las artes de la guerra, en poco tiempo acudía ante la presencia del Consejo de Regentes presidido por Shamura.
 El protocolo exigía que Ishi sama fuera presentado por su señor Shamura ante el Consejo.
    —Éste es Ishi sama, maestro en artes marciales, que ha venido aquí ante el Consejo para tratar de aclarar la situación en la que se encuentra el joven que se hace llamar Aikiro.
    —Puedes preguntar, Aikiro, éste es Ishi sama.
Aikiro miro con firmeza al rostro de Ishi sama y con exquisita educación le saludo inclinando respetuosamente su cabeza ante él.
    —Mi padre me ordenó que después de presentarme ante el señor Shamura le mostrara la espada y luego le buscara a usted y le entregara esta carta.
    Aikiro deslizó su mano por la solapa de su quimono, sacando un pliego de papel cuidadosamente doblado y se lo dio al señor Ishi cogiéndolo con sus dos manos entregándoselo, quien tomó el papel en el que se leía en caracteres ideográficos: «Aquí te envío a mi hijo, en tus manos dejo su futuro».
    Su rostro se transformó y en su cara empezó a notarse cierta alegría.
 Shamura, que no dejaba escapar ni una palabra o gesto, tratando de averiguar aquello que estaba aconteciendo, preguntó:
    —Ishi sama, ¿quién le envía esa carta?
    —Shamura sama, la carta la envía el herrero Sato y pide que yo decida cuál será su futuro.
    Shamura, visiblemente enojado, arremetió contra aquello.
    —Entonces, Aikiro ha usurpado la personalidad del señor Kamakura. ¿Cómo siendo hijo de un herrero conoce también el dominio del protocolo y las artes marciales?
    Todo el Consejo estaba en vilo ante tal situación, nadie podía imaginar que la trama del señor Kamakura llegara tan lejos como acontecía.
 El señor Ishi sonreía complacido ante tales acontecimientos y si esto fuera cierto la vida de Aikiro y la del samurái Yumori correrían la misma suerte, éste último había jurado fidelidad al joven Aikiro y ahora a éste le pertenecían doscientos cincuenta samuráis de escolta y más de un millar que aguardaban en las afueras del castillo de de la ciudad de Yamada que también estarían sujetos a la voluntad del señor Shamura.
 Entonces, el maestro Ishi tomó otro semblante muy distinto al que había demostrado hasta ahora, esta vez se llenó de solemnidad para dirigirse de nuevo a su señor.
    —Shamura sama, el herrero que le ha servido durante casi diez años en realidad es Tanaka sama, maestro samurái del arte de la guerra del emperador y el shogun Kamakura.
    Esta vez las palabras de Ishi tuvieron doble efecto, el de la satisfacción por parte del emperador y la decepción y el descontento por parte del señor Nogushi y alguno de sus aliados.
 Nogushi tenía que ir a por la última oportunidad de quedar limpio de mancha en esta aparente conspiración.
    El emperador, después de haber oído tales declaraciones del maestro Ishi, asumía el conocimiento de que el maestro samurái Tanaka sama había sido escogido para tal misión, la de preservar la vida del hijo de Kamakura y, por lo tanto, tendría que hacer valer su opinión en este desenlace.
    —Es cierto que hace diez años yo autoricé la marcha de mi maestro Tanaka sama para la protección y la educación del hijo del señor Kamakura, manteniendo su identidad oculta por problemas de seguridad.
    El emperador se detuvo unos instantes para ver y analizar la reacción de los señores daimyo allí presentes, todos estaban parcialmente del lado del joven Aikiro.
Parecía un clamor popular dando por hecho la autenticidad del hijo del shogun Kamakura, cuando este coloquio fue interrumpido por la voz aparentemente suplicante del señor Nogushi, que pedía ser escuchado.
    —Señor, mi fidelidad a usted es lo primero, pero este Consejo necesita más pruebas.
    Nogushi se mantenía postrado ante la autoridad del emperador, pero el emperador, sabiéndose confortado por la providencia de que tal casualidad del destino no tendría ningún equívoco, con majestuosa serenidad le contestó al señor Nogushi:
    — ¿Qué más pruebas necesitas?
    —Que el maestro Ishi asegure que el herrero que sirve al señor Shamura es en realidad mi maestro samurái Tanaka sama y le fuera precisamente confiada la vida del hijo del señor Kamakura.
    — ¿Y las espadas, señor?, ¿todas son iguales? Sólo el hijo del señor Kamakura podría portar la auténtica.















CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Kubasari Tojo: maestro forjador del emperador

    Esta vez Nogushi se jugaba la última oportunidad de poder salir airoso de tales acusaciones de conspiración.
 Su hijo Toshiro estaba prácticamente perdido ante el aluvión de pruebas.

    En contra de la baza del joven Fukoda, aún no le había dejado comparecer ante el emperador y ya estaba prácticamente descartado como posible heredero del shogun Kamakura, esto le ponía las cosas muy cuesta arriba al díscolo hijo del antiguo señor daimyo, si resultara que Fukoda solo fuera otro de los dos señuelos enviados por Kamakura para lograr pasar a su auténtico hijo éste tenía que pagar con su propia vida tales despropósitos.
 La traición al propio señor se pagaba con la muerte.
    El emperador, viendo que el reto de dilucidar las espadas ante el Consejo tenía una sobrada lógica de fiabilidad y sólo podía ser desvelada por aquel que la forjó, la espada a la cual hacía referencia en este Consejo de Regentes era la espada regalada por el emperador al ser nombrado shogun Kamakura, que estaba forjada por el mejor maestro forjador del Japón, Kubasari Tojo.
 Éste se había ganado el honor de viajar con el séquito del emperador por si sus servicios en un momento determinado fueran requeridos como lo era ahora para forjar la espada del nuevo shogun del imperio de Cipango, como le llamaban en el imperio de Kublai-kan.
    Sólo el gran maestro forjador Kubasari Tojo podía dilucidar tal enigma, las tres espadas eran absolutamente iguales entre sí, hasta ahora había sido un tremendo dilema, pero el emperador no sólo estaba interesado en demostrar cuál era el verdadero hijo del señor Kamakura, a éste también le interesaba descubrir a los traidores y asesinos de su shogun y para ello mandó llamar ante la presencia del consejo a Yumori, el samurái de confianza del señor Kamakura y ahora siervo del señor Aikiro.
 El protocolo obligaba a ser presentado ante el Consejo a Yumori por el señor Shamura, entonces Shamura dijo al Consejo:
   — ¡Éste es Yumori, samurái del señor Kamakura y hoy sirve al señor Aikiro, jurándole fidelidad!
    Yumori se postró de rodillas ante el emperador y, sin levantar la cabeza del suelo, le ofreció fidelidad.
    —Soy Yumori sama, sirvo a mi señor Aikiro y al emperador.
    — ¿Puedes decirle al Consejo algo que pueda aclarar el ataque a tu señor Aikiro?
    Shamura moderaba el interrogatorio mientras al emperador se le iba comunicando cada acontecimiento que sucedía por un sirviente personal.
 Yumori sin titubear, contestó:
    — ¡Hai, Shamura sama!
    — ¿Quién de los señores presentes ha tenido la responsabilidad en los ataques de tu señor Aikiro?
    Yumori, con voz firme, señaló donde estaban sentados el señor Nogushi y su hijo Toshiro.
    — ¡Fuimos atacados por mercenarios mandados por el señor Kaito y dirigidos por Toshiro, el hijo del señor Nogushi!
    Entonces Nogushi y Toshiro se pusieron en pie y éste instintivamente se llevó las manos a su catana, pero fueron rodeados por la guardia del emperador, que desenvainó sus espadas, llegando a detenerse cerca de sus cabezas, obligándoles a desarmarse, disuadiéndoles de intentar otro feo incidente.
    Aquí fue cuando Nogushi, como jefe del clan, tuvo que hablar en defensa de su hijo.
 El sabía mejor que nadie que su hijo había desobedecido sus órdenes, pero como jefe de una dinastía daimyo tenía responsabilidad de honor.
    Esperó a que Yumori presentara todas las pruebas pertinentes ante el Consejo, tratando de solventar la situación.
 Hablando con voz grave, dirigiéndose directamente al señor Shamura:
    —Tengo fundadas razones para creer que el hijo de Kamakura murió en el ataque a la caravana, participando hombres de la tribus bárbaras y samuráis de Kaito, creo que se conspira y tratan de poner en el poder un nuevo shogun de paja para poderlo cambiar a su antojo en el momento preciso.
    El rostro del emperador esta vez se desdibujó de forma visible; estaba enfadado, las acusaciones de Nogushi no iban dirigidas hacia su persona, de haberlo hecho, su cabeza hubiese sido cortada en el acto pero sí iban dirigidas hacia el señor Shamura, el más fiel aliado del señor Kamakura.
 El señor Shamura no podía soportar tantos improperios dirigidos hacia él.
    —Esas acusaciones son muy graves, ¿tienes pruebas que lo certifiquen?
    — ¡Sí, las tengo! ¿Cuáles son tus pruebas?
    —Quisiera preguntar al señor Imo Sato.
    Hatamoto del señor Kamakura, Imo Sato, criado personal del señor Kamakura, había acudido y ocupaba un lugar preferente en el séquito imperial.
 Éste había sido el hatamoto del señor Kamakura, honor dispensado solo a grandes señores por el grado de responsabilidad militar del shogunato, el cual tenía como sumo privilegio ser recibido por éste incluso sin pedir audiencia previamente, sentándose a un lado del emperador como su rango lo exigía.
    —Pregunta pues.
Le contestó Imo Sato con un tono suave pero directo.
 El señor Nogushi, mirándole a los ojos, le preguntó.
— Imo Sato sama, ¿dónde se ha visto al joven Aikiro al que aseguran que puede ser el hijo del señor Kamakura?
    Imo Sato quedó sorprendido.
 Él lo había comentado solo una vez con Yumori, ahora sabía en carne propia que los espías de Nogushi tenían orejas largas, pero lejos de amilanarse contestó con tono tranquilizador:
    —Le he visto en casa del herrero, al cual le llamaba padre.
    Nogushi volvió a preguntar:
    — ¿Conociste al hijo de Kamakura?
    —Sí, le conocí en el palacio del emperador.
    — ¿Y éste es el joven que conociste en el palacio del emperador?
    — ¡No lo puedo asegurar, han pasado diez años de aquello!
    La expresión del astuto samurái se torno delicadamente satisfecha, como arquero que acierta de plano a doscientos pasos de distancia.
    —Sí, es cierto, pero puedo también jurar ante este Consejo que este joven vivía en palacio bajo la protección de mi señor Kamakura y era entrenado en las artes marciales por el maestro Tanaka y vivía en la casa principal destinada a los hijos de mi señor Kamakura.
    Ya no se notaba en el rostro del señor Nogushi la irónica sonrisa de satisfacción, pero Nogushi no se amilanó y continuó.
    — ¿Hace cuánto tiempo que no ves al hijo de tu señor Kamakura?
    —Hará unos diez años.
    — ¿Y aun así afirmas que este es el mismo joven?
    Imo Sato guardó unos segundos de reflexión y continuó.
    —El muchacho que yo recuerdo hizo una acción a su maestro por la cual fue castigado por su propio padre, mi señor Kamakura.
    Ahora las miradas iban dirigidas al joven Aikiro, que se encontraba justamente a la derecha del señor Shamura.
 Imo Sato se volvía de cara al joven Aikiro para preguntarle.
    — ¿Puedes recordar por qué te castigó el señor Kamakura?
    A Aikiro la pregunta le provocó confusión y no atinaba a recordar aquel momento de su vida, pero tenía serias dudas, en su mente éstas le llegaban como recuerdos de luz que se encendían y se apagaban a intervalos de tiempo pero seguía sin recordar.
    Nogushi volvió a respirar.
 Aikiro por primera vez se mostraba inseguro, aquel joven que hasta el momento se había mostrado seguro de sí mismo ya no era el mismo.
    El emperador, viendo en la maniobra sediciosa de Nogushi que aquello podía acabar en un juicio inculpatorio de falsa identidad y aprovecharlo en su favor para justificar un magnicidio, interrumpió diciendo:
    —Es evidente que cuando sucedieron estos hechos era muy pequeño y no tendría por qué recordarlo, teniendo en cuenta aquel especial incidente.
    Pero Aikiro, con exquisita educación, contestó:
    —Perdóname, señor, sólo recuerdo que se me haya castigado una vez en mi vida y esta fue en mi clase de esgrima, en un descuido de mi maestro le golpeé en el pie cuando practicaba kendo con mi catana.
 Todos rieron menos mi maestro, al cual le llamaba padre.
    De la garganta de Imo Sato salió una voz grave que decía:
    — ¡Ése es el hijo de Kamakura!, ¡así sucedió!
    Esta vez Nogushi se había quedado solo en su pérfida insidia, atacando a todo aquello que pudiera llevar al joven Aikiro a ser reconocido como el heredero de Kamakura, pero el señor Nogushi no se resignaba y continuó en su empeño de desestabilizar la figura de Aikiro como el auténtico hijo del señor Kamakura, replicando:
    —Pero todos sabemos que el garante del heredero sería la espada del señor Kamakura, regalada por el emperador, y ya se han encontrado tres de ellas.
    El señor Shamura llevaba mucho tiempo sin pronunciarse y no tuvo otra alternativa que contestar a su hermano Nogushi, que trataba a toda costa de manipular al Consejo en su favor.
    —¡Basta, no tienes derecho a poner en duda la palabra de Imo Sato, si él dice haber visto a aquel joven en el palacio imperial de Kioto dándole trato de favor y educación como su hijo!
    — ¡No quiero poner en duda la palabra, Imo Sato, sí quiero que este Consejo se asegure de que hoy no habrá errores posibles en la identificación del hijo de Kamakura!
    —Ya viene de camino el hombre que la forjó, él sabrá cuál es la verdadera.
    Al tanto de esta magna reunión estaba Aikiro, observando todos y cada uno de los pasos que se daban para dilucidar su autenticidad como hijo del señor Kamakura.
 Aquel joven que había vivido experiencias dispares ahora la recordaba todas en su mente, como ráfagas de viento le llegaban sus vivencias palaciegas.
 Recordaba la figura omnipresente del herrero, aunque en realidad él nunca le vio forjar una espada dentro del palacio, sus menesteres iban más bien encaminados al arte de las armas y de la guerra, ese maestro fuerte y duro al que siempre creía su padre.
    Ahora Aikiro se encontraba ante un Consejo de Regentes con la presencia del divino y celestial emperador.
 Sujetaba fuertemente la espada que su padre el herrero le había confiado y con la que le había ordenado presentarse ante el señor Shamura, pero en realidad el señor Kamakura así lo había dispuesto, la espada que le había regalado el emperador era la señal para reconocer al heredero y darle en palacio del señor Shamura la debida protección, también le pasaba por la mente su hermano Kamaburo. ¿Cómo estaría viviendo sin su compañía?
 Él era su más dedicado protector, con Kamaburo se sentía tranquilo y rebosante de alegría, ahora estaría pasándolo mal, se prometía a sí mismo que cuando acabara todo aquello iría a por su hermano y le dispensaría de todo tipo de atenciones.
    Mientras, en el Consejo, todos los señores allí reunidos esperaban la presencia del maestro Kubasari Tojo, esperando un pronto desenlace.
 Ya el sol empezaba en lo alto a calentar la fría mañana de primavera y la situación ante el Consejo se presentaba como por un lado la traición por magnicidio y por otro la identidad del heredero.
    De momento ya se había aclarado que el ataque a la caravana de Kamakura se había producido por samuráis del señor Kaito y algunos hombres de tribus rebeldes mongolas amparadas por Kaito en Hokkaido.
    Ajeno a todo lo que estaba sucediendo en el Consejo y absorto en sus pensamientos, poco a poco Aikiro se fue dando cuenta del interés formado a ambos lados del pasillo, dos samuráis escoltaban al que podía ser Kubasari Tojo, el maestro forjador de espadas.
 Pronto le fue montada una pequeña tienda junto al Consejo y muy cerca del emperador, al artesano le fueron suministrados todos los utensilios solicitados para la labor a realizar.
    Al fin llegó el maestro Kubasari Tojo, saludó al emperador con parsimonia reverencial y le comunicó su opinión.
    —Señor, viendo el trabajo realizado de las tres espadas mostradas ante el Consejo tendría que desmontar sus empuñaduras para poder apreciar mi firma en ellas.
    El emperador asintió con la cabeza en señal de aprobación.
    Después de sentarse  en el suelo encima de una alfombrilla dispuesta al efecto, el maestro Kubasari Tojo fue desmontado la empuñadura de la primera espada encontrada en la caravana del magnicidio hasta dejar libre el acero desnudo y buscó el nervio de la espada en la empuñadura, donde ésta soporta la fuerza de los golpes de la catana.
 Llevaba su marca, una pequeña herradura con el signo ideográfico de la palabra «alma».
 El maestro Kubasari Tojo estaba sorprendido por el excelente trabajo realizado por el maestro artesano que la había forjado, pero su rostro parecía impasible, el emperador, impacientándose por conocer el desarrollo de los acontecimientos, preguntó:
    —Dime, maestro Kubasari, ¿cuál de las dos es la auténtica?
    El maestro Kubasari saludó respetuosamente al emperador.
    —Señor, el trabajo es perfecto, pero ninguna de las dos catanas es la auténtica.
    El Consejo enmudeció tras haber escuchado las palabras del maestro Kubasari.
    —Ahora solo falta una, la del joven al que llaman Aikiro.
    Y el emperador, queriendo saber más, preguntó:
    — ¿Y en qué la diferencias, si el trabajo es tan bueno?
    —Mi marca ideográfica fue hecha en oro y sellada con cera y arena negra de fundición para ser ocultada de las falsificaciones.
    El emperador, en un gesto conciliador, ordenó al señor Shamura que mostrara las espadas al Consejo. Las dos espadas fueron analizadas uno a uno por casi todos los miembros del consejo.
 Solo su hermano Nogushi se negó a hacerlo con un gesto de desdén. La comprobación in situ de las mismas fue realizada por el resto de los señores feudales allí citados quedando satisfechos en sus apreciaciones.
    Ahora solo faltaba la de Aikiro, éste no se había separado de ella ni un solo instante.
 Al ser la espada el alma de un samurái, el señor Shamura así lo había dispuesto, previniendo que aquel joven fuera el hijo del señor Kamakura en realidad.
 El emperador comprendió que las palabras de Nogushi tenían peso en el Consejo y hasta que se no demostrara su identidad, éste sería tratado como un samurái ordinario y la espada no sería suya hasta demostrar ser el auténtico heredero.
    Shamura, dirigiéndose al joven Aikiro:
    — ¡Aikiro, muéstrele la espada al maestro Kubasari!
    El maestro tomó la espada, honrándola con un respetuoso saludo, y caminó los pocos pasos que le separaban de la pequeña tienda habilitada al efecto, el maestro la tomó con gran delicadeza y fue desmontándola, empezando por la empuñadura.
 El silencio se hacía confundir con la respiración de alguno de los presentes, el joven Aikiro estaba preparado para asumir cualquier responsabilidad de cambio en su futuro, pero dentro de la justificada curiosidad de los señores regentes allí presentes estaba el sincero y leal deseo de Yumori de que Aikiro fuese quien realmente creía que era, el auténtico señor Kamakura.
    Si resultara que esa espada tampoco fuera la auténtica, Aikiro, con toda seguridad, no tendría el apoyo del Consejo de Regentes en su totalidad y no sería nombrado heredero, él y sus samuráis se tendrían que poner al servicio de algún señor daimyo.
    El maestro se tornaba inquieto, serio, muy serio.
 O esta espada era la más perfecta réplica de las que había examinado el maestro Kubasari.
    Ya había llegado a desmantelar la empuñadura de la espada de todos los vendajes de fino cuero y piel que hacían que amortiguara todos los golpes de las catanas soportando la fuerza de los impactos con mayor comodidad y eficacia.
 Al fin desnudó el mango y apreció el gris acero de la empuñadura.
    Allí también estaban las marcas y los caracteres ideográficos con la palabra «alma».
 El maestro tomó un fino punzón para ir separando de la marca y los caracteres ideográficos la fina capa de cera mezclada con arena de fundición que le cubría y pronto fue apareciendo el dorado resplandor del oro fundido en la profundidad de los surcos de los caracteres ideográficos.
 La satisfacción del maestro se tornaba cada vez más visible en su rostro, el maestro Kubasari miró al joven Aikiro, mostrándole discretamente su trabajo, y en voz baja, casi susurrándole:
    — ¡Señor Aikiro sama, ésta es la espada del señor Kamakura!
    Y el maestro, saludándole respetuosamente y poniéndose en pie, mostró al emperador su trabajo y exclamó.
    — ¡Ésta es la espada del señor Kamakura!
    Entonces el emperador se puso en pie y todos los allí presentes se postraron ante él a excepción de la guardia imperial.
    — ¡Ésta es la espada que yo mandé forjar para el señor Kamakura, el joven al que se le hace llamar Aikiro es el auténtico heredero al shogunato Kamakura, es mi deseo que así sea!
 Le nombro shogun y todos los señores aquí presentes le deben respeto y obediencia.
    Y sacando un abanico rojo con el sol imperial, rojo y de fondo blanco, dando muestra de su aprobación, todos los allí presentes gritaron:
    — ¡Hai Kamakura sama!
    — ¡Hai Aikiro sama!
    Los vítores se repitieron por mucho tiempo; por fin las luchas intestinas entre señores daimyo finalizarían.
 Podrían llegar a un entendimiento entre señores feudales y antiguos daimyo. Algunos señores feudales dominaban pequeñas poblaciones, provocando la desobediencia al segundo poder, el shogun, y al no tener estos un referente político y civil provocaron la peor de las dictaduras, los pequeños feudos se regían por las particulares leyes de sus respectivos señores llevando cada uno la más conveniente a sus intereses, trayendo como consecuencia la imposibilidad del emperador de legislar leyes para todo el imperio, con Aikiro nombrado shogun empezaba una etapa difícil para el inexperto muchacho pero Aikiro había sido educado en el arte de la guerra de Sun Tzu y bien asesorado podría lograr llegar a unificar el país, su condición y su educación como samurái le avalaban.
 Su educación fue preparada sabiamente por su padre, el señor Kamakura, el rigor de la dureza con el que fue entrenado, conoció la riqueza, la pobreza, viviendo después con humildad y servidumbre a sus señores, quizá la elección del emperador al proclamarle shogun diera sus frutos, como cuando lo hizo con su padre Kamakura.
    Aikiro estaba de pie junto al emperador, extasiado con el momento que le estaba tocando vivir, por su mente ya no había sombra de dudas, él era el auténtico hijo de Kamakura y éste le había hecho protagonizar todas las vivencias del complot formando parte de ese engranaje, el herrero había actuado magistralmente sirviendo a su padre como siervo artesano cuando era samurái, dándole a él y a Kamaburo toda la atención y el cariño que un hijo requería, también le pasaba por la mente la identidad de aquel que hasta hoy creía su hermano. ¿Quién era realmente Kamaburo? Ahora como shogun podría ordenar que le trajeran a su presencia cuanto antes, tan absorto en sus pensamientos estaba que no apreciaba la sugerente atención que el emperador le dispensaba, al fin tomó con sus manos la espada que el emperador le ofrecía entregada por un sirviente, que dirigiéndose a él le entregó con un respetuoso saludo.
 Con gesto firme y preciso la tomó con reverencial dignidad, como el hijo que recibe el primer regalo de su padre.
 Se la enfundó en el cinturón de seda de su quimono y volviendo la mirada al Consejo, con una mano sujetando la catana:
    — ¡Por el imperio, por el emperador!
    Escuchó como respuesta el clamor de vítores al emperador y respeto y obediencia a su nuevo shogun.
 Todos se postraron ante el nuevo shogun, el primero en hacerlo fue el señor Shamura, seguido del señor Nogushi y siguiéndoles todos los señores feudales con sus respectivos samuráis, solo permanecían en pie el emperador y su séquito, los guardias del emperador cedieron sus puestos a los samuráis del señor Yumori, ahora éste adquiría una nueva posición entre los samuráis, se había convertido en el hombre de confianza del shogun, el abanderado de la reunificación imperial.















CAPÍTULO DECIMOCTAVO
Se hizo la luz

    El emperador, aprovechando la algarabía de los señores feudales, abandonó aquella reunión envuelta en una nube de samuráis que le acompañaron hasta su barco con dirección a Kobe por problemas de seguridad, de allí le escoltarían hasta su palacio en Kioto.
 El emperador, antes de marcharse, le dejó encomendado al señor Kawamura, tío del nuevo shogun Aikiro, que le presentara al señor Nogushi.
 La disposición contra su hijo Toshiro le daba la oportunidad de morir como un samurái con el método del harakiri para dejar zanjada la maniobra de su traición e intento de asesinato al heredero del shogun Kamakura.
    A su padre, el señor Nogushi, no le quedaba otra alternativa, de rechazar esta solución se le declararía traidor en rebeldía y las tropas de la alianza de los señores feudales al mando de shogun Kamakura irían contra él hasta destruirle como casta daimyo y siendo el señor Nogushi hombre de honor solo le quedaba asistir a su hijo Toshiro en el suicidio harakiri.
 El señor Nogushi decapitaría a su propio hijo en un acto de gran entereza de casta daimyo, su hijo Toshiro había desobedecido sus órdenes y él, Nogushi sama, había hecho todo lo posible por impedir esta inevitable situación, la justicia a tan grave deshonor sería ejecutada de inmediato.
    En el palacio del señor Nogushi quedaron atrás los ecos de los vítores y arengas de fidelidad al nuevo shogun, su cara seria y la mirada perdida, en un precioso cuadro de una pescadora dando de mamar a su hijo.
 La señora Nogushi, perfectamente ataviada, vestía un suntuoso quimono de seda azul con estampados de pequeñas florecillas doradas, sentada en cuclillas daba la misma sensación de ida de sí, meditaba con pesadumbre los grandes acontecimientos que estaban por suceder, cabizbaja y compungida no se atrevía a proferir ni una palabra, su marido y señor ya le había comunicado la grave situación en que se encontraba su díscolo hijo Toshiro.
    Las puertas panelables del habitáculo donde se encontraban se abrieron, dando paso a la entrada de un samurái que, cerrando la puerta tras de sí y poniéndose inmediatamente en cuclillas, inclinó su cabeza hasta rozar el suelo en actitud de sumo respeto.
    — ¡Nogushi sama!, ¡el señor Kawamura!
    La voz entrecortada y emocionada de Aomori sama, criado personal del señor Nogushi, daba perfectamente a entender los propósitos de la visita del hatamoto del emperador, el señor Kawamura, dado que era el criado personal del emperador gozaba del privilegio de tener que ser recibido sin audiencia previa y esto solo podía significar una cosa, le traía personalmente la voluntad expresa del emperador en la mediación de esta grave mancha en su linaje daimyo, su hijo Toshiro se había atrevido a conspirar contra la voluntad del emperador desoyendo los consejos de su padre, ahora tendría que asumir las consecuencias de su errática alianza con el taimado Kaito sama.
 Las puertas se volvieron a abrir y todos los allí presentes se pusieron de pie, ante ellos apareció la imponente estampa del señor Kawamura, su altura y su robusta figura unidas a las anchas hombreras de su quimono daban la magnificencia exigida en estos momentos, el protocolo lo exigía, la presentación de respeto ante quien representaba la voz y la voluntad del primer gran poder daimyo, el emperador.
    Todos los allí presentes mostraron una profunda reverencia ante el señor Kawamura, hermano del antiguo shogun Kamakura y criado personal del emperador.
    Kawamura exhibía en su mano derecha un pliego de papel perfectamente doblado y lacrado con el sello imperial, Nogushi presentía el texto y el contenido de ese pliego de condiciones y esperó sin inmutarse la reacción del señor Kawamura.
    Kawamura saludó respetuosamente a los presentes después de ser correspondido con la elocuente muestra de sumo respeto, ante la autoridad que representaba el emperador y prosiguió.
    — ¡Nogushi sama!, ¿eres consciente de la grave situación en la que te encuentras por la actitud descabellada de tu hijo?
    Nogushi sama asintió con la cabeza, con la voz sensiblemente emocionada.
    — ¡Hai, Kawamura sama!
    El anciano y gran señor daimyo, profundamente emocionado, no podía ocultar la vergüenza por la que estaba pasando, aquel enviado imperial le estaba haciendo ver en pocos instantes todo el rigor del incuestionable código daimyo. El honor para un samurái lo es todo. Sin honor la vida es insoportable.
    La señora Nogushi permanecía aún con la cabeza humillada visiblemente nerviosa ante tal agravio cometido por su hijo Toshiro al emperador.
    Kawamura, viendo que la familia Nogushi pasaba por unos momentos angustiosos, quiso pasar directamente a la misión que le había sido encomendada.
    — ¡Nogushi sama! El emperador, teniendo en cuenta tu antiguo linaje daimyo, ha decidido devolver los privilegios y honor a tu linaje, concediendo a tu sobrino Nobunaga el honor de llevar tu divisa como casta daimyo, si tu hijo Toshiro accede voluntariamente al sepuca, dando por terminado este desagradable incidente.
    El emperador de esta manera daría por terminado tal agravio sufrido a su voluntad, la de conspirar contra los poderes establecidos por el shogun Kamakura al tratar de asesinar a su hijo, atacando el palacio de su tío el señor Shamura con la dirección y ejecución de los hombres de Kaito sama.
    Ahora el pequeño hijo del señor Shamura había sido elegido para liderar su antiguo linaje daimyo, dado que su heredero natural, su hijo Toshiro, había cometido alta traición al imperio.
    Nogushi sabía perfectamente que una negativa ante tales exigencias significaría declararse en rebeldía ante el poder establecido, convirtiéndose en un paria sin casta ni honor, un bárbaro a batir por todos los señores daimyo que sí acataban la voluntad imperial.
    Nogushi asintió respetuosamente al edicto imperial, extendiendo sus dos manos para tomarlo, Kawamura le brindó una profunda reverencia y se retiró de aquella estancia dejando tras de sí el deseo incuestionable de la voluntad del emperador.
    La señora Nogushi permanecía con la cabeza gacha, aún sin poder reaccionar ante tales acontecimientos, era natural su instinto de protección materna, en esta situación estaba siendo superada por un inviolable código de honor.
 Su hijo Toshiro tendría que aceptar el sepuca o suicidio o todos los valores culturales a los que estaban sujetos como casta daimyo serían mancillados y esto sería aún para ella una cuestión más insoportable.
    Nogushi, de pie junto a su esposa, haciendo acopio de entereza se dirigió a ella.
    — ¡Despídete de tu hijo!, mañana al atardecer será el momento de su despedida.
    Ella levantó la cabeza por primera vez desde hacía mucho tiempo y sus labios pronunciaron al fin palabras.
    — ¡Gracias, esposo mío, por darme la dicha de poder despedirme de él!
    En ese preciso momento en que los dos pasaban por grandes y dolorosos pesares, las puertas panelables del salón se abrieron y dieron paso al joven Toshiro, que postrándose ante sus padres dijo:
    — ¡Perdonadme, padres míos, por haberos ocasionado tanta desdicha a vuestra dignidad, pero yo soy un samurái y como tal actúo y sabré morir dignamente!
    Las palabras de Toshiro resonaron como el timbre melancólico de la música min ´yo y llegaron al corazón del viejo señor daimyo, quien arrodillándose ante su hijo Toshiro, lo asió fuertemente sobre sus hombros.
    — ¡Levántate, es hora de disfrutar la vida, tu madre espera de ti la sonrisa de tu rostro y el aliento de vivir!
    Toshiro balanceó su cabeza sobre la alfombra del suelo en actitud de asentimiento dos veces mientras pronunciaba:
    — ¡Hai, Nogushi sama!
    Al mismo tiempo que su madre corría a abrazarle mientras el joven Toshiro se levantaba.
    Así transcurrió gran parte de la noche hasta que casi antes del amanecer, después de muchas botellas de sake y abundante comida les venció el sueño.
    Al cabo de haber transcurrido las primeras horas del día, Nogushi ordenó los preparativos del sepuca de su hijo Toshiro.
 Éste había consentido por deseo expreso de su hijo Toshiro de ser asistido en el sepuca por su propio padre, que no quería que su noble cabeza fuera cortada por otra espada que no fuera la de su propia casta.
    La señora Nogushi, afligida por el inminente adiós de Toshiro, el único fruto de sus entrañas, meditaba sola en la confortable y minimalista estancia de sus aposentos, decorada con un exquisito gusto, las paneles de papel que aportaban la sencilla intimidad de su larga vida como única esposa consorte del señor Nogushi.
 Estaban decoradas con bellas acuarelas de su ciudad natal, Yokohama.
 Dos muebles de madera de cerezo lacado guardaban las sagradas reliquias de su familia; el gran legado familiar consistía en las armaduras de cuero de su padre y hermano que habían servido con honor al shogun Kamakura en sus largas campañas contra los invasores mongoles.
    Ahora a la señora Nogushi le tocaba vivir un desagradable periodo en su larga y triunfal vida como hija, hermana y consorte de tres grandes señores daimyo que tuvieron a bien preservar el honor de su linaje.
 Ella tenía la dicha de sentirse emparentada con una casta de samuráis de honor.
    Por desgracia, ya su único hijo no podría continuar con esta impecable trayectoria familiar, y muy a su pesar ya no encontraría consuelo a su inmenso dolor.
 Las puertas de su habitación se abrieron y aparecieron dos geishas con sus respectivos instrumentos musicales, ésta era la señal, a partir de ese momento empezaría el ritual del sepuca de su hijo Toshiro, que aguardaba con su padre y otros dos samuráis enviados por el emperador como posibles asistentes del sepuca de éste en caso de que a su padre el señor Nogushi le faltaran las fuerzas para ejercer tan dura encomienda.
    En el centro del salón de la que fue elegida como estancia más adecuada para el sepuca se encontraba el joven Toshiro sentado en cuclillas, a su lado la catana corta que serviría para cometer el inicio del ritual, a su lado ligeramente más retirado de él se encontraba su padre, el señor Nogushi.
 Éste mostraba su rostro serio con los dientes apretados en tensión, sus dos manos sujetaban fuertemente la catana asida a su cinturón de seda negra inmóvil esperando su turno para el desenlace final.
                                                                       
    El señor Nogushi desenvaino su catana con gran maestría esta fue regada con agua por una vasija de bambú de largo mango con gran delicadeza por las dos caras de su afilada hoja, con delicados y precisos movimientos marciales coloco sus brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo mirando al frente con firmeza.

    Cuando comenzó a sonar la música min, yo ejecutada por las dos geishas.
  Toshiro saludó a los presentes con un leve asentimiento de su cabeza y sacando un pliego de papel que tenía en la solapa de su quimono, fue desdoblando aquel con manos firmes y leyendo a continuación:
    — ¡He servido a mi padre y señor creyendo en el camino correcto de la gloria, para honrar a mi linaje daimyo, nunca lo hice pensando en desobedecer sus órdenes, ahora me toca demostrar que sirvo fielmente a mi señor!
    Toshiro desenvainó la catana con la perfección de un maestro de las artes marciales, tomándolo por el mango y colocándoselo en el estómago a la altura del tórax y con la vista al frente, clavó la daga lo más profundo que pudieron sus fuerzas, hasta ver estas mermadas por la natural reacción al intenso dolor.
 Su cara se transformó en una angustiosa mueca de dolor, el corazón del viejo señor daimyo dio un vuelco al ver la desesperada muestra de angustia de su hijo y no pudiéndose contener más descargó su espada para hacer por su hijo el último de sus sacrificios como padre, aliviar el dolor de éste, golpeando con la suficiente precisión y fuerza su catana sobre el cuello de Toshiro, cortándole la cabeza dejando un gran trozo de piel para que ésta no rodara por el suelo.
    Un gran chorro de sangre emanaba por las venas de su cuello, estos fueron tapados con un sudario que cubrió todo su cuerpo.
    Se había cumplido con el estricto código de honor y haciendo valer la voluntad del emperador se había borrado para siempre la mancha de deslealtad sobre su casta daimyo.
    A la mañana siguiente aprovechando que aún no se habían marchado los señores feudales, esperando las órdenes de su nuevo shogun, Aikiro volvió a convocar a los señores en la misma playa a media mañana e impartió las nuevas órdenes a sus generales, aconsejado por el señor Shamura partirían en la próxima primavera sobre Hokkaido si antes el señor Kaito no deponía su actitud de dar amparo a los bárbaros mongoles y presentó a Yumori con la honorable dispensa de nombrarle hatamoto, el abanderado del shogun, teniendo el privilegio de tener audiencia con el shogun sin previo aviso y ser la voz del shogun ante los señores daimyo. Yumori había adquirido el éxito como samurái antes de los treinta años, convirtiéndose en el tercer hombre más influyente del imperio.
    Esa misma tarde Yumori entró en el palacio del señor Shamura con dirección hacia los aposentos del señor Aikiro.
 A su paso por los jardines del castillo palacio los samuráis del señor Shamura le brindaban respetuosos saludos, sin que nadie osara interponerse en su camino. Le acompañaban sus dos samuráis de escolta.
 Yumori disfrutaba de su nuevo ascenso militar de una manera distinguida, su satisfacción como triunfador le hacían vitalizar su autoestima, estaba orgulloso de servir al joven señor.
 Su apuesta por el había sido la mejor apuesta ganada que un hombre con suerte podía obtener en toda su vida, incluso la más memorable de las suertes ganadas en una casa de té.
    Cuando Yumori entró en aquel aposento, Aikiro disfrutaba de una humeante taza de té con pétalos de rosa servida por una bella joven de pequeños pies y rostro de muñeca de porcelana, Aikiro empezaba a interesarse por las delicadas maneras de las geishas.
    —Aikiro sama.
    Yumori saludaba a su señor postrándose en el suelo.
    —Vengo a solicitar el permiso de reclutar nuevos samuráis.
    — ¿Cuántos samuráis necesitamos?
    —Siete mil, mi señor.
    — ¿Se necesitan tantos samuráis?
    —Sí, señor, debemos afrontar nuevos retos en el futuro y estos deben comenzar a ser entrenados y preparados, para la próxima primavera deben estar listos para protegerle en su futura campaña contra el señor Kaito.
    —Que sean diez mil para que puedas seleccionarlos mejor sin margen de un posible error, Yumori sama.
    Yumori sama le había dejado bien claro a qué se enfrentaba en la próxima primavera, ya desde hacía meses su padre, el señor Kamakura, concentraba tropas en Hokodate y Murosau para desde allí lanzar un ataque con éxito contra el señor Kaito, estos serían reclutados entre todos los señores daimyo que así dispusiese Yumori, el hatamoto del shogun, la voz y el abanderado del segundo gran poder del Japón, y para que así constase Aikiro tomó un pliego de papel en el cual disponía un edicto en el que Yumori sama tenía la orden de reclutar cuantos samuráis fuesen convenientes de cualquiera de los señores feudales o daimyo que habían jurado fidelidad a su emperador y shogun, Aikiro asumía por primera vez la primera orden como general de la alianza imperial contra Kaito y las tribus invasoras bárbaras mongolas.
    Después de entregar los documentos redactados para el reclutamiento de samuráis, el señor Aikiro le impartió a Yumori sama otra orden.
    —Debes disponerlo todo para marchar este verano al castillo de Gifu antes de que llegue el otoño, allí pasaremos el invierno, y prepara una pequeña comitiva para marchar a la choza del herrero, el maestro Tanaka.
    —Hai, Aikiro sama.
    —Que esté preparada al alba.
    —Hai, Aikiro sama.
    Yumori le saludó respetuosamente y así lo hicieron también los dos samuráis de escolta que le acompañaban, ahora que el joven Aikiro era el todopoderoso señor no iba a olvidarse del hombre que le había educado y de aquel joven Kamaburo, al cual consideraba su hermano, quería dejarles bien definido su futuro para que no le faltaran cuidados a los hombres que él consideraba su padre y su hermano.
    Aikiro reconocía que Kamaburo en su condición de joven especial necesitaba de su protección, recordaba algunas travesuras conscientes de su hermano Kamaburo, como que a veces imitaba la cojera de su padre, el herrero Sato y esto le daba alas a su corazón para desear en lo más profundo de sus sentimientos el pronto encuentro con su querido hermano, al fin y al cabo estaban unidos sentimentalmente como si fueran hermanos, como si se tratara de uno solo.
    Aikiro había aprendido mucho de Kamaburo, aprendió a no impacientarse, a no hablar más de lo debido, a ser observador con lo que le rodeaba, a tener un fino oído y sobre todo, su afán de superación al no aceptar jamás el conformismo de sus limitaciones, su voluntad por querer hacer lo mismo que otras personas le forjó una fuerte personalidad.
    Ese día, de mañana, a la hora acordada, la guardia personal del nuevo shogun regente formaba en las afueras del palacio del señor Shamura.
 Estaba compuesta de quinientos samuráis que comprobarían y vigilarían todos los rincones del camino hasta la choza del herrero Sato, a su paso por las tierras del señor Shamura los hombres de éste les protegerían con un pasillo corredor de seguridad por si acaso estaba en los planes del señor Kaito volver a atacar al nuevo shogun.
 El señor Aikiro estaba de regreso a la choza donde había vivido tanto tiempo, le embargaban los recuerdos compartidos con aquel joven un tanto especial, al que él creía su hermano.
 El joven señor quería dejarle bien definido su futuro para que no le faltasen cuidados a él ni al que también consideraba su padre, pero en especial a Kamaburo, aquel que no demostraba ninguna emoción a voluntad, no reía, no lloraba, pero gracias a aquel comportamiento y al empeño del herrero Sato de imitar su comportamiento no fue reclutado para servir en alguna campaña militar ajena a su destino como señor feudal daimyo.
 A Taiko, ese temido samurái por todos los aldeanos, incluidos ellos, le habían encontrado muerto en el camino en un posible duelo con sus dos escoltas habituales en las cercanías de una casa de té.
    Ya estaban llegando a la choza cuando dos samuráis se acercaron seguramente con alguna noticia, Yumori puso rumbo con su cabalgadura hasta donde se encontraba su señor Aikiro Kamakura, dando rienda suelta a su caballo y frenando en seco al llegar junto a él, para saludarle respetuosamente, le dijo:
    —Aikiro sama, han encontrado al herrero muerto, al parecer se hizo el harakiri y dejó esta nota a su lado.
    Mostrando un papel con caracteres ideográficos ligeramente manchados de sangre, Aikiro sama leyó lo que al parecer provocó el suicidio, explicaba que se quitaba la vida por no soportar la pérdida de su hijo Kamaburo, sumiéndole en la más profunda soledad.
 Después de unos minutos de reflexión, Aikiro dijo:
    — ¡Que se disponga un entierro digno de un samurái, ese hombre vivió y murió sirviendo a mi padre!
    —Hai, Aikiro sama.
    Yumori lo dispuso todo para el funeral de Tanaka sama pero el nuevo shogun Aikiro Kamakura tenía la mente aún más confusa que en el principio, algo no encajaba en las piezas de su gran dilema, volvían y volvían a pasar por su mente como relámpagos de luz entrecortada todas y cada una de las vivencias acontecidas por él y su hermano Kamaburo y el hasta ahora su padre el herrero, todas las ideas viajaban cruzándose entre sí a gran velocidad sin percatarse de que los samuráis que le acompañaban llevaban ya mucho tiempo  sin moverse del sitio mientras él meditaba, sin atreverse a interrumpir sus pensamientos, todas y cada una de esas imágenes como recuerdos llegaban como relámpagos de luz hasta detenerse en la mañana en  que el herrero Sato le encomendó la misión de presentarse ante el señor Shamura en su palacio y entregarle la catana para que él la examinara, llevando aquella carta de recomendación para el señor Ishi y éste volvió a recordar cada una de las palabras de su padre el herrero: «Ve al palacio del señor Shamura y muéstrale el trabajo de esta catana y dile que la envía tu padre». Entonces recordó que su padre, el herrero, miró a su hermano Kamaburo y este a su padre el herrero de forma enigmática como quien todo lo conoce y sabe y sin expresar ninguna palabra y en ese preciso momento fue cuando Sato se dirigió a su hermano Kamaburo y le dijo:
    «Deberías ir tú en su lugar, pero no. Lo echarías todo a perder.»


FIN
                                             Rolando Piloto Balado