domingo, 23 de diciembre de 2012

Juan Carlos Parra "Las putas cajas de Navidad"

 LAS PUTAS CAJAS DE NAVIDAD
   Apio estaba  “muerto”;eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. La crisis y la falta de dinero habían podido con él. Mientras se vestía iba dándole vueltas a todo aquello. Terminó de arreglarse y se despidió de Laura, su lady Laura.
   Había conocido a Laura unos años antes de divorciarse, ahora estaban saliendo, pero Apio no podía saber el tiempo que estaría con ella. Laura echaba mucho de menos a su familia y a su tierra. Empezaron a salir por casualidad, cuando Jezabel decidió romper su matrimonio. Primero salieron como amigos, pero Apio no quería que Laura fuera su tabla de salvación. No quería vengarse de Jezabel, la vida ya tendría la oportunidad con ella, de hecho pocos meses después Apio recibió el gordo de el Eurojackpot y eso la jodió mucho. Al principio se gustaban un poco, pero ahora estaban enamorados, enamorados y tristes por otras cosas. Laura le dio un beso y le mandó otro para su hija.
   Siempre pensaba en su pequeña, en la manipulación que se estaba haciendo con ella. La había podido ver poco en los últimos meses, pues Apio había tenido una grave enfermedad en sus maltrechos ojos, y, para colmo, en diciembre un trombo le tuvo paralizado, pero ya había transcurrido un año y la pierna y los ojos iban  un poco mejor.
   Esa mañana había quedado con su ex para ir a ver a Alicia por la tarde, aunque algo sospechaba, pues de Jezabel podía esperar cualquier cosa, no era nada para la sorpresa que le tenía reservada, y era Navidad.
   Jezabel estaba viviendo en su casa con el novio ese que había conocido un año antes por internet…, el tal Manuel, de Lérida. No tenía nada en contra de aquella provincia, pero ahora el solo nombrarla le producía ardor de estómago.Recordó que solo había visto al empaquetador de melocotones una o dos veces. Después de veinte años, Apio había sido reemplazado por aquel “puto payés”, cuya mayor afición era ser castellet en la  fiesta de San Jordi. Las malas lenguas decían que había estado ya con tres mujeres y que ninguna le quiso; aunque él decía lo contrario, y Jezabel, ya harta de Apio, picó como una tonta. En su juventud se contaba de él que había pertenecido a “Los sacos sin fondo”, famoso grupo de sardanas que daban la nota en todas las fiestas catalanas. Luego, cuando lo echaron, por no mover bien los pies en ese baile, tuvo que emigrar a Madrid, donde se dedicó a crítico culinario y, gorroneando como siempre, engordó como un cerdo. La pluma se hizo cada vez más ladina y fue también despedido de este trabajo. Volvió a Lérida y , como estaba tan gordo, ya no le llamaron para hacer los castillos humanos. Su padre tenía un almacén de melocotones, y se instaló hasta que una ingenua como Jezabel empezó a entablar amistad por el facebook con él. Poco a poco su amistad se convirtió en “amor”, o algo así, y…. Jezabel dejó a Apio.
   Ahora, cuando caminaba por la gran avenida hacia el metro, todas las imágenes del pasado vinieron a su mente, ¡qué mierda de Navidades! Cerca de la boca del suburbano vio a un hombre recogiendo de un contenedor algo de comida y a tres chicos hispanoamericanos vendiendo “humitas calientitas y queso latino”, “la puta esa alemana y el hijo de puta de Rajoy nos va a dejar en la puta ruina”, menos mal que se había tomado el tranquilizante antes de salir de casa. Laura le llamó al móvil, cosa que le apartó un momento de lo terrible y sórdido de la vida, para decirle que fuera por el lado derecho de las escaleras y que se agarrara a la barandilla, sonrió y siguió su camino. Las calles estaban iluminadas y los villancicos y petardos se oían en todas partes para dar el aspecto de tranquilidad de todos los años, pero ahora sonaban como los cantos fúnebres de las ballenas, de una especie en extinción: la del ser humano normal y corriente, el hombre que solo anhela una familia, un hogar tranquilo y buena gente a su alrededor, pero no gentuza como le había tocado a él. Su mente se fue a su niñez y con ella vino el recuerdo de su madre, ya muerta hacía veinte años: “El puto cáncer demierda”. Luego le vino a la cabeza la promesa de su ex suegra a su madre en el lecho de muerte de aquel hospital: “No te preocupes que yo siempre cuidaré de Apio”. Todo dicho como siempre: para aparentar y que constantemente le dieran las gracias, tal era el personaje, y ahora, quizá, tendría que verle la geta otra vez. ¡Cuánto echaba de menos a su madre!.
   Apartó con un manotazo al aire aquel pensamiento y subió al vagón. Un rumano empezó a pedir, luego una chica cantó uno o dos villancicos , pero la gente iba medio dormida y no dio nada, ¡maldita puta alemana, ya la podrían meter una salchicha  por el puto culo y que dejara de dar porculo a los demás! Su pensamiento se fue al último viaje que hizo con Jezabel y la niña a Berlín, ¡qué mal lo pasó!, a pesar de que era una de las visitas que más le apasionaba, no pudo disfrutarla. Además estaba la frasecilla de marras que su ex le dijo: “Solo he sido para ti un puto lazarillo durante veinte años”, fue como un tiro directo al corazón. Ahora las cicatrices empezaban a secarse, pero las marcas quedarían para siempre, estaba seguro de ello. Apio pensó que, quizá, él también había cometido errores, seguramente muchos, pero que se tuviera que ir de su casa como un perro, por un… Luego estaba el tema de las presiones para la pensión de Alicia, cuando él estaba en el hospital jodido, y el tema del puto Miguel, el amigo que parecía amigo, pero que solo era una especie de mierda gigante, que le cobraba por acompañarle a los sitios cien euros a la semana y dormía en un sofá con tres gatos dando vueltas por todas partes y un gordo vigilante de seguridad, que era más guarro que la Chelito.
   El tren se detuvo en Príncipe Pío, tenía que ponerse entre la primera y segunda columna después de la salida  para que la puerta se abriera delante de las escaleras. Luego seis tramos de mecánicas y tres a pie y ya estaría en la calle. El aire de la tarde y el barrio le trajeron muchos recuerdos, oyó a una vieja que decía: “Las luces de Navidad con Franco eran mejores”, Apio la miró con desprecio y siguió su camino. En realidad por los recortes del gobierno, las luces eran escasas, pero los chicos apiñados en la boca del metro eran los mismos, es decir, muchos y agilipollados como siempre, como lo fue él un día. Dobló la esquina y enfiló la calle, su calle durante catorce años, pasó el paso de cebra y se encontró con su portal. Al introducir la llave, se topó con el portero que le deseó felices fiestas. Subió y llamó.
  -¿Quién es? –dijo alguien .
  -Yo.
  Jezabel salió a saludarle y Alicia corrió a darle un beso. Manuel estaba sentado frente al ordenador, como siempre, salió de la cueva y vino a darle la mano plana, como siempre. ¡Qué hombre más patán! Así quería tener una relación o algo parecido con Apio. Rigoberto y su madre no estaban, “mejor”, pensó, pues no deseaba verlos. Jezabel le dijo que si quería tomar algo, Apio se negó.
   -Tienes que llevarte estas diez cajas de libros –dijo la “dueña de la casa”.
   -¿Hoy?
   -Sí, ya no pueden estar más tiempo aquí.
   Apio miró todo con ternura, pues aquel había sido su hogar durante mucho tiempo: los cuadros, la pequeña biblioteca, que Alicia llamaba “beca” cuando era muy chica. Todo había desaparecido para siempre.
   -Las cajas las ha comprado Manuel –dijo su ex.
   Apio se acordó de su madre, pero tenía que llevárselas a la casa y buscarles una ubicación. Fue a por un taxi y, al llegar, ya estaba el ilerdense en el portal con su hija esperándole. Las cargaron en el coche y dándole un beso muy fuerte a la niña, pidió al taxista que arrancara.
   En Navidad y con estas putas cajas de libros, ¡coño!, ¡qué tía más puta! El taxista era un hombre afable y fueron hablando todo el trayecto de las “bondades”de las ex. Cuando llegaron, sacó la cartera, buscó dos billetes de diez y pagó. Miró otro pequeño papel que había junto al dinero: era el Eurojackpot, que, como si de un fantasma se tratara, había aparecido.
   -¡ojalá me toque! –gritó al salir a la noche fresca.
FIN

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