sábado, 13 de octubre de 2012

Elogio de la locura Erasmo de Rotterdam

Erasmo de Rotterdam - Elogio de la locura

     Habla la estulticia(1)
     Capítulo I
          Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro
     cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero,
     aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los
     dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa
     bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para
     dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e
     insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con
     carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los
     presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los
     dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y
     apurada, como recién salidos del antro de Trofonio(2).
          Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su
     áureo rostro, o después de un áspero invierno el céfiro blando trae nueva
     primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz, color
     distinto y les retorne la juventud, [24] así apenas he aparecido yo,
     habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo
     que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y meditado
     que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.

     Capítulo II
          En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais
     a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que
     atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar en el mercado
     a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba
     antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
          Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de
     esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a
     discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en cambio, a los
     antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser
     llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses
     y los héroes. Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el de
     Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.

     Capítulo III
          No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo
     sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si
     así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa
     que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus
     alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor [25] que yo? A
     no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo misma. Sin embargo,
     me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que,
     trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta
     vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no
     son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y
     yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador
     equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto
     ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de
     ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un
     etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel
     viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo
     quien no encuentra a otro que lo haga».
          Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia
     de los mortales, pues aunque todos me festejen celosamente y reconozcan de
     buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en tantos siglos que haya
     celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso
     que no han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan
     importunado con relamidos elogios a los Busiris, a los Falaris, las
     fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
          Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero
     cuanto es improvisado y repentino.

     Capítulo IV
          No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del
     ingenio a la manera que lo hace la cáfila de los oradores. Pues éstos,
     según ya [26] sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha costado
     treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo
     han escrito, y aun que lo han dictado, en tres días, como por juego.
          A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la
     boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí
     misma, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que
     formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites a
     mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello
     en que confluye el culto de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué
     conduciría el convertirme con una definición en imagen o fantasma, cuando
     me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy
     verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos
     «Stultitia», y por los griegos, «Moria».

     Capítulo V
          Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no
     expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que
     me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese desengañarse con una
     sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del
     alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa
     cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a
     mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y
     apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos
     con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, [27] les asoman por
     algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por
     Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma a mi tropa,
     se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a
     lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque
     pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el
     mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos(3)?.

     Capítulo VI
          He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de
     nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas,
     como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en
     sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas,
     aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras,
     arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras anticuadas con las
     cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que los que las
     entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más
     cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una
     cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un
     poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos,
     muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
          Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema. [28]

     Capítulo VII
          Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro
     que estultísimos, porque ¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos
     la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es conocida de muchos, voy a
     tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el
     Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada
     y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y
     Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y de
     los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y
     las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos,
     consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes,
     lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas
     de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los
     poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en
     absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien
     tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas.
     Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo
     al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y
     éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo
     Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es
     la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste
     deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más
     deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No caigáis en
     el error de creer que me [29] engendró aquel Pluto aristofánico(4), que
     tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso,
     embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún mucho más
     por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los dioses.

     Capítulo VIII
          Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se
     juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros
     vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos(5) ni del undoso mar,
     ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde
     todo crece espontáneamente y sin labor(6). Allí no hay ni trabajo, ni
     vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la
     cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
     doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la
     nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el
     jacinto, cual otro jardín de Adonis.
          Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino
     que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la
     cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos
     graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de
     Pan, a las [30] cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si
     queréis conocer sus nombres, os los diré, pero, ¡por Hércules!, no sera
     sino en griego.

     Capítulo IX
          Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor
     Propio. Allí esta la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras.
     Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta,
     apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada
     de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta
     de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta
     otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis
     también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno
     llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
     familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad
     incluso sobre las autoridades.

     Capítulo X
          Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no
     parezca que uso sin motivo del título de diosa, poned las orejas derechas
     para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los dioses como a los
     hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien(7) escribió
     con acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si
     merecidamente entraron en el Senado divino quienes descubrieron a los
     mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué [31] yo,
     por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa»(8) de todos los
     dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de bienes?

     Capítulo XI
          Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma
     vida? Y en el principio de ésta, ¿quién tiene más intervención que yo?
     Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter que mora
     en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
          El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán
     estremece a todo el Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el
     rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos los dioses,
     para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos,
     si quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
          Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que
     sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más estoico que los demás, e
     incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sabiduría, común
     por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le
     haré desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta
     tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que
     acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con
     mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho,
     la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que
     engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien es aquella
     otra parte [32] tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
     suscitar la risa, la que propaga el género humano.
          Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida,
     mucho más ciertamente que del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues
     decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matrimonio si, como
     suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida?
     O, ¿qué mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase
     los peligrosos trabajos del parto o la molestia de la educación de los
     hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la
     Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además,
     ¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría
     repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus,
     diga lo que diga Lucrecio(9), podría esparcir su veneno, y sin el auxilio
     de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
          De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden
     también los arrogantes filósofos, a quienes han sucedido en nuestro tiempo
     esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y los
     sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin,
     toda esa turba de dioses mencionados por los poetas, tan copiosa, que
     apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.

     Capítulo XII
          Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de
     la vida, si no os demostrase también que todo cuanto hay en ella de
     deleitoso [33] procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues, esta
     vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el
     placer? Veo que habéis aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era
     bastante sensato(10), quiero decir bastante insensato, mas vuelvo a decir
     bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
          Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan
     habilidosamente y lo censuran con mil injurias cuando están delante del
     vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más generosamente cuando
     hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la
     vida no vendrá a ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le
     añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulticia? De tal aserto
     puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado Sófocles, de
     quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más
     placentera consiste en no reflexionar nada(11)».
          Pero prosigamos para probar por menor esta doctrina.

     Capítulo XIII
          En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con
     mucho la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños
     para que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los
     enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la
     prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el
     halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros y
     los beneficios de sus [34] protectores? Luego, la juventud, que sucede a
     esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la ayudan
     todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una mano
     en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto de la
     juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez
     tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
          Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar
     prudencia por obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección
     de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les
     disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van
     viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los
     demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría
     tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les
     echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen
     socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando
     les veo próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la
     medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como
     niños a los viejos.
          Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la
     transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río
     Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el infierno sólo
     discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando
     el agua del Olvido(12), se enniñezcan y se les disuelvan las
     preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que,
     además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el
     infantilizarse no consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños
     el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el
     hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como
     cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el
     proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
          ¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su
     enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y acritud de
     juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole delirar, y esta
     divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables
     preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un agradable
     compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas puede
     sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano
     de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O(13). Sería
     desgraciadísimo si conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto,
     gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada
     de bobalicón ni de inepto para las fiestas. Abunda en mi favor que en
     Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía una «palabra más dulce que
     la miel», mientras la de Aquiles era amarga y los ancianos que él mismo
     nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar apacibles
     palabras(14).
          Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad
     ciertamente placentera, pero inmatura y desprovista del principal halago
     de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que los ancianos
     disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se
     deleitan con los [36] viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa
     con su semejante(15)».
          ¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más
     arrugados y cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la
     boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche,
     el balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión,
     y, en suma, en todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca
     el hombre a la senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta
     que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de
     morir.

     Capítulo XIV
          Pase quien lo desee a comparar este beneficio que dispenso con las
     metamorfosis operadas por los demás dioses. Y no es del caso recordar las
     que efectúan cuando están airados, sino las ejecutadas en aquellos a
     quienes son más propicios: Suelen transformarles en árbol, en ave, en
     cigarra y hasta en serpiente(16), como si no fuese lo mismo transformarse
     que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la misma persona la parte mejor y
     más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda relación
     con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no envejecerían
     y gozarían dichosos de perpetua juventud.
          ¿No veis acaso a estos hombres severos dedicados a estudios de
     filosofía, o a graves y arduos asuntos, que han envejecido antes de llegar
     a la plena juventud, por obra de las preocupaciones y [37] la constante y
     agria agitación de las ideas, que agota el espíritu y la savia vital? Por
     el contrario, mis necios están regordetes, lucidos, con piel
     brillante(17), a modo, según dicen, «de cerdos acarnanienses»; en verdad
     que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a menos que, según a
     veces acontece, no se envenenen con la compañía de los sabios. Hasta tal
     punto se conserva íntegra la existencia humana cuando se es feliz por
     todos conceptos.
          Viene en apoyo de ello el valioso testimonio del adagio vulgar que
     dice: «La estulticia es la única cosa que frena el paso de la juventud
     fugacísima y mantiene alejada la molesta vejez.» De esta suerte ha dicho
     acertadamente la voz vulgar acerca de los de Brabante, que mientras a los
     demás hombres la edad suele redundarles en prudencia, ellos, cuanto más se
     acercan a la vejez, más y más se entontecen. Y no hay otra gente que, de
     modo general, tome la vida más en broma y que menos sienta la tristeza de
     la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como por el modo de
     vivir, mis holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan entusiastas
     devotos, que merecieron del vulgo un apodo que más que avergonzarles les
     llena de orgullo(18).
          Vayan, pues, los estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes,
     Venus, Auroras y no sé qué fuente, que les restituyan la juventud, la cual
     soy yo la única que puede y acostumbra proporcionar. En mi poder está
     aquel elixir mirífico con que la hija de Memnón prolongó la juventud de su
     abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por cuya merced volvió Faón a la
     mocedad y así fue amado por Safo [38] con tanto extremo. Mías son las
     hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía aquella fuente que no sólo
     hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la conserva
     perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la
     adolescencia y más detestable que la vejez, creo que os daréis cuenta de
     cuánto me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal tan grave.

     Capítulo XV
          Pero ¿por qué hablo tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e
     insúlteme quienquiera si encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo
     que deben a mi poder, algo que no sea áspero y desdeñable. ¿Por qué Baco
     ha sido siempre efebo y le ha adornado poblada cabellera? Porque,
     insensato y borracho, se ha pasado la vida entera en banquetes, danzas,
     cantos y diversiones, sin tener nunca el menor trato con Palas. Por ello
     está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que goza con que se le
     honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel dicho que le
     atribuye el dictado de necio cuando afirma que «tiene aún más de necio que
     de pintarrajeado». Precisamente le dieron este último título por la
     licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con
     mosto e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de
     su templo. Y la antigua comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a
     vituperio? «¡Oh estúpido dios -dicen- y digno de nacer del muslo de
     Júpiter!»
          Pero ¿quién no preferiría ser necio e insulso como éste y estar
     siempre de fiestas, siempre joven, siempre pródigo en diversiones y
     placeres para todo el mundo, a ser como ese taimado Júpiter, que infunde
     temor a todos, o como Pan, que con [39] sus tumultos pánicos todo lo
     confunde, o como el tiznado Vulcano, siempre sucio del trabajo de su
     taller, o como la misma Palas, a la que hacen terrible su lanza y el
     escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
          ¿Por qué es siempre niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y
     no hacer ni pensar nada a derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva
     constantemente la belleza? Sin duda porque tiene conmigo parentesco, de lo
     que viene que su rostro tenga color parecido al de mi padre y por tal
     razón Homero la llama «dorada Afrodita». Además está sonriendo de
     continuo, si hemos de creer sólo en esto a los poetas y a sus émulos los
     estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los romanos que a
     Flora, madre de todas las voluptuosidades?
          Sin embargo, si alguien consulta atentamente en Homero y en los demás
     poetas la vida de los dioses severos, la encontrará llena de estulticia
     por entero. ¿Vale la pena recordar las hazañas de los restantes, cuando
     tan bien conocéis los amores y frivolidades del mismo Júpiter fulminador,
     o como la severa Diana, olvidada del pudor del sexo, no iba a la caza de
     otra cosa que de Endimión, por quién se moría? Prefiero, empero, que los
     dioses oigan a Momo reprochar sus bellaquerías, ya que de él es de quien
     antaño las oían con frecuencia.
          De ahí viene que, indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con
     Até, porque con su sabiduría resultaba importuno para la felicidad de
     aquéllos. Ningún mortal ha querido desde entonces dar hospitalidad al
     desterrado, y nada sería más difícil que encontrársela en los palacios de
     los príncipes. En éstos, precisamente, está en el candelero mi compañera
     la Adulación, la cual no convive mejor con Momo que el cordero con el
     lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor licencia [40]
     y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según dice Homero,
     «lo que les pareció mejor».
          ¿Qué entretenimientos no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué
     diversión no producen los hurtos y mixtificaciones de Mercurio? Y el
     propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en los convivios de los dioses,
     no sólo con su cojera, sino también con sus ocurrencias y sus ridículos
     dichos que desternillan de risa a la partida de bebedores. Y también
     Sileno, aquel viejo enamorado que suele bailar el «córdax» con Polifemo al
     son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»; los sátiros
     semicaprinos representan las «atelanas»(19); Pan, con alguna estúpida
     cancioncilla, hace reír a todo el mundo, puesto que la prefieren a
     escuchar el canto de las musas, sobre todo cuando el vino ha empezado a
     empaparles. ¿Hará falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando
     están bien bebidos? Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces
     no puedo contener la risa. Pero mejor será acordarse de Harpócrates(20) a
     este propósito, no sea que nos escuche algún Dios fisgón explicar estas
     mismas cosas que no le fueron permitidas a Momo.

     Capítulo XVI
          Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y
     volvamos a la Tierra para ver en ella que nada hay alegre ni feliz que no
     se deba [41] a mi favor. Observar primeramente con cuánta solicitud ha
     cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca
     falte en él el condimento de la estulticia.
          En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es
     sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse
     llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana
     no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las
     pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de
     una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza,
     mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos
     tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de
     las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la
     concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.
          La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante
     cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella
     clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas
     de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que
     ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.

     Capítulo XVII
          Por lo demás, dado que el varón está destinado a gobernar las cosas
     de la vida, tenía que otorgársele algo más del adarme de razón concedido,
     a fin de que tomase resoluciones dignas de él. Se me llamó a consejo junto
     con los demás y lo di al punto, y digno de mí: Que se le juntase con una
     mujer, animal ciertamente estulto y necio, pero gracioso y placentero, de
     modo que su compañía [42] en el hogar sazone y endulce con su estupidez la
     tristeza del carácter varonil. Y así Platón, al parecer dudar en qué
     género colocar a la mujer, si entre los animales racionales o entre los
     brutos, no quiso otra cosa que significar la insigne estupidez de este
     sexo(21).
          Si, por casualidad, alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no
     conseguiría sino ser doblemente necia, al modo de aquel que, pese a
     Minerva, se empeñase en hacer entrar a un buey en la palestra, según dice
     el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto aquel que en contra de la
     naturaleza desvía su inclinación y remeda el aspecto de la aptitud. Del
     mismo modo que, conforme al proverbio griego, «aunque la mona se vista de
     púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es decir,
     estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
          Sin embargo, no creo que el género femenino llegue a ser tan estúpido
     que me censure por el hecho de que otra mujer, la Estulticia en persona,
     les reproche la estupidez. Pues si consideran juiciosamente la cuestión,
     verán que deben a la Estulticia el tener más suerte que los hombres en
     muchos casos.
          Tienen, primeramente, el encanto de la hermosura, que,
     justificadamente, anteponen a todas las cosas, puesto que, por su virtud,
     tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde proceden lo desgraciado
     del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la barba, que dan al varón
     aspecto de viejo, sino del vicio de la prudencia, mientras que la mujer
     conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis delicado, remedo de
     perpetua juventud? [43]
          En segundo lugar, ¿qué otra cosa desean en esta vida más que
     complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos
     adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en
     componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis? Así,
     pues, ¿qué las recomienda a los hombres más que la necedad? ¿Hay algo que
     éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago, sino de la voluptuosidad?
     Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello son
     argumento, piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el
     hombre a la mujer y las ridiculeces que hace cada vez que se propone
     disfrutar de ella.
          Ya sabéis, por tanto, el primero y principal placer de la vida y la
     fuente de que mana.

     Capítulo XVIII
          Pero algunos hay, y en primera fila los viejos, que son más bebedores
     que mujeriegos y sitúan la suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de
     si habrá banquete completo sin mujeres; lo que sí consta es que ninguno
     resulta agradable sin el condimento de la estulticia. Tanto es así, que si
     falta uno que mueva a la risa con necedad verdadera o simulada, se pagará
     a algún bufón o se invitará a algún gorrón ridículo que con dicharachos
     risibles, es decir, estultos, ahuyente de la reunión el silencio y la
     tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de toda clase de
     confituras, manjares y golosinas, si los ojos y los oídos, si no todo el
     ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas y chistes?
          De esta manera, yo soy artífice insustituible de las sobremesas,
     porque aquellas ceremonias de los banquetes, como elegir rey a suertes,
     jugar a los [44] dados, los brindis recíprocos, el establecer rondas,
     cantar coronados de mirto, bailar y hacer pantomimas(22), no fueron
     inventadas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para bien del
     género humano.
          De este modo, se ve que la naturaleza de todas las cosas es tal, que
     cuanto más tienen de estúpidas, tanto más favorecen la vida de los
     mortales, la cual, cuando es triste, no parece digna de ser llamada vida.
     Y triste discurrirá la vida, por fuerza, si no os libráis con estos
     deleites del tedio, hermano de la tristeza.

     Capítulo XIX
          Quizá habrá quienes desprecien este género de placeres y se
     complazcan en el afecto y trato de los amigos, repitiendo que la amistad
     es cosa que hay que anteponer a todas las demás y aun que es necesaria
     hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni el agua lo sean en mayor
     grado. Añaden, incluso, que es tan agradable, que quitarla sería como
     quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que ello viene al caso, que ni
     los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes principales. Pero
     ¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de tanto bien? Y
     lo probaré no con crocosilites, ni sorites, ni ceratinas, o cualquier otra
     especie de argucias dialécticas, sino de modo vulgar y mostrándolo como
     con el dedo.
          Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con
     los defectos de los amigos y [45] el sentir afición y admirarse por alguno
     de sus vicios manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es cosa parecida a
     la estulticia? Hay quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con
     una verruga de su cordera, el padre que no encuentra sino una ligera
     desviación de la vista en su hijo bizco, ¿qué es todo esto -pregunto- sino
     pura necedad? Proclámese una y mil veces que es necedad, pero también que
     ésta es la sola que une y conserva unidos a los amigos.
          Me refiero al común de los mortales, de los cuales nadie nace sin
     defecto y aquél es el mejor que menos cohibido está por ellos, pues entre
     esos sabios endiosados o no llega a cuajar la amistad o viene a ser triste
     y desagradable, y aun la traban sólo con poquísimos, por no atreverme a
     decir que con ninguno, ya que la mayoría de los hombres desbarra -es
     decir, que no hay quien no delire por muchos modos- y la amistad sólo cabe
     entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se engendra
     mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser
     gente gruñona y que vigila los defectos de los amigos con vista más fina
     que el águila, o la serpiente de Epidauro(23). En cambio, ¡qué legañosos
     ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a
     la espalda! Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no
     haya ingenio alguno sin grandes defectos, y que además existe tanta
     desemejanza de edades y de estudios, tantas flaquezas, tantos errores,
     tantas caídas graves, [46] ¿cómo podría subsistir entre estos Argos(24),
     ni siquiera durante una hora, la alegría de la amistad sin el auxilio de
     la candidez, es decir, de la estulticia, o, si queréis, de la blandura de
     carácter?
          ¿Pues qué? Cupido, padre y autor de todo afecto, que, por obra de su
     ceguera, toma lo feo por hermoso, hace que entre vosotros cada cual
     encuentre hermoso lo que ama, de suerte que el viejo quiera a la vieja
     como el mozo a la moza. Estas cosas suceden y son reídas en todo el mundo,
     pero tales ridiculeces son las que aglutinan y unen la placentera sociedad
     en la vida.

     Capítulo XX
          Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor
     motivo al matrimonio, ya que no es éste otra cosa que la conjunción
     indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun
     accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del
     varón y la esposa [47] no se viese afianzado y sostenido por la adulación,
     la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi
     cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio
     investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella
     doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y
     cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas
     no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
          Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a
     ella se debe aún que la esposa sea agradable al marido y éste a su mujer,
     a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en ella perviva la
     concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo
     qué, el infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero
     ¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse con el afán de los
     celos y echarlo todo por lo trágico!

     Capítulo XXI
          Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones
     agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni
     el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo,
     ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al
     arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los comensales entre ellos,
     de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras,
     condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la
     miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación
     de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.

     Capítulo XXII
          Decidme: ¿A quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién
     concordará aquel que discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno
     aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo que nadie lo afirmará, a
     menos que sea más estulto que la misma Estulticia.
          Si prescindieseis de mí, además de no poder nadie soportar a nadie,
     todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión
     de su misma persona. Tanto más cuanto que la naturaleza, [48] en no pocas
     ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los
     mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se
     duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene que todas las
     prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan a
     perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los
     dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía?(25)
     ¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil tristeza?
          En fin, ¿qué podría realizar el hombre con belleza (y así conviene
     que lo haga todo, pues ésta no sólo es fundamento del arte, sino de
     cualquier obra) en cualquier función de la vida, sea en beneficio propio o
     en el de los demás, si no le tendiese la mano el Amor Propio, con quien me
     une fraternal lazo? Y añadiré que se esfuerza en sustituirme en todas
     partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de uno mismo? Por
     el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse algo
     gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto
     se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer a
     nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será
     silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte
     serán diseñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin,
     tendremos a Tersites en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de
     Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés
     al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se
     procure una pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los
     demás. [49]
          En suma, comoquiera que la principal parte de la felicidad radica en
     que uno quiera ser lo que es, contribuye a ello grandemente mi querido
     Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura, del talento de la
     estirpe, del estado en que se halla, de la educación ni de la patria, de
     suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio
     con el ateniense, ni el escita con los de las islas Afortunadas. ¡Oh
     singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas
     todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones,
     allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto que
     acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más
     copiosos.
          No necesito declarar, mientras tanto, que no podréis encontrar
     empresa ilustre alguna sin mi impulso, ni nobles artes que yo no haya
     inventado.

     Capítulo XXIII
          ¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles?
     Y, sin embargo, ¿hay cosa más estulta que entablar lucha por no sé qué
     causas, de la cual ambas partes salen siempre más perjudicadas que
     beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de
     los megarenses(26).
          Cuando se forman en batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y
     suenan los cuernos con ronco clamor(27), ¿de qué servirían esos sabios,
     exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede
     sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en
     los que haya [50] un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos
     que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el
     consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó,
     mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
          Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras.
     Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo
     militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes,
     los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin,
     la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los
     luminares de la filosofía.

     Capítulo XXIV
          De cuán inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser
     testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el
     oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no
     sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de
     todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente,
     porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y
     porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios
     públicos(28), aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga
     de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue
     si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la
     cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y [51] medía
     las patas de una pulga e investigaba(29) el zumbido de un mosquito, no
     aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al
     maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón,
     abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe,
     apenas si pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de
     Teosfrato? Al empezar una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese
     visto al lobo(30). Aquel que animaba al soldado en la batalla, Isócrates,
     no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar los labios.
     Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus
     discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual
     interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor
     del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente
     que la sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían
     hecho los sabios si éstos se despachasen con las armas cuando se desmayan
     de miedo al combatir sólo con palabras desnudas?
          Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella
     famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los
     filósofos o filosofasen los gobernantes(31)». Sin embargo, si consultáis a
     los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para
     el Estado que cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro [52] o
     aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los
     Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus
     insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada
     la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.
          Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que
     no fue menos dañoso al Estado romano que Demóstenes el ateniense. Marco
     Antonino, aunque otorguemos que fue buen emperador, y cabría discutirlo,
     se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón; es
     decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos,
     tuvo más de funesto, por haber dejado tal hijo(32), de lo que pudo haber
     de saludable en su administración. Precisamente esta especie de hombres
     que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo
     son por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece
     obedecer a la providencia de la naturaleza para que el daño de la
     sabiduría no se extienda más entre los hombres.
          Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran
     sabio Sócrates tuvo hijos más semejantes a la madre que al padre, según
     escribió acertadamente uno; es decir, que fueron tontos.

     Capítulo XXV
          Podría tolerarse que en los asuntos públicos sean como asnos tocando
     la lira, si no fuese que en todas las demás funciones de la vida no
     acreditan ser más diestros. Llevad un sabio a un banquete [53]y lo
     perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas.
     Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello. Conducidle a
     un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le
     obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar
     el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso
     como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en
     suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no
     puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
          Añadiré que no puede ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a
     los suyos, porque es inexperto en las cosas corrientes y discrepa
     largamente de la opinión pública y de los estilos normales de vida, de lo
     cual, por cierto, preciso es que siga el odio contra él, por ser tanta la
     disparidad de conducta y sentimientos. Pues ¿qué se trata entre los
     hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho por los necios y
     para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la
     corriente general, yo le aconsejaría que, imitando a Timón(33), emigre a
     algún desierto y allí, a solas, disfrute de su sabiduría.

     Capítulo XXVI
          Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza
     ha podido reunir en ciudad a hombres berroqueños, acorchados(34) y
     salvajes sino la adulación? No significa otra cosa la famosa [54] cítara
     de Anfión y de Orfeo(35)? ¿Qué otra cosa llamó a la concordia ciudadana a
     la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso
     algún discurso filosófico? En absoluto: El risible y pueril apólogo del
     vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para
     Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de
     sabio habría tenido tanto poder cuanto aquella superchería de la cierva de
     Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula
     sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré
     nada de Minos y de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la estulta
     muchedumbre con fabulosas invenciones. Con semejantes tonterías se mueve
     esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.

     Capítulo XXVII
          Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o
     Aristóteles o las tesis de Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que
     persuadió a los Decios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes?
     ¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio sino la vanagloria, la
     más seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos
     sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un candidato servil
     halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la adhesión de
     la masa, se deleite con sus aclamaciones, [55] sea llevado en triunfo como
     una bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en el foro?
     Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos
     otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos criminales por demás
     sean comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas
     estas cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría
     con un solo Demócrito»
          ¿Quién lo niega?. Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de
     los vigorosos héroes, exaltadas hasta las nubes en los escritos de los
     varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los Estados, merced a ella
     subsisten imperios, autoridades, religión, consejos y tribunales, pues la
     vida humana no es sino una especie de juego de despropósitos.

     Capítulo XXVIII
          Ahora hablaré de las ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria,
     al ingenio de los mortales a elaborar y cultivar para la posteridad
     disciplinas tenidas por tan excelsas?
          Ciertos hombres estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas
     vigilias y tantos sudores con no sé qué fama, vana a más no poder. En
     contraste, vosotros debéis a la Estulticia ilustres deleites en la vida y,
     sobre todo, el supremo de disfrutar de la insensatez ajena.

     Capítulo XXIX
          Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué
     os parecería que pretendiese también el de la prudencia? Aunque alguno
     dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo [56] espero
     triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con
     vuestra atención y vuestra aprobación.
          En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas,
     ¿a quién procede aplicar mejor tal dictado y tal honor, al sabio que, en
     parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve a emprender
     cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que
     carece, ni por temor al peligro, que no se para a considerar?
          El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae
     sino meros artificios de palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a
     las cosas que hay que experimentar, adquiere la verdadera prudencia, si no
     me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser
     ciego, cuando dijo: «El necio sólo conoce los hechos(36)».
          A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos
     obstáculos principales: la vergüenza que ensombrece con sus nieblas al
     ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro, disuade de
     emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos
     son los mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples que
     proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si
     alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las
     cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se
     adjudican este título.
          Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los
     silenos de Alcibíades, tienen dos caras que difieren sobremanera entre sí,
     de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser la vida, según
     reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida
     es muerte; [57] lo que hermoso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame,
     glorioso; lo docto, indocto; lo robusto, flaco; lo gallardo, innoble; lo
     alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable,
     nocivo; y, en suma, veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís
     el sileno.
          Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según
     una Minerva más vulgar, como suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién
     no convendrá en que un rey sea hombre opulento y poderoso? Pero si no está
     propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará
     paupérrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá
     torpemente esclavizada. Del mismo modo podría discurrirse también acerca
     de otras cosas, pero me basta con el anterior ejemplo. Alguno preguntará:
     «¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
          Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores
     cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los
     espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la
     acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas
     como a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las
     cosas, de suerte que quien era mujer antes resultase hombre; el que era
     joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios
     apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a
     trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los
     que atraen la mirada de los espectadores.
          Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia
     donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan
     su papel hasta que el director del coro les hace [58]salir de las tablas?
     Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos
     papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura,
     interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo
     permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro
     modo.
          Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel
     a quien todos toman por rey y señor ni siquiera es hombre, porque se deja
     llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo despreciable, ya
     que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro
     que llora la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la
     vida para aquél, ya que esta vida no es sino una especie de muerte; que
     llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo,
     porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si
     del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decídme: ¿qué
     conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
          Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más
     imprudente que la prudencia descaminada, y descaminado anda quien no se
     acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la corriente y no
     recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo,
     en suma, que la comedia no sea comedia.
          Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal,
     no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso
     a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado
     junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No
     negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo
     de representar la comedia de la vida. [59]

     Capítulo XXX
          Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo
     demás, ¿por qué he de callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan
     gran importancia quizá convendría invocar a las Musas del Helicón, a las
     que suelen acudir los poetas con más frecuencia por verdaderas bagatelas.
     Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin
     contar con la Estulticia como guía no habrá quien llegue a la excelsa
     sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es manifiesto,
     primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia,
     puesto que el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se
     gobierna por la razón y éste por las pasiones.
          Por tal razón los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes,
     como si fuesen enfermedades; sin embargo, las pasiones hacen las veces de
     orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de la sabiduría, sino
     que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela
     y acicate en exhortación a obrar bien.
          Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y
     libera, por el contrario, al sabio de toda pasión, al hacerlo así no deja
     en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a una especie de
     demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más,
     para decirlo más claro, labró una estatua marmórea de hombre, impasible y
     ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place, gocen de este
     sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con él en la
     república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en
     los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo
     [60] de hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido
     ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de
     pasiones y no se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si
     de duro pedernal fuese o de mármol marpesio(37)»; de un hombre de quien
     nada escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo(38), todo lo descubre,
     que nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está
     contento de sí mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el
     único rey, el único libre y, en suma, el único en todo, aunque ello no
     acontezca sino en su opinión; que no se entretiene con amigo alguno,
     porque no sabe lo que es un amigo; que no vacila en echar a rodar a los
     dioses, y que todo cuanto ve efectuarse en la vida lo condena o lo ríe
     como si fuese una locura? Tal es la especie de animal considerado sabio
     absoluto.
          Decidme: Si la cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república
     querría a un magistrado de este género o qué ejército desearía semejante
     general? Más aún: ¿qué mujer desearía o toleraría a tal especie de marido,
     o qué anfitrión a tal invitado, o qué criado a un amo de este genio?
     ¿Quién no preferiría a uno cualquiera de entre la cáfila de hombres más
     estultos que, a fuer de estulto, pueda mandar u obedecer a los estultos;
     que agrade a sus semejantes, que son la mayoría; que sea complaciente con
     la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados y grato comensal
     y, en suma, que no extrañe nada humano?
          Pero este sabio me ha empezado a dar lástima; por ello el discurso se
     dedicará ahora a los demás beneficios que dispenso. [61]

     Capítulo XXXI
          Veamos: Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de
     una excelsa atalaya, como los poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería
     cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero y cuán sórdido es
     su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está
     expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta
     es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte, cuán perniciosas
     son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes,
     cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo,
     para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como, por
     ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos,
     las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero
     estoy pretendiendo contar las arenas del mar...
          No me es propio explicar ahora por qué razón los hombres han merecido
     tales cosas o cual fue el dios encolerizado que les hizo nacer en el seno
     de estas miserias, pero el que las considere para su capote, ¿acaso no
     aprobará el caso de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de
     ellas? ¿Y quiénes fueron, sobre todo, los que acusaron de tedioso al sino
     de su vida? ¿No fueron los familiares de la sabiduría? Entre ellos,
     pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones, Casios y Brutos,
     citaré a aquel ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó por la
     muerte.
          Creo que ya os dais cuenta de lo que ocurriría si de modo general los
     hombres fuesen sensatos, es decir, que haría falta otra arcilla y otro
     Prometeo alfarero(39). Pero yo, en parte por ignorancia, en [62] parte por
     irreflexión, algunas veces por olvido de los males, ora por la esperanza
     de bienes, ora derramando un poco de la miel del placer, voy acorriendo a
     tan grandes males, de suerte que nadie se complace en dejar la vida aunque
     se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea la misma vida la
     que se deje a él; lo que menos causa debía ser de que le correspondiese
     vivir, es lo que más ansias le da de ello. ¡Tan lejos están de que les
     afecte ningún tedio de la vida!
          Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de
     nestórea senectud en los que ya no sobrevive ni la figura humana,
     balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para describirlos
     mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables,
     calvos, llenos de arrugas, sin dientes(40)», pero que se deleitan con la
     vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas,
     el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se
     vale de los dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por
     alguna muchacha y supera en tonterías amatorias a cualquier adolescente,
     pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están
     ya con un pie en la tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape
     funerario, se casen con alguna jovencita, sin dote, que tendrá que ser
     disfrutada por otros.
          Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a
     ancianas que hace mucho que tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara
     de estado y de haber retornado de los infiernos, que tienen siempre en la
     boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar
     en celo según suelen decir los griegos, como machos cabríos, y compran a
     buen precio a algún Faón; se [63] embadurnan asiduamente el rostro con
     afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo pubis;
     exhiben los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con
     trémulo gañido, y acostumbran a beber, a mezclarse en los grupos de las
     muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos se ríen de estas cosas
     teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de
     sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la vida les
     resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
          Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no
     es mejor conseguir una vida dulce gracias a tal estulticia que ir
     buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque por el
     vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a
     mis estultos, puesto que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo
     desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en la cabeza, esto sí que
     es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las
     injurias no hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si
     falta el sentido de ellas. ¿Qué te importará que todo el pueblo te silbe,
     con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la Estulticia puede
     ayudar a que ello sea posible.

     Capítulo XXXII
          Pero me parece oír protestar a los filósofos: «Es deplorable esto de
     vivir dominado por la Estulticia -dicen- y, por ende, errar, engañarse,
     ignorar». Ello es propio del hombre, y no veo por qué se le ha de llamar
     deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y
     tal es la común suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que
     pertenece a la propia naturaleza, a no ser, [64] quizá, que se considere
     que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni
     andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos
     como el toro. Del mismo modo se podría calificar de desdichado a un
     hermosísimo caballo porque no ha aprendido gramática ni come tortas; o de
     infeliz a un toro porque no es apto para la palestra. Así, pues, tal como
     el caballo imperito en gramática no es desgraciado, así no es infeliz
     tampoco el estulto, porque el serlo es coherente con su naturaleza.
          Pero contra esto apremian los sofistas: «El conocimiento de las
     ciencias es cualidad peculiar del hombre, quien, con el auxilio de ellas,
     compensa con el talento aquellas cosas en que la naturaleza le ha
     desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de verdad el que la naturaleza
     que veló tan solícitamente en favor de los mosquitos, y aun de las hierbas
     y las florecillas, hubiese sólo dormitado en el caso del hombre, haciendo
     que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por el pernicioso genio
     de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya que no sirven
     para alcanzar la felicidad y estorban a lo propio para que fueron
     descubiertas, como un rey muy sabio dijo gallardamente, según Platón, a
     propósito del invento de la escritura(41).
          Por tanto, las ciencias irrumpieron en la vida humana junto con
     tantas otras calamidades, y por ello a los autores de todos los males se
     les llama «demonios», equivalente a dah/monaj(42), que significa los que
     saben.
          ¡Qué sencilla era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de
     toda ciencia, que vivía sólo con la guía e inspiración de la naturaleza!
     ¿Para qué, pues, les hacía falta la gramática, cuando el idioma [65] era
     el mismo para todos ni se pedía otra cosa al lenguaje sino que las gentes
     se entendiesen unas con otras? ¿De qué habría servido la dialéctica, donde
     no había conflicto alguno entre opiniones encontradas? ¿Qué lugar podía
     ocupar entre ellos la retórica, si nadie se proponía crear dificultades a
     otro? ¿Para qué se necesitaba la jurisprudencia, si estaban apartados de
     las malas costumbres, de las cuales, sin duda, han nacido buenas leyes?
     Además, eran demasiado religiosos para escrutar con impía curiosidad los
     secretos de la naturaleza, las dimensiones de los astros, sus movimientos
     y efectos y las causas ocultas de las cosas. Consideraban pecaminoso que
     el hombre mortal tratase de saber más de lo que compete a su condición, y
     la locura de averiguar lo que había más allá del cielo ni siquiera les
     venía a la imaginación.
          Mas perdiéndose poco a poco la pureza de la Edad de Oro, fueron
     primeramente inventadas las ciencias por los malos genios, según dije,
     pero éstas eran aún pocas y pocos quienes tenían acceso a ellas. Después
     añadieron otras mil la superstición de los caldeos y la ociosa frivolidad
     griega, que no son sino tormentos de la inteligencia, hasta el punto de
     que con sólo una, la gramática, basta para dar suplicio perpetuo a una
     vida.

     Capítulo XXXIII
          Sin embargo, entre estas mismas ciencias son especialmente apreciadas
     aquellas que se aproximaban más al sentido común, es decir, a la
     Estulticia. Los teólogos se mueren de hambre, se desalientan los físicos,
     los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El
     médico es el único que «vale tanto como muchos hombres(43)», [66] y en
     esta misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más,
     incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la
     ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que
     la retórica.
          Después de éstos ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé
     decir si hasta ocupan el primero, de cuya profesión los filósofos -y no
     quiero dar opinión sobre ella- suelen reírse unánimemente llamándola
     asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos asnos regula todos los negocios
     grandes y pequeños. Éstos aumentan sus latifundios, mientras los teólogos,
     después de haber extraído de sus escritorios(44) la divinidad entera, han
     de comer altramuces y librar constante guerra contra las chinches y los
     piojos.
          De esta suerte, así como son más dichosas las ciencias que tienen
     mayor afinidad con la estulticia, también es con mucho más feliz la gente
     que ha podido abstenerse del trato con ciencia alguna y no ha seguido a
     otro guía que a la naturaleza, que no posee deficiencia alguna sino cuando
     los mortales, por acaso, queremos franquear sus límites. La naturaleza
     odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente lo que no ha sido
     violado por ninguna ciencia.

     Capítulo XXXIV
          ¿Acaso no veis que en cualquier género de los demás animales viven
     más felices aquellos que están más apartados de las ciencias y no les guía
     otro magisterio que el de la naturaleza? ¿Cuál [67] más feliz y más
     admirable que las abejas? Y aun éstas no poseen todos los sentidos
     corporales. ¿Se encontrará nada semejante a la arquitectura con que
     construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha fundado nunca parecido Estado?
          En cambio, el caballo, por ser afín al talento humano y haberse
     trasladado a convivir con el hombre, participa de las calamidades de éste,
     y así no es raro verle reventar en las carreras porque le avergüenza ser
     vencido, y en las batallas, mientras está anhelando el triunfo, le hieren
     y muerde el polvo junto con el jinete. Y no hablo de las serretas, ni de
     los acicates, de la prisión de la cuadra, de los látigos, los palos, de
     las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato de la servidumbre a
     la que se sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar a los héroes,
     anheló ardientemente vengarse de los enemigos.
          ¡Cuánto más deseable es la vida de las moscas y de los pájaros que
     viven libres de cuidado y a tenor sólo del instinto natural, con tal que
     se lo toleren las asechanzas del hombre! Si cuando se encierra a los
     pájaros en una jaula se les enseña a imitar la voz humana, es admirable
     cuánto pierden de aquella gracia natural suya. Lo que creó la naturaleza
     es en todos sus aspectos siempre más agradable que lo mixtificado por el
     arte.
          De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico(45)
     que, habiendo sucesivamente sido con la misma entidad filósofo, varón,
     mujer, rey, particular, pez, caballo, rana, y aun creo que esponja,
     dictaminó que no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos
     los demás, se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre
     trataba de salirse de los que le imponía su condición. [68]

     Capítulo XXXV
          Por el contrario, entre los hombres antepone por muchos conceptos los
     ignorantes a los doctos y famosos, y el célebre Grilo fue bastante más
     avisado que el prudente Ulises, porque prefirió continuar gruñendo en la
     pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras peligrosas. No me
     parece que Homero, padre de las fábulas disienta de esta opinión, puesto
     que llama a todos los mortales frecuentísimamente desdichados y
     desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de sabio, le califica
     a menudo de infeliz, cosa que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A
     qué obedece tal cosa sino a que aquel farsante y embaucador no hacía nada
     sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se apartaba a más no
     poder de la pauta de la naturaleza?
          Así, pues, como entre los mortales se alejan de la felicidad aquellos
     que se afanan por la sabiduría -mostrándose en ello misino doblemente
     estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan el género de la
     vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de
     los gigantes, con las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la
     naturaleza-, de la misma manera están más libres de desdichas aquellos que
     se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los brutos y no se
     fatigan con nada que supere a la condición humana.
          Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos,
     sino con un ejemplo vulgar. Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más
     feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama estúpidos,
     estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son
     hermosísimos? Confesaré [69] que a primera vista la cosa parece quizá
     estúpida y absurda, pero, sin embargo no puede ser más verdadera. En
     principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por
     Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba la hostilidad
     de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el
     miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes
     futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones
     que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan,
     no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez
     de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
          Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones
     torturan por doquier tu ánimo de noche y de día; que reunieses en un
     montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de cuánto mal
     he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se
     regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera
     que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la risa como si la
     misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la
     tristeza de la vida humana.
          De donde resulta que mientras los demás hombres están unidos por
     afectos varios, éstos, por aquella razón, son aceptados por todos como de
     los suyos, en pie de igualdad, y se les busca, se les regala, festeja,
     abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera sin sanción todo cuanto
     dicen o hacen. Hasta tal punto nadie desea hacerles daño, que las mismas
     fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su natural
     inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en el
     mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio. [70]

     Capítulo XXXVI
          ¿Y qué diréis si afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos
     reyes, de suerte que algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora
     sin ellos? Muy a menudo anteponen estos tontilocos a sus aburridos sabios,
     a los cuales algunas veces mantienen por pura vanidad. El porqué de esta
     preferencia no me parece oscuro ni cosa de admiración, pues tales sabios
     no suelen acudir a los príncipes con nada que no sea triste y, engreídos
     con su doctrina, no se recatan de herir oídos delicados con verdades
     mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo único que los príncipes
     buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas, carcajadas y placeres.
          Fijaos de modo especial en una cualidad, nada despreciable, de los
     estultos, que es el ser los únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna
     de aplauso que la verdad? Aun cuando Alcibíades, en aquel proverbio
     platónico, sitúe la verdad únicamente en el vino y en la infancia(46),
     ello no obsta a que se me deba de modo peculiar toda alabanza, y, si no,
     acudamos al testimonio de Eurípides, de quien se conserva aquel célebre
     dicho acerca de mí, según el cual «el necio no dice más que
     necedades(47)». Todo cuanto lleva el necio en el pecho, lo traduce a la
     cara y lo expresa de palabra. En cambio, el sabio tiene dos lenguas, como
     recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es la que usan para
     decir la verdad y con la otra las cosas que consideran convenientes según
     el momento(48). Es propio de ellos transformar lo negro [71] en blanco, y,
     con la misma boca, soplan simultáneamente a lo frío y a lo caliente(49),
     porque media gran distancia entre lo que esconden en el pecho y lo que
     fingen de palabra.
          Los príncipes, empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de
     lo que pretende serlo, me parecen desgraciadísimos, porque carecen de
     ocasión de escuchar la verdad y porque están obligados a tener a su lado
     aduladores en vez de amilos. Dirá alguien: «Pero es que los oídos de los
     príncipes aborrecen la verdad y por la misma causa rehuyen a los sabios,
     puesto que temen que no salga alguien demasiado liberal que se atreva a
     decir cosas ciertas en vez de cosas placenteras». Cierto es, la verdad es
     desagradable a los príncipes, pero ello viene por modo admirable en
     auxilio de mis necios, puesto que de ellos escuchan con placer no sólo
     verdades, sino hasta francos insultos, cuando las mismas palabras,
     proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en cambio,
     dicho por un necio resulta en increíble contento.
          Tiene, pues, la verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella
     no va implícita ofensa, pero esta virtud no se la han concedido los dioses
     más que a los necios. Por esta misma razón de tal especie de hombres
     suelen gozarse locamente las mujeres, pues son de natural más propensos al
     placer y a la jocosidad. Por lo tanto, cualquier cosa que hagan en tal
     sentido, aunque a las veces se trate de lo más extremadamente serio, lo
     interpretan como broma y juego, pues tal es la tendencia natural de este
     sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus defectos. [72]

     Capítulo XXXVII
          Volviendo a la felicidad propia de los necios, diré que tras haber
     pasado la vida con suma alegría, sin miedo ni sensación de la muerte se
     van derechamente a los Campos Elíseos para deleitar allí con sus bromas a
     las almas pías y ociosas. Vamos, pues, a confrontar la suerte de cualquier
     sabio con la de este necio. Imagínate, que pones delante de él a un
     ejemplo de sabiduría, a un hombre que ha gastado toda la infancia y toda
     la adolescencia en aprender las ciencias y que la parte más deliciosa de
     la vida la ha perdido en incesantes vigilias, cuidados y sudores y que en
     lo que le restaba tampoco ha degustado ni un tantico de placer, viviendo
     siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para consigo mismo y pesado
     y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo, legañoso,
     canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida... Pero
     ¿qué le importa morir, si nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de
     un sabio!

     Capítulo XXXVIII
          Ya vuelvo a oír croar contra mí a «las ranas del Pórtico(50)». «Nada
     más lamentable -dicen- que la locura, y la estulticia manifiesta o es
     pariente de la locura o, mejor dicho, es ya la locura misma. ¿Qué es la
     locura sino un extravío de la razón?» Pero éstos yerran absolutamente el
     camino. Vamos, pues, a desvanecer este silogismo, con el favor de las
     Musas. [73]
          No razonan torpemente, pero así como Sócrates enseña, según
     Platón(51), que había dos Venus, dividiendo el concepto de Venus, y,
     partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos dialécticos también debían
     haber distinguido entre una y otra locura, si es que querían pasar por
     cuerdos. Porque no puede admitirse absolutamente que cualquier locura sea
     calamitosa. No decía otra cosa Horacio al hablar de que «soy juguete de
     una amable locura(52)», ni Platón hubiera colocado(53) entre las delicias
     más preeminentes de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los
     amantes, ni aquella sibila hubiese calificado de loca la empresa de
     Eneas(54). Hay, pues, dos especies de locura: Una es la que las crueles
     furias lanzan desde los infiernos, como serpientes, para encender en los
     pechos de los mortales el ardor de la guerra, o insaciable sed de oro, o
     amor indigno y funesto, o el parricidio, el incesto, el sacrilegio o
     cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma culpable
     y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.
          Pero hay otra locura muy diferente de ésta, que mana directamente de
     mí y que es digna de ser deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta
     por cierto alegre extravío de la razón, que libera al alma de cuidados
     angustiosos y la perfuma con múltiples voluptuosidades. Tal extravío de la
     razón es el que deseaba Cicerón como magno beneficio de los dioses, según
     carta escrita a Ático(55), para [74] perder la conciencia de tantos males.
     Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que había estado loco y se
     había pasado todos los días sentado solo en el teatro riendo, palmoteando,
     divirtiéndose, porque creía contemplar admirables tragedias, aunque de
     hecho no se representaba nada. Todo ello, al tiempo que se conducía
     correctamente en los deberes de la vida y era «agradable a los amigos,
     complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba
     porque le destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de
     la enfermedad a fuerza de medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo
     vuelto del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me habéis matado, amigos.
     Nada me habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a
     viva fuerza aquel gratísimo error de mi mente(56)».
          Y hasta razón tenía, puesto que eran los demás los equivocados y
     quienes más necesitaban del eléboro por haber creído necesario disipar con
     drogas, como si fuese enfermedad, una locura tan feliz y agradable.
          Sin embargo, no he querido con esto afirmar que se deba calificar de
     locura a cualquier extravío de la razón o de los sentidos, ni que esté
     loco aquel legañoso que confunda a un mulo con un asno, o aquel que admire
     una poesía pedestre como si fuese magistral. Pero si yerra no sólo el
     sentido, sino también el juicio de la razón de modo constante y más allá
     de lo normal, será lícito considerar a éste próximo a la locura, como lo
     estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno y creyese estar oyendo a
     una orquesta prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en ínfima cuna, que se
     figurase ser el rey Creso de Lidia. [75]
          Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable,
     según ocurre con frecuencia, reporta no mediano placer tanto a los que
     están poseídos por él como a aquellos que lo presencian, sin que éstos
     tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más
     extendida de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del loco y se
     proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco se
     burle con mayores ganas del que lo está menos.

     Capítulo XXXIX
          A juicio de la Estulticia, cuanto más estulta es una persona tanto
     más feliz es, con tal que se contenga en esta especie de locura que nos es
     peculiar y que, además, está tan extendida, que no sé si en el conjunto de
     todos los mortales podría encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a
     todas horas y no estuviese poseído de alguna especie de locura. La
     diferencia entre una y otra locura radica en que la gente llama loco a
     aquel que imagina que una calabaza es una mujer, puesto que ello les
     sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que ensalza a su mujer, a
     la que tiene en común con muchos otros, como si fuese Penépole y la
     ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá nadie que le llame
     loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
          También pertenecen a este grupo aquellos que lo desprecian todo ante
     la caza mayor y afirman recibir un placer espiritual increíble cuando oyen
     el grosero sonido del cuerno y el aullido de los perros. Hasta llego a
     creer que cuando huelen los excrementos de los perros, les parece que se
     trata de cinamomo. Además, ¿qué placer puede haber en despedazar una
     fiera? El descuartizar toros y carneros es cosa de la plebe, pero la fiera
     no puede [76] ser hecha cuartos sino por mano de un noble. Éste, con la
     cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto del cuchillo destinado a
     esto, porque hacerlo con uno cualquiera no se consiente, procede a cortar
     con ciertos gestos ciertos miembros del animal observando determinado
     orden ritual. Se asombra, mientras tanto, como de cosa nueva la silenciosa
     tropa de circunstantes, a pesar de que aquel espectáculo lo ha contemplado
     más de mil veces. Además, aquel a quien haya tocado degustar un pedazo de
     la bestia lo considera como prenda de no poca nobleza. Así, pues, como
     esta gente no entiende de otra cosa que de perseguir y devorar
     afanosamente a las fieras, van degenerando hasta ser casi otras fieras,
     aunque entretanto crean darse vida de reyes. También es muy semejante a
     éstos aquel género de personas que arden en insaciable afán de edificar, y
     cambian tan pronto las cosas redondas en cuadradas como las cuadradas en
     redondas. Y lo hacen sin término ni método hasta verse reducidos a la
     pobreza más extrema y no quedarles donde vivir ni que comer. Pero ¿qué les
     importa, si entretanto han pasado unos cuantos años con sumo placer?
          Me parece que les son muy próximos aquellos que, por medio de las
     nuevas ciencias y de las ocultas, se esfuerzan en transformar las especies
     de las cosas y van por tierra y mar a la caza de cierta quintaesencia. Les
     sustenta la dulce esperanza hasta el punto de que nunca les duelen los
     trabajos ni los dispendios y con admirable ingenio siempre están ideando
     algo en que, aunque tengan que engañarse de nuevo, les sea grato el error,
     hasta que, después de haberlo gastado todo, ya no les queda nada que echar
     al hornillo. Sin embargo, no renuncian a soñar placenteras ilusiones y
     animan a los demás a gozar de la misma felicidad. Cuando se ven ya
     abandonados de toda esperanza, [77] les queda aún una frase de la que
     extraen gran consuelo: «Las grandes cosas, con quererlas basta(57)». Luego
     echan la culpa a la brevedad de la vida que no basta a la magnitud del
     asunto.
          Dudo un poco de si se deberá admitir a los jugadores en nuestro
     colegio. Sin embargo, es un espectáculo absolutamente necio y ridículo que
     veamos algunos de ellos tan devotos del juego, que tan pronto oyen el
     cubileteo de los dados, al punto les salta y les palpita el corazón.
     Después, seducidos por la esperanza de ganar, hacen que la nave de sus
     riquezas naufrague y se estrelle en el escollo del juego, no menos temible
     que el cabo Malea. Pero apenas han salido desnudos a flote, engañan a todo
     el mundo, menos a quien les ganó, con ánimo de que no se les tenga por
     hombres de poca formalidad. ¿Qué os parecen cuando están viejos y casi
     ciegos y siguen jugando con los anteojos puestos? Por último, cuando la
     merecida gota les paraliza los dedos, ¿no pagan sueldo a un ayudante para
     que les eche los dados en el cubilete?
          Lo cual sería agradable si no ocurriese, como suele, que este juego
     en frenesí degenera y por ello corresponde a las Furias y no a mí.

     Capítulo XL
          Queda otro estilo de hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por
     entero a nuestra grey. Se complace en escuchar o explicar falsos milagros
     y prodigios y nunca se cansa, por maravillosas que sean, de recordar
     fábulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil
     portentos semejantes, los cuales cuanto más se apartan de la verdad, con
     tanto mayor placer son creídos y hacen [78] titilar los oídos con afán más
     deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para matar el tedio de las
     horas, sino también a fin de ganar lucro, singularmente para los
     sacerdotes y los predicadores.      Parientes suyos son quienes profesan
     la necia, pero agradable persuasión de que si ven una talla o una pintura
     de San Cristóbal, esa especie de Polifemo, ya no se morirán aquel día, o
     que si saludan con determinadas palabras a una imagen de Santa Bárbara,
     volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Erasmo en ciertos
     días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve.
          De la misma manera que en San Jorge han encontrado a otro Hércules,
     lo propio han hecho con San Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar,
     teniéndolo devotamente adornado con jaeces y gualdrapas. A menudo se
     concitan los favores del santo con alguna ofrendilla y tienen por digno de
     reyes el jurar por su casco de bronce.
          ¿Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas
     compensaciones de los pecados y, por encima de todo error, miden, como con
     una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los siglos, los años, los
     meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos
     que, valiéndose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor
     ideó para bien de las almas o para su propio lucro, se lo prometen
     confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud y
     perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha
     vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que
     ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de
     los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces
     es cuando quieren sustituirlos por las delicias celestiales. [79]
          A este lugar correspondela especie de negociantes, de militares o de
     jueces que, por haber apartado una vez de tantas rapiñas una menuda
     ofrenda, creen ya purificada la hidra de su conducta y redimidos como por
     contrato tanto perjurio, tanta libidinosidad, tanta embriaguez, tanta
     riña, tanto crimen, impostura, perfidia y traición, y redimidos de suerte
     que les es lícito reanudar de arriba abajo todo un mundo de delitos.
          ¿Quiénes, empero, más necios ni más felices que estos que, por
     recitar diariamente aquellos siete versículos de los Sagrados Salmos, se
     prometen aún más que la suprema felicidad? Se cree, por cierto, que estos
     versículos mágicos le fueron indicados a San Bernardo por cierto demonio
     bromista, pero más frívolo que astuto, como que el pobre salió mañosamente
     trasquilado(58).
          Estas cosas tan estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son,
     sin embargo, aprobadas no sólo por el vulgo, sino también por los que
     declaran la religión. ¿Pues qué? A lo mismo corresponde el que cada región
     reivindique algún santo peculiar y que cada uno posea cierta singularidad
     y se le tribute culto especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de
     muelas, aquél socorre diestro a las parturientas, el otro restituye las
     cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro preserva
     a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería latísimo.
     Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a
     la que el vulgo casi tiene más veneración que a su Hijo. [80]

     Capítulo XLI
          Y a estos santos, ¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a
     la necedad? Entre tantos exvotos que veis por todas las paredes de ciertos
     templos y aun cubren la bóveda, ¿habéis encontrado alguna vez el de
     alguien que se haya curado de la necedad o que haya adquirido siquiera un
     adarme de sabiduría? Uno ha salido ileso a fuerza de nadar; otro, aun
     atravesado por el hierro enemigo, conserva la vida; otro huyó valerosa y
     felizmente de la batalla mientras los demás peleaban; el de más allá,
     estando ya colgado de la horca, por obra del favor de cierto santo amigo
     de los ladrones, se desprendió de ella y pudo seguir descargando a los
     abrumados por riquezas mal adquiridas; aquél violentó su cárcel y logró
     huir; otro curó de la fiebre, con indignación del médico; unos, tras haber
     ingerido un veneno, no sintieron sino que les soltó el vientre y les
     sirvió, pues, de purga, no de muerte, y no con ninguna satisfacción de la
     esposa que perdió el dinero y el trabajo; otro, a pesar de habérsele
     volcado el carro, volvió a casa con los caballos ilesos; al otro se le
     derrumbó encima una obra y sobrevivió; uno logró escapar de un marido que
     le había capturado. Pero ninguno da gracias por haberse librado de la
     necedad, pues el no atinar en nada es cosa tan placentera, que los
     mortales rezan para librarse de todo menos de la estulticia.
          Mas ¿por qué me meto en este piélago de supersticiones? «Aunque
     tuviese cien lenguas y cien bocas, férrea voz, no podría glosar todas las
     especies de necios y recorrer los nombres de la estulticia(59)». La vida
     entera de los cristianos todos está tan llena de esta especie de delirios,
     que los [81] sacerdotes las admiten y fomentan no de mal grado, puesto que
     no ignoran cuánto suelen crecer sus gajes con ello.
          Si en medio de estas gentes surgiese uno de esos sabios odiosos y
     proclamase, como es verdad: «No morirás mal si has vivido bien; redimirás
     los pecados si añades a la ofrenda lágrimas, vigilias, oraciones, ayunos y
     cambias todo el estilo del vivir; tal santo te protegerá si emulas su
     vida». Si tal sabio, repito, se desgañitase con estas y parecidas razones,
     ¡mira de cuánta felicidad privaría súbitamente a las almas y en qué
     confusión las pondría!
          Al mismo colegio pertenecen los que en vida establecen tan
     celosamente las pompas que desean en los funerales, que llegan a
     prescribir por menor cuántas hachas, cuántos mantos de luto, cuántos
     cantores y cuántas plañideras ha de haber en ellos, como si pudiese
     ocurrir que les alcanzase alguna sensación del espectáculo, o como si los
     difuntos sintiesen vergüenza de que su cadáver no sea enterrado con
     magnificencia; animados, en suma, de tanto afán como si les hubiesen
     nombrado ediles encargados de los espectáculos y banquetes.

     Capítulo XLII
          Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio
     ante aquellos que no se diferencian en nada de un ínfimo remendón, pero
     que se lisonjean increíblemente con la posesión de un título de nobleza
     vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con
     el rey Arturo; por todas partes muestran los retratos esculpidos y
     pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y tatarabuelos y sus
     antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas mudas
     estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos [82] que
     muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al dulcísimo Amor
     Propio. No faltan tampoco necios que miran a esta colección de bestias
     como a dioses.
          Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor
     Propio no dispusiese por doquier de prodigiosos medios para hacer felices
     a muchos, como en el caso de este que, más feo que un mico, se cree un
     Nireo? Otro se cree un Euclides por saber trazar tres líneas con el
     compás; aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la
     de la gallina cuando pide marido, se figura ser otro Hermógenes. Sin
     embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más placentera,
     por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su
     valor, y se glorían de ello precisamente por ser suyo.
          Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca(60)
     que, cuando tenía que contar algún cuentecillo, tenía siervos a mano para
     que le apuntaran las palabras y a los cuales no hubiera dudado de hacer
     bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad,
     que vivía con el único consuelo de tener en casa muchos y notablemente
     robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los cultivadores de las artes?
     A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de
     encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento,
     sobre todo entre los actores, cantores, oradores y poetas, entre los
     cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace
     arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran
     tipos de su calaña hasta el extremo de que aquel más inepto es el que se
     granjea más admiradores, puesto que [83] lo peor siempre es celebrado por
     la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho,
     es esclava de la Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más
     satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la
     verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego
     más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?

     Capítulo XLIII
          Pues tengo por cierto incluso que la naturaleza, al modo que a cada
     uno de los mortales, proporcionó a las naciones y casi a las ciudades un
     cierto amor propio común. De aquí viene que los británicos recaben para
     sí, por encima de cualquier otra prenda, la hermosura, el arte de la
     música y la buena mesa. Los escoceses blasonan de nobleza y de entronque
     con la realeza, y de sus argucias dialécticas. Los franceses se atribuyen
     la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de modo particular la
     gloria de la ciencia teológica por encima de todos los demás. Los
     italianos se reservan las letras y la elocuencia, y con tal fundamento se
     lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales que no son bárbaros. Los
     romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y sueñan aún con
     delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de nobleza.
     Los griegos, a fuer de inventores de las ciencias, se enorgullecen con los
     títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos y toda la camada de los
     bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos
     como supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan
     incesantemente a su Mesías y se aferran con uñas y dientes a su Moisés
     [84] aún hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria militar y los
     alemanes se envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento
     de la magia.

     Capítulo XLIV
          Y para no seguir por menor cada caso particular, considero que ya
     advertís cuánta satisfacción proporciona por doquier el Amor Propio a
     todos y cada uno de los mortales. De él es casi hermana gemela la
     Adulación, pues el Amor Propio no consiste sino en que uno se lisonjee a
     sí mismo; si esto lo hace con otro, se tratará de la Adulación.
          En el día ésta tiene bastante de infame, aunque ello ocurra sólo ante
     los ojos de quienes se pagan más de las palabras que de las cosas en sí.
     Consideran éstos, que la Adulación no cuadra con la fidelidad, pero se
     aproximarían más a la verdad si se dieran cuenta del ejemplo de los
     animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? Y, sin embargo, ¿quién más
     fiel? ¿Hay algo más simpático que una ardilla? ¿Y quién es más amiga del
     hombre que ella? No, en verdad, a menos que se entienda que los crueles
     leones, los feroces tigres y los iracundos leopardos se avienen mejor con
     la condición humana.
          Sin embargo, existe cierta especie de adulación que es absolutamente
     perniciosa; de ella se valen los pérfidos y los burlones para llevar a la
     ruina a los incautos. Sin embargo, mi estilo de adulación nace de la
     bondad y del candor del carácter y está mucho más cerca de la virtud que
     aquella su contraria, la cual es de grosera y torpe aspereza e
     inoportunidad, según dice Horacio.
          Ésta levanta los ánimos abatidos, consuela a los tristes, estimula a
     quienes languidecen, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, aplaca
     a los feroces, [85] concilia afectos y, una vez formados, los mantiene.
     Presta aliciente a los niños para que estudien letras; alegra a los
     viejos; aconseja y enseña a los príncipes, sin ofensa, bajo la pantalla de
     la alabanza. En suma, logra que cada cual se tenga a sí mismo en mayor
     aprecio y cariño, lo cual es, en verdad, el fundamento de la felicidad.
          ¿Habrá cosa más complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No
     hará, pues, falta que afirme que la adulación constituye gran parte de la
     elocuencia más celebrada; la mayor del arte médico y la máxima del
     pórtico; es, en fin, el almíbar y la sazón de todo trato humano.

     Capítulo XLV
          Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo
     es el no equivocarse. Yerran a más no poder quienes creen que la felicidad
     del hombre radica en las cosas mismas. En realidad, depende de la opinión
     que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la variedad
     de las cosas humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según
     dijeron acertadamente los platónicos, los menos presuntuosos entre los
     filósofos.
          Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento
     de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está moldeado de tal
     manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero. Si alguien
     solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del
     sermón en una iglesia y verá que si se está hablando de algo serio, todos
     dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el vociferador (me he
     equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con frecuencia,
     a explicar alguna historieta asnal, se despabilan [86] todos, prestan
     atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra
     algún santo orlado de fábulas y poesías -como, si me pedís ejemplos, lo
     son Jorge, Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más
     devoción que a San Pedro, San Pablo o al mismo Jesucristo. Pero tales
     cosas no son propias del lugar.
          ¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el
     conocimiento de las cosas en sí significa muchas veces voluminosa labor,
     aunque sean de tan poca monta como la gramática, las opiniones son de muy
     fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad.
     Decid, pues: Si alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera
     puedan soportar los demás, y a él le sabe a ambrosía, ¿qué le impide
     sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el esturión,
     ¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia
     fealdad, pero que en opinión del marido puede rivalizar hasta con la misma
     Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente hermosa? Si
     alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira
     persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz
     que aquel que ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que
     quizá siente menos placer al contemplarlo?
          Conozco a cierto sujeto que se llama como yo(61), el cual regaló a la
     novia al casarse ciertas piedras falsas, convenciéndola, con lo bromista y
     alegre que era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas, sino también
     de precio singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la
     joven la burla, si deleitaba igual los ojos y el espíritu [87] y las
     guardaba junto a sí como eximio tesoro? En tanto, el marido no sólo se
     había ahorrado el gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a
     la que no tenía menos obligada que si la hubiese obsequiado con grande
     costa.
          ¿Qué diferencia veis entre aquellos que se admiran en la caverna de
     Platón(62) de las sombras y figuras de diversas cosas, sin ansiar nada ni
     pavonearse, y el sabio que, salido de la caverna, contempla las cosas en
     su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano hubiese podido soñar
     perpetuamente que era rico y continuar su áureo ensueño, no tenía por qué
     desear otro bien.
          Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay,
     es favorable a los primeros, primeramente porque su felicidad les cuesta
     muy poco, ya que consiste en una modesta persuasioncilla, y luego, porque
     la comparten con la mayoría de las personas.

     Capítulo XLVI
          No hay goce de las cosas buenas como no sea en compañía, ¿y quién
     ignora cuán grande es la escasez de sabios, si es que alguno hay? Los
     griegos en tantos siglos llegaron a contar sólo siete y aun, ¡Por
     Hércules!, si se les escudriña con más rigor, me juego la cabeza a que no
     se encontraría medio sabio en total, ni siquiera la cuarta parte. Por lo
     cual, entre las muchas alabanzas que se ofrecen a Baco, es la principal la
     de que posee la cualidad de ahuyentar los pesares, pero solamente por
     exiguo tiempo, pues en cuanto se duerme la papalina, vuelven al galope las
     intranquilidades. Mis beneficios son más completos y mucho más duraderos,
     [88] pues yo proporciono al alma embriaguez constante, alegría, delicia y
     placer sin egoísmo. Distribuyo mis favores sin exceptuar a nadie, mientras
     que las mercedes de los demás dioses solamente se conceden a ciertos
     favoritos. No nace en todas las tierras ese vino generoso y dulce que
     espanta las penas y atrae la fecunda esperanza; Venus prodiga a pocos la
     gracia de su hermosura y Mercurio aun a menos sus dones de elocuencia.
     Pocos son los que logran la riqueza que reparte Hércules, y el poder que
     concede Júpiter no se da a cualquiera. Con frecuencia Marte deja las
     batallas indecisas y muchos se apartan desconsolados del trípode de Apolo.
     El hijo de Saturno hiende la tierra a menudo con el rayo; Febo a veces
     lanza sus flechas, que extienden la peste a lo lejos, y Neptuno aniquila
     más de los que salva. Y no quiero hablaros de divinidades maléficas,
     Plutones, Atés, penas, fiebres, y otras de la misma especie, que más bien
     que dioses parecen verdugos. Yo, la Estulticia, soy la única que reparto
     indistintamente entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos
     beneficios.

     Capítulo XLVII
          No exijo voto alguno ni me encolerizo solicitando la expiación de
     haber sido omitida alguna ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y
     tierra cuando alguno, tras haber invitado a los dioses todos, me deja a mí
     en casa, sin admitirme a oler el humo de los sacrificios. Pues los otros
     dioses son tan quisquillosos, que casi es preferible, y más seguro, no
     hacerles caso que venerarles. Con ellos ocurre como con esas personas tan
     iracundas y propensas a ofender, que sería preferible tenerlas muy lejos
     que en la intimidad. Se dirá que nadie hace sacrificios a la Estulticia ni
     le levanta templos. [89] En verdad que extraño tanta ingratitud, pero
     según mi bondad de ánimo, la considero como un bien, y ni siquiera los
     deseo. ¿Para qué voy a exigir el incienso, el pan, el macho cabrío o el
     cerdo, cuando por todas partes los hombres me rinden el culto que los
     teólogos proclaman como más plausible? No puedo tener envidia de Diana
     porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente adorada me
     juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la
     conducta y me imitan en la vida. Por cierto que no es éste el género de
     culto más frecuente, ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos
     ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno mediodía,
     que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos los que
     se esfuerzan en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino!
     Éste sería, sin embargo, el culto verdadero y, con mucho, el más agradable
     al cielo.
          ¿Y para qué quiero yo templos, si el mundo entero es templo mío y el
     más espléndido, si no me equivoco? En él no han de faltar nunca fieles
     dondequiera que haya hombres. No soy tan necia que desee que me erijan
     estatuas de piedra pintarrajeada; acaso ello perjudicaría mi culto, pues
     la gente es tan grosera y torpe, que adora las representaciones en lugar
     de los dioses mismos. Pudiera ser entonces que me sucediera a mí lo que a
     aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus cargos. Bien puedo creer
     que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como hombres existen, porque
     éstos llevan ante sí mi verdadera imagen, aunque sea a pesar suyo.
          De modo que nada tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal
     o cual rincón del mundo les rindan culto en determinados días, como le
     sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva,
     en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; [90] a Neptuno, en Tarento, y a
     Príapo, en Lampsaco, con tal que a mí me ofrezcan diariamente por todo el
     mundo sacrificios más valiosos.

     Capítulo XLVIII
          Si a alguien le parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz,
     quiero que examinemos un poco la vida de los hombres, y entonces se
     manifestará claramente cuánto me deben y el aprecio que grandes y pequeños
     hacen de mí. No vamos a pasar revista, una por una, a todas las vidas,
     porque esto sería interminable; sino solamente a las de relieve, y por
     ellas podremos juzgar con facilidad de las demás. ¿De qué aprovecha que os
     recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin disputa alguna me pertenecen
     por completo? Abundan en él tantas clases de estulticia y todos los días
     inventa tantas nuevas, que aun no bastarían mil Demócritos para reírse de
     todas ellas y sería necesario otro para que se burlara de los demás
     Demócritos.
          Son increíbles las risas, la alegría y los regocijos que los míseros
     humanos procuran diariamente a los inmortales. Éstos se dedican las
     sobrias horas de la mañana a celebrar asambleas escandalosas y luego,
     escuchando los votos deliberan. Cuando ya están embriagado por el néctar y
     no tienen gana de ningún asunto serio, se van a sentar a la parte más alta
     del cielo y, bajando la frente, miran lo que hacen los hombres. No hay
     espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué teatro, qué
     variedad en esa turbamulta de necios!... Yo también de vez en cuando acudo
     a sentarme entre las filas de los dioses de los poetas. Uno se muere por
     cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos caso
     le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro
     prostituye [91] a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un
     Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un
     actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de
     la madrastra(63); éste le da al vientre todo lo que logra ganar, a costa
     de morirse de hambre poco después; el otro considera que no hay cosas más
     agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan afanosamente
     en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que derrochan
     velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen caudales
     ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de
     enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto,
     revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la
     vida, que ninguna riqueza, podría reparar(64). Uno prefiere buscar
     riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay
     quien cree que no hay medio más cómodo de enriquecerse que captar la
     voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo
     mismo haciendo el amor a las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se
     complacen magníficamente cuando ven, en ambos [92] géneros, que éstos
     acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quienes sedujeron.
          La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas,
     porque tratan los asuntos más mezquinos que hay y lo hacen, además, del
     modo más miserable que cabe imaginar, pues a pesar de que van mintiendo a
     todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la
     cabeza de la humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de
     sortijas de oro. No les faltan frailecillos aduladores que les miran con
     admiración y les llaman en público «venerables» sólo con el fin de que les
     alcance alguna porcioncilla de sus bienes mal adquiridos. En otras partes
     podrás ver a ciertos pitagóricos a quienes todas las cosas les parecen ser
     comunes, de suerte que apenas encuentran alguna mal guardada se la
     apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por herencia. Los
     hay que son tan ricos en deseos y se forjan unos ensueños tan agradables,
     que con ello se dan por contentos. Algunos gozan al hacerse pasar por
     potentados fuera de casa y se mueren de hambre en ella. Otro se apresura a
     derrochar lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por todos los
     medios. Este ególatra busca la popularidad y los honores, en tanto que
     aquél se solaza junto al hogar. Una buena parte promueve procesos que se
     hacen eternos y donde se contiende a porfía, mientras se enriquecen el
     juez aficionado a dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata
     afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin,
     los hay que emprenden una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago,
     donde no tienen nada que hacer, y, en cambio, dejan abandonados la mujer,
     la casa y los hijos.
          En suma, si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna
     el tumulto inmenso del género humano, creeríais estar viendo un enjambre
     [93] de moscas y mosquitos peleando entre sí, luchando, tendiéndose
     asechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y
     muriendo sin cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de
     que es capaz un animalito de tan corta vida, pues en una batalla o en una
     peste se aniquilan y desaparecen en un instante millares de seres.

     Capítulo XLIX
          Pero yo misma sería necia a más no poder y merecería las carcajadas
     de Demócrito si pretendiese enumerar todas las formas de necedad y de
     locura del vulgo. Me limitaré, pues, a tratar de aquellos mortales que
     gozan reputación de sabios y, según los que les rodean, han alcanzado los
     laureles, entre los cuales descuellan los gramáticos, casta que sería sin
     disputa la más mísera, afligida, y dejada de la mano de los dioses si yo
     no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida profesión con la ayuda
     de una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco furias, es
     decir, las cinco ásperas calamidades de que habla el epigrama griego(65),
     sino mil, pues siempre se les ve famélicos y harapientos en sus escuelas,
     o pensaderos(66) o, mejor dicho aún, obradores, y rodeados de verdugos en
     figura de un montón de chicos que les hacen envejecer [94] antes de tiempo
     a fuerza de cansancio y que les aturden con sus gritos, amén de los
     hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí, se estiman por
     los primeros entre los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y
     se dirigen a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las
     disciplinas, o la varilla abren las carnes a los desdichados y con razón o
     sin ella, les hacen víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de
     Cumas. Pero, mientras tanto, la suciedad les parece pulcritud; los
     hedores, aromas de ámbar, y su esclavitud miserable, un trono, de suerte
     que no cambiarían su tiranía por la de Fálaris o Dionisio.
          Pero cuando su dicha llega al colmo es cuando creen haber descubierto
     alguna doctrina nueva, porque, aunque no hagan sino atiborrar a los niños
     de extravagancias, ¡oh dioses propicios!, desprecian a su lado a cualquier
     Palemón o Donato. No sé con que argucias logran que las madres tontas y
     los ignorantes padres les crean tales como ellos se presentan. Únase a
     esto la satisfacción que reciben cuando en algún carcomido pergamino
     encuentran el nombre de la madre de Anquises o hallan una palabreja
     desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o «manticulator»; si
     logran desenterrar un cacho de piedra antigua con alguna mutilada
     inscripción, ¡oh Júpiter, qué alegría, qué triunfo, qué encomios, como si
     hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia! Y cuando recitan sus
     versos, insulsos y absurdos por demás, y nunca falta quien se los celebre,
     creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reencarnado en su pecho.
     Pero nada hay más divertido que ver a estos desdichados cuando se prodigan
     mutuas alabanzas y admiraciones y se rascan recíprocamente; pero si uno de
     ellos por descuido se equivoca en alguna palabreja y el otro, más listo,
     tiene la suerte de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué pelea, [95]
     qué de injurias y denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí
     la colera de todos los gramáticos.
          Conozco a un omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo,
     médico y otras cosas más, y cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo
     para dedicarse sólo al conocimiento de la gramática, con la que se atosiga
     y tortura desde hace casi veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera
     vivir hasta haber claramente establecido cómo se han de distinguir las
     ocho partes de la oración, cosa que nadie entre los griegos y los latinos
     ha logrado hacer de manera definitiva. Como si fuera caso de guerra el que
     se confunda una conjunción con un adverbio. Y como hay tantas gramáticas
     como gramáticos, o, por mejor decir, más, pues sólo mi querido Aldo(67) ha
     dado más de cinco diferentes, no pueden dejar de exprimir y recorrer
     ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para no tener que envidiar a
     cualquiera que se tome, siquiera sea torpemente, tales trabajos, puesto
     que temen que les arrebaten su gloria y les inutilicen tantos años de
     labor.
          ¿Cómo preferís que se llame a esto, estulticia o locura? Poco
     importa, con tal que se reconozca que gracias a mis beneficios el animal
     más infeliz de todos goza de tal dicha, que no trocaría su suerte por la
     de los reyes de Persia.

     Capítulo L
          Menos me deben los poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción
     de modo categórico, pues como dice el proverbio, son espíritus libres cuya
     [96] ocupación única consiste en regalar los oídos de los estultos con
     frivolidades y fábulas ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus
     composiciones no solamente quieren hacerse inmortales y semejantes a los
     dioses, sino conseguirlo también para los demás. De todos mis deudos son
     éstos los más estrechamente emparentados con el Amor Propio y la Adulación
     y los que me rinden culto más sincero y constante.
          En cuanto a los retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse
     con los filósofos, forman también parte de los nuestros, y la mejor
     prueba, entre otras muchas, de lo que digo está en que, aparte de otras
     tonterías, han redactado con cuidado tantas reglas del género festivo.
     Hasta el que escribió acerca del arte de hablar; dedicándolo a Herenio,
     sea quien fuere, no olvidó incluir a la Estulticia entre los medios de
     echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de este
     grupo, compuso sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta es
     la importancia que conceden a la Estulticia, porque con frecuencia lo que
     ningún argumento oratorio puede deshacer, la risa lo desbarata. Y nadie ha
     de negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me pertenece a
     mí.
          De idéntica calaña son los que corren tras de fama imperecedera
     publicando libros; todos ellos me deben mucho, y especialmente aquellos
     que emborronan papel con meras majaderías. Los que escriben doctamente
     para agradar a un corto número de eruditos, y que no rechazarían para
     críticos suyos a Persio y Lelio, me parecen más [97] dignos de lástima que
     felices, puesto que viven en continua tortura: añaden, modifican, quitan,
     vuelven a poner, rehacen, aclaran, aguardan nueve años, nunca se dan por
     satisfechos. Todo ello para la fútil recompensa de las alabanzas;
     alabanzas, además, de unos cuantos, pagadas a costa de tantas vigilias,
     del sueño, la más agradable de todas las cosas, y de fatigas, sudores y
     trabajos infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo,
     la debilidad de la vista y hasta la ceguera, la pobreza, la envidia, la
     privación de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros
     innumerables sufrimientos. Males todos de gran magnitud, que el sabio cree
     compensar con la aprobación de unos pocos legañosos como él. Por el
     contrario, el escritor que me pertenece es tanto más dichoso cuanto más
     disparata, porque sin lucubración alguna escribe todo lo que se le ocurre,
     todo lo que le viene a los puntos de la pluma, o lo que sueña, sin más
     gasto que un poco de papel, y no ignora que cuan mayores tonterías
     escriba, más aplaudido será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y
     por los necios. ¿Qué le importa que tres sabios le desprecien si aciertan
     a leerle? ¿Y qué representa el parecer de tan pocos ante tan inmensa
     muchedumbre que le aclama?
          Pero quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la
     luz obras ajenas como propias y espiando hacen suya la gloria ganada por
     los demás con gran trabajo. Aunque saben que se les acusará de plagio
     algún día, mientras llega se aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que
     se dan cuando se ven ensalzados por el vulgo; cuando la multitud les
     señala con el dedo diciendo: «Éste es aquel hombre tremendo(68)»; cuando
     ven sus [98] obras en las librerías y cuando en la portada de sus libros
     ponen títulos solemnes, muy a menudo extravagantes, que parecen de magia,
     y que, dioses inmortales, no son sino palabrería. Pocas personas saben
     descifrarlos en todo el vasto mundo y menos aún habrá que los aprueben,
     pues también hay diversidad de gustos entre los indoctos. En general,
     aquellos títulos se inventan o proceden de los libros antiguos. Así, uno
     gusta de llamar a su libro Telémaco; otro, Esteleno o Laertes; aquél,
     Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no tienen nada que ver con
     estos nombres, daría lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza, o bien,
     como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
          Resulta chistoso sobremanera verlos alabarse unos a otros con
     epístolas, poesías y encomios, donde un tonto adula a otro tonto y un
     indocto replica a otro indocto. Éste es superior a Alceo, dice aquél; y
     aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél, según el parecer de éste, es
     mejor que Cicerón, y éste para aquél, más sabio que Platón. Otras veces se
     buscan un adversario con objeto de aumentar la reputación rivalizando con
     él. Así, «incierto el vulgo opina contradictoriamente», hasta que uno y
     otro dan por bien reñida la batalla, y se retiran ambos victoriosos y en
     triunfo. Los sabios se ríen juzgando todo esto, según lo es, el colmo de
     la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto, gracias a mí, estas
     gentes están satisfechas y no cambiarían sus glorias por las de los
     Escipiones. Aunque los sabios, que se ríen de esto a mandíbula batiente y
     que tanto gozan con la insensatez ajena, me deben también grandes favores
     y no podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos más que nadie.
     [99]

     Capítulo LI
          Los jurisconsultos pretenden el primer lugar entre los doctos y no
     hay quien esté tan satisfecho de sí como ellos, cuando, a la manera de
     nuevos Sísifos, ruedan su piedra sin descanso, acumulando leyes sobre
     leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas,
     amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que
     parezca que su ciencia es la más difícil de todas, pues entienden que
     cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene. Añadámosles a los
     dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces de
     Dodona(69) y capaz cualquiera de ellos de competir en charlatanería con
     veinte comadres escogidas. Más felices serían si además de habladores no
     fueran pendencieros, pues lo son hasta el punto de que por un quítame allá
     esas pajas vienen empeñadísimamente a las manos, y, mientras están
     enredados en la porfía, la verdad se les escapa. Sin embargo, su amor
     propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten
     atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que les hace
     invictos aunque les enfrentéis con el mismo Estentor.

     Capítulo LII
          Después de éstos vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les
     hace venerables, los cuales se tienen por los únicos sabios y al resto de
     los mortales consideran sombras errantes. Con qué manso [100] delirio
     construyen infinitos mundos, se entretienen en medir como a pulgada y con
     un hilo el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas; explican las causas
     del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos
     inexplicables, sin ninguna vacilación, como si fuesen secretarios del
     artífice del mundo y hubiesen acabado de llegarnos del consejo de los
     dioses. En tanto, la naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus
     conjeturas, pues nada absolutamente saben con certeza, y buena prueba de
     ello son esas disputas interminables que sostienen acerca de los asuntos
     más sencillos. Aunque nada sepan, creen saberlo todo y no se conocen a sí
     mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca en que pueden
     tropezar, sea a les veces porque son cegatos y otras porque tienen la
     cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras las ideas, los
     universales, las formas abstractas, las quididades, los primeros
     principios, las ecceidades, y, en fin, conceptos tan sutiles, que el mismo
     Linceo no llegaría a percibir, según creo.
          Desprecian al vulgo profano, porque ellos se sienten capaces de
     trazar triángulos, rectángulos, círculos y semejantes figuras geométricas
     superpuestas las unas a las otras y en forma laberíntica o rodeadas de
     letras puestas como en formación y repetidas en diversas filas, con cuyas
     tinieblas oscurecen a los indoctos. Entre estos filósofos se cuentan
     también los que anuncian lo porvenir tras consultar los astros y prometen
     prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de encontrar a
     quienes lo creen.

     Capítulo LIII
          Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover
     esta ciénaga ni tocar esta hierba pestilente, no sea que, como gente tan
     sumamente [101] severa e iracunda, caigan en turba sobre mí con mil
     conclusiones forzándome a una retractación y, caso de que no accediese, me
     declaren en seguida hereje. Con este rayo suelen confundir a todo el que
     no se les somete. No hay, ciertamente, otros protegidos míos que de peor
     gana reconozcan mis favores, a pesar de serme deudores de grandes
     beneficios, pues lisonjeándose con su amor propio puede decirse que
     habitan en el tercer cielo, desde cuya altura consideran a los demás
     mortales como un ganado despreciable y digno de lástima que se arrastra
     sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales,
     conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien
     surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderles ni las
     mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos
     distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de
     Tenedos; hasta tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de
     vocablos prodigiosos. Además son capaces de explicar a su capricho los
     misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué
     conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la descendencia de Adán;
     cómo concibió la Virgen a Cristo, en qué medida y cuánto tiempo le llevó
     en su seno; y de qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin
     sustancia.
          Pero esto ya es harto manido. Hay otras cuestiones más dignas de los
     grandes teólogos, los iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se
     plantean, les llenan de agitación: «¿Existe el verdadero instante de la
     generación divina?»; «¿Existen varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es
     admisible la proposición que dice: «Pater Deus odit filium»; «¿Habría
     podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de
     guijarro?» [102] Y, «una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar, hacer
     milagros y ser crucificada?» «Si Pedro hubiese consagrado durante el
     tiempo que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?» «¿Se
     comerá y se beberá después de la resurrección de la carne?» ¡Como si se
     precaviesen ya contra la sed o el hambre!
          Hay innumerables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las
     relaciones, las formalidades, las quididades, las acceidades, que se
     escapan a la vista y que sólo podrían distinguir ojos como los de Linceo,
     cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no existen siquiera.
     Añadamos aún aquellas sentencias tan paradójicas, que comparadas con
     ellas, los oráculos de los estoicos llamados «paradojas» parecen cosa
     grosera y propia de charlatanes callejeros. Por ejemplo: «Es un delito
     menos grave matar mil hombres que coser en domingo el zapato de un pobre»;
     «Es preferible dejar que perezca el mundo con todos sus atalajes, como
     suele decirse, a decir una sola mentirijilla».
          Estas sutilezas sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con
     tantos sistemas escolásticos, de suerte que es más fácil salir del
     Laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas,
     albertistas, occamistas, escotistas, y aún no he dicho sino unas cuantas
     sectas, sólo las principales. En todas ellas es tan profunda la doctrina y
     tanta la dificultad, que tengo para mí que los Apóstoles precisarían una
     nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos
     teólogos de hoy.
          San Pablo pudo ser un admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco
     magistral al definirla diciendo solamente que «La Fe es el fundamento de
     las cosas que se esperan y la convicción de las [103] que no se ven(70)».
     Así como practicó la caridad de modo admirable, acreditó ser poco
     dialéctico en la división y en la definición que hace de ella en el
     capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios. Los Apóstoles, que
     sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera interrogado acerca de
     los términos «a quo» y «ad quem», o sobre la Transustanciación, o de cómo
     el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las
     diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de Cristo, ora cuando está en
     el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía, o en qué
     momento preciso se verifica la Transustanciación -ya que las palabras en
     cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian
     sucesivamente-, no es posible que sus respuestas alcanzasen a la agudeza
     de los escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho.
     Conocieron a la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado
     tan filosóficamente como nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue
     preservada del pecado original? Pedro recibió las llaves y las recibió de
     Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé, empero, si
     entendió y, desde luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre
     puede llevar las llaves de la Ciencia careciendo en absoluto de ella.
     Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás
     explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni
     hay mención alguna de ellos de su carácter deleble e indeleble. Adoraban a
     Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio: «Dios
     es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar(71)», pero [104]
     no consta que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo
     modo una mala imagen de Cristo pintada con carbón en una pared, a
     condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y una aureola
     con tres rayas sobre el occipucio. ¿Quién podrá darse cuenta de ello sin
     haber pasado por lo menos treinta y seis años estudiando la física y la
     metafísica de Aristóteles y Escoto?
          Del mismo modo los Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero
     nunca establecen distinción entre la gracia «gratis data» y la gracia
     santificante. Exhortaron a hacer buenas obras, pero no discernieron la
     obra operante y la obra operada. No cesaron de inculcar la caridad, pero
     no separaron la infusa de la adquirida, ni explicaron si era accidente o
     sustancia, cosa creada o increada. Aborrecieron el pecado, pero me apuesto
     la cabeza a que no supieron definir científicamente qué cosa sea lo que
     llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les ilustró el espíritu
     de los escotistas.
          No puedo inclinarme a creer que San Pablo, según cuya erudición puede
     estimarse la de todos los demás, hubiese condenado las cuestiones,
     controversias, genealogías y, como él mismo las llama, logomaquias(72), si
     hubiese estado versado en tales argucias, sobre todo si se mira que las
     disputas y luchas de aquel tiempo eran rústicas y groseras en comparación
     con las sutilezas más que crisípeas(73) de nuestros maestros.
          Aunque fuesen gente modestísima y quizá algo de lo que escribieron
     los Apóstoles sea tosco y poco académico, los teólogos no lo condenan,
     sino [105] que lo interpretan con benevolencia, tanto para tributar honor
     a la Antigüedad como por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules,
     hubiera sido poco equitativo pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de
     las cuales no oyeron nunca a su Maestro decirles una sola palabra. Pero si
     encuentran semejantes expresiones en San Crisóstomo, San Basilio, o San
     Jerónimo, entonces se limitan a anotar al margen: «Esto no se admite.»
          Los Apóstoles impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los
     judíos, gente esta última de naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron
     más por medio de la vida y de los milagros que con silogismos, pues entre
     aquellos a quienes se dirigían no había nadie capaz de meterse en la
     cabeza un solo « quodlibet» de Escoto. En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué
     pagano no cedería en seguida ante tan delicadas sutilezas, a no ser que
     fuese tan torpe que no pudiera entenderlas, tan irreverente que las
     silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que en esta lucha
     batallaran iguales contra iguales, como mago contra mago? El diestro en
     las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no se haría otra cosa
     que tejer y destejer la tela de Penélope.
          En mi opinión, obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de
     estas copiosas cohortes de soldados que, con resultado indeciso de mucho
     tiempo a esta parte, mandan contra los turcos y los sarracenos, enviasen
     allá a los vociferadores escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los
     invictos albertistas, junto con toda la turba de sofistas, pues creo que
     se ofrecería el más chistoso de los combates y una victoria nunca vista.
     Pues ¿quién sería tan frío que no le inflamasen sus aguijonazos? ¿Quién
     tan estúpido que no le excitasen sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que
     no le sumergiesen en profundísimas tinieblas? [106] Pero parecerá que os
     digo estas cosas por modo de burla. No lo extraño, puesto que entre estos
     mismos teólogos los hay más doctos que se asquean de las que llaman
     frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran como una especie de
     sacrilegio y lo toman a suprema impiedad, que de cosas tan secretas, más
     propias para ser adoradas que explicadas, se hable con lengua tan sucia,
     se dispute con argumentos tan profanos, se defina con tanta arrogancia y
     se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables
     palabras y opiniones.
          Mientras tanto, empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y
     aun se aplauden; es más, ocupados de día y de noche con estos lisonjeros
     romances, no les queda el menor ocio para hojear siquiera una vez los
     Evangelios o las Epístolas de San Pablo. Al tiempo que se entretienen con
     estas bromas en sus escuelas, se figuran que la Iglesia universal se
     vendría abajo si no le proporcionasen ellos los puntales de sus
     silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el
     cielo sobre los hombros.
          Ya podéis imaginaros la felicidad que les produce el moldear y
     remoldear a capricho, como si fuesen de cera, los pasajes más arcanos de
     las Escrituras, el pretender que sus conclusiones, suscritas por algunos
     de los de su escuela, sean tenidas por superiores a las leyes de Solón y
     dignas de pasar delante de los decretos pontificios; y, como si fuesen
     censores del mundo, el obligar a retractarse a quienquiera que no se
     conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e implícitas y
     decretar como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa», «Ésta poco
     reverente», «Ésta huele a herética», «Estotra es malsonante», de suerte
     que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni San Pedro y San Pablo, ni los
     Santos Jerónimo [107] o Agustín, ni siquiera Santo Tomás, el más
     aristotélico, bastan al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación
     de los bachilleres, pues tan grande es la sutileza de sus juicios.
          ¿Quién había de pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que
     dejaba de ser cristiano quien supusiese equivaler estas dos frases:
     «Bacín, apestas» o «El bacín apesta», o también «Hacer hervir la olla» o
     «Hacer hervir a la olla(74)»?. ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de tan
     grande tiniebla de errores, que sin duda, nadie habría advertido, de no
     salir éstos con grandes sellos de la Universidad a denunciarlos? Y harto
     felices son al hacerlo.
          Además, describen con tanto detalle las cosas del infierno como si
     hubiesen pasado muchos años en esta república. Incluso fabrican a capricho
     nuevos mundos, añadiendo uno vastísimo y lleno de hermosura para que las
     almas de los bienaventurados no echen en falta donde pasear cómodamente,
     celebrar banquetes o jugar a la pelota(75).
          Y de tal manera estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus
     cabezas que imagino no había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para
     dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano. No os asombréis, pues,
     cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables cráneos tan
     cuidadosamente [108] cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo así,
     tal vez estallaran.
          Con frecuencia yo misma suelo reírme de ellos, cuando considero que
     pasan por más teólogos cuanto más bárbara y duramente hablan; balbucean
     con tal oscuridad, que nadie sino los tartamudos mismos pueden
     comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no
     entiende. Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras someterse a las
     normas de la gramática. Singular privilegio el de los teólogos si sólo a
     ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que
     compartir con muchos míseros remendones.
          En fin, se creen semidioses cuando son saludados casi devotamente con
     las palabras de « Magister noster», que representa para ellos algo
     esotérico, como el «tetragrámmaton» de los judíos. Creen así que aquella
     frase debe escribirse con mayúsculas, y si alguno invierte las palabras y
     dice: «   Noster magister», esto sólo basta para arruinar de un golpe la
     majestad del prestigio teológico.

     Capítulo LIV
          Parecidos en felicidad a éstos son los que se hacen llamar
     vulgarmente religiosos y monjes, nombres impropios a más no poder, pues
     buena parte de ellos está apartada de la religión, y no hay a quién más se
     encuentre por todas partes(76). [109]
          No sé quién sería más desdichado que esta gente si no acudiese yo en
     su auxilio de mil maneras. Tan aborrecido de todos es este gremio, que el
     encontrárselos casualmente por la calle se tiene por cosa de mal agüero,
     lo cual no les impide tenerse a sí mismos en alto concepto.
          En primer lugar, estiman como suprema perfección estar limpios de
     toda clase de conocimientos, tanto, que no saben ni leer. Cuando en la
     iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido,
     creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos
     explotan ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las
     puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje y
     barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás mendigos. Estos
     hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad,
     pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles.
          ¿Habrá algo más chusco sino que todas las cosas las hagan según
     preceptos, como si se sujetasen a reglas matemáticas, cuya omisión
     significase sacrilegio? Se ha determinado el número de nudos de la
     sandalia, el color del cinturón, la forma de los vestidos, de qué género,
     forma y clase ha de ser el cíngulo, el corte y tamaño de la cogulla,
     cuántos dedos ha de tener de grande la tonsura y las horas que han de
     dormir. Pero ¿quién no comprende la desigualdad de esta igualdad, en tan
     gran variedad de cuerpos y temperamentos? Pues a causa de estas nimiedades
     no sólo tienen en poca estima a los demás, sino que se desprecian entre sí
     y aunque han hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan a enormes
     tremolinas contra los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de
     color un poco más oscuro.
          Verás también algunos que son tan rígidos observantes, que llevan el
     cilicio exteriormente y [110] debajo ropa finísima milesia; otros, al
     contrario, llevan debajo lana y encima lino. Algunos evitan el contacto
     del dinero, como si se tratase de veneno; pero no, en cambio, el del vino
     y el de las mujeres. En resumen, que todo su afán es no hacer nada que
     esté acorde con la vida. Su ambición no es imitar a Cristo, sino no
     parecerse entre ellos, razón por la cual constituyen una de sus mayores
     satisfacciones los apodos: Unos se pavonean llamándose franciscanos, y
     dentro de ellos los hay recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se
     llaman benedictinos, bernardinos, brigidenses, agustinos, guillermitas y
     jacobitas, como si no les bastase el nombre de cristianos. La mayor parte
     de ellos conceden tanta importancia a sus ceremonias y tradicioncillas,
     que piensan que el Paraíso no es bastante recompensa para tanto
     merecimiento, sin tener en cuenta que Cristo, despreciando todo esto,
     solamente les exigirá su precepto de la caridad.
          El uno hará ostentación de no haber comido nunca más que pescado; el
     otro volcará cien azumbres de salmos; el de más allá enumerará sus mil
     ayunos, correspondientes a otros tantos días en que no ha hecho más que
     una comida, pero con esta sola habrá cargado el estómago casi hasta
     reventar; aquél exhibirá un montón de ceremonias que siete barcos no
     serían suficientes para transportar; quién se gloriará de que en sesenta
     años no rozaron sus manos una moneda de plata, sin llevarlas doblemente
     enguantadas; otro presentará su cogulla tan sucia y grasienta, que no se
     atrevería a ponérsela ni un marinero. Otro recordará que durante más de
     once lustros vivió como una esponja sin moverse del sitio; otro mostrará
     su ronquera a causa de cantar; otro dirá que, a consecuencia de la
     soledad, se ha embrutecido; otro achacará la torpeza de su lengua al
     silencio. [111]
          Pero Cristo, cuando vea que no lleva traza de acabar esta lista de
     méritos, les interrumpirá exclamando: «¿De dónde ha salido esta nueva
     casta de judíos? En verdad os digo que yo no conozco más que mi ley, y es
     la única cosa de que no he oído ni una palabra. En aquel tiempo, prometí
     de modo manifiesto y sin cobertura de parábola alguna, el reino de mi
     Padre, no a las cogullas, ni a los votos, ni a los ayunos, sino a las
     obras de caridad. No reconozco a los que estiman tanto sus propios méritos
     y quieren pasar todavía por mejores que Yo. Vayan, si quieren, al paraíso
     de los abraxistas(77), o que les concedan uno de estos nuevos cielos que
     han inventado, ya que antepusieron sus despreciables tradiciones a mis
     mandamientos.» Cuando escuchen todo esto y contemplen que lo marinos y los
     cocheros son preferidos a ellos, ¡con qué cara se mirarán unos a otros!...
     Pero mientras tanto, les hago dichosos gracias a la esperanza que reciben
     de mí.
          Aunque estén apartados del siglo, nadie se atreve a despreciar a esta
     gente, sobre todo si se trata de los mendicantes, porque gracias a la
     confesión están al tanto de todos los secretos. Tienen por ilícito
     descubrirlos, fuera de cuando beben y quieren deleitarse con historietas
     ligeras; entonces los cuentan dando indicios de la realidad, pero callando
     los nombres. Si alguien molesta a alguno de estos zánganos, se dan por
     agraviados en el púlpito, aludiéndole en el sermón con ciertas indirectas
     que sólo dejaría de comprender quien fuese [112] rematadamente tonto. No
     dejan de ladrar hasta que les echan a las fauces su torta de miel.
          Ved si hay comediante o sacamuelas que pueda compararse con estos
     retoricastros que imitan risible pero taimadamente en sus sermones las
     reglas del arte de la elocuencia que fijaron los maestros. ¡Oh dioses
     inmortales, cómo gesticulan cómo cambian mañosamente la voz, qué tonillo,
     cómo se pavonean, cómo se vuelven ahora a una parte y luego a otra del
     auditorio, qué gritos! Esta manera de predicar se la enseña directamente
     un frailecico a otro con tanto misterio, que yo no he podido
     desentrañarla, pero por indicios diré algo de ella.
          En primer lugar, hacen una invocación, lo cual han tomado de los
     poetas luego, como exordio, si van a hablar de la caridad, comienzan con
     el Nilo de Egipto; si de los misterios de la Cruz dan feliz comienzo a la
     peroración con Bel, el dragón de Babilonia si se refieren al ayuno,
     empiezan por los doce signos del Zodiaco, y si de la Fe, principian con
     interminable introducción acerca de la cuadratura del círculo.
          Yo misma oí una vez a un eminente sandio, he querido decir sabio, que
     en un sermón muy señalado tenía que explicar el misterio de la Santísima
     Trinidad, y, queriendo dar prueba de que su erudición era notable y
     halagar las orejas de los teólogos, embocó un camino nuevo: Discurrir
     sobre las letras, las sílabas y las partes de la oración y después sobre
     la concordancia del sujeto con el verbo y del adjetivo con el sustantivo.
     Muchos de los oyentes estaban asombrados y algunos musitaban aquel dicho
     de Horacio: «¿A qué viene tanta monserga(78)?». De allí vino a deducir que
     la imagen entera de la Trinidad se halla manifiestamente [113] significada
     por los rudimentos de la gramática, de suerte que matemático alguno no
     daría más exacta representación de ella con sus figuras. Durante ocho
     meses estuvo este gran teólogo sudando para componer su sermón y hoy está
     más ciego que un topo, porque toda la sutileza del ingenio se le subió a
     la cúspide del talento y a pesar de todo, no le entristece mucho la
     ceguera y supone que la gloria le ha salido barata.
          También oí a un octogenario tan profundo teólogo, que en él habrías
     dicho que estaba Escoto redivivo. Para explicar el misterio de la palabra
     Jesús, demostró con sutileza admirable que en las letras de este nombre se
     encierra todo cuanto pueda decirse de Él. En efecto, como únicamente tiene
     tres casos de declinación, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad.
     Además, como la primera terminación es Jesús en «s»; la segunda Jesum en
     «m», y la tercera Jesu «u», dedúcese de esto el inefable misterio que se
     encierra en ello, porque cada una de estas letras nos dice que Jesús es lo
     sumo, lo medio y lo último.
          Pero aún quedaba un misterio más recóndito en todo esto: Dividió
     matemáticamente la palabra Jesús en dos partes iguales, quitando la «s»
     que está en su centro; dijo luego que a esta letra los hebreos la llamaban
     «syn», que «syn» significa en escocés, según creo, «pecado» y que, por
     tanto, bien claramente se demostraba que Jesús quitaba los pecados del
     mundo. Esta demostración tan nueva los dejó a todos con la boca abierta de
     admiración, pero muy especialmente a los teólogos, que a poco quedan
     convertidos en piedra, como le sucedió a Niobe, y en cuanto a mí, me dio
     tal risa, que por poco me ocurre lo que a aquel Príapo de madera de
     higuera, que tuvo la desdicha de ser testigo de los nocturnos sortilegios
     de Canidia y [114] Sagana(79). Y en verdad que hubiera habido motivo,
     porque, ¿cuándo se ha visto proposición semejante en Demóstenes el griego
     en el latino Cicerón? Tenían éstos por inadecuado todo exordio extraño al
     asunto, advertencia que guardan, sin otra maestra que la naturaleza, hasta
     los porqueros. Pero éstos creen que sus preámbulos, que así los llaman,
     han de ser más sublimente retóricos porque no tengan relación alguna con
     el resto de la peroración, de modo que el oyente, maravillado, murmure
     para sí: «¿Adónde irá a parar con todo esto(80)?».
          El tercer aspecto es que si citan del Evangelio, lo comenten aprisa y
     corriendo, cuando en realidad debiera tratarse sólo de ello. El cuarto
     aspecto, cambiando de casaca, es que aborden una cuestión teológica, que a
     veces nada tiene que ver con el cielo ni con la tierra, cosa que ellos,
     sin embargo, consideran artística. Aquí ponen un teológico entrecejo y
     llenan los oídos repitiendo los nombres magníficos de doctores solemnes,
     doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores
     querubíneos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces viene el
     arrojar al vulgo ignaro silogismos mayores, menores, conclusiones,
     corolarios, suposiciones tontas y otras necedades superescolásticas. Queda
     aún el quinto aspecto, que es aquel en que al orador le conviene mostrarse
     consumado maestro. Para ello refieren alguna fábula estúpida y vulgar
     extraída del  Speculum historiale o de las Gesta romanorum(81) y la
     interpretan alegórica, tropológica y anagógicamente. [115] Y de este modo
     rematan su monstruo, al cual no se acercó ni Horacio cuando escribió
     aquello de « Humano capiti», etc(82).
          Oyeron decir a no sé quién que convenía que el comienzo de la oración
     fuese tranquilo y nada estrepitoso y, de esta suerte, comienzan los
     exordios sin oírse ni a sí mismos, como si se propusieran que nadie
     entienda lo que dicen. Oyeron también que había que usar exclamaciones
     para atraerse los ánimos, y por ello de repente levantan la voz a un
     furioso clamor, aunque ninguna falta haga. Lo que sí la haría sería el
     eléboro, pero no conseguirás nada por mucho que clames aconsejándoselo.
     Oyeron asimismo que es preciso que el sermón vaya caldeándose
     progresivamente, y por ello, después de haber recitado normalmente el
     principio de cada parte, de repente se valen de un prodigioso chorro de
     voz, aunque el asunto sea de lo más trivial, y así acaban como si hubiesen
     perdido el aliento. Por último, aprendieron de los retóricos a acudir a la
     risa, y por ello tratan de desparramar algunos chistes que, ¡oh amada
     Afrodita!, están tan llenos de gracia y tan en su sitio como el asno
     tocando la lira.
          A veces son mordaces, pero de tal modo, que en vez de herir hacen
     cosquillas y nunca son más aduladores que cuando quieren que pase porque
     hablan con el corazón en la mano.
          En suma, que toda su actuación es tal, que se juraría que han
     aprendido de los charlatanes de mercado, que les son muy superiores,
     aunque son ambos tan afines que nadie podría aclarar si éstos han enseñado
     su retórica a aquéllos, o aquéllos a éstos. [115]
          Y, sin embargo, se encuentra gente, gracias a mí, que, al oírles,
     cree escuchar a verdaderos Demóstenes y Cicerones. Entre ellos sobresalen
     los mercaderes y las mujercillas, a quienes se esfuerzan más en agradar,
     porque si la adulación es oportuna, suelen compartir con ellos algunas
     migajas de sus bienes mal adquiridos. Las mujeres, entre otras muchas
     razones, favorecen a los frailes porque suelen confiar a su seno las
     quejas que tienen contra sus maridos.
          Comprendéis perfectamente cuánto me deben estos hombres que con sus
     ridículas ceremonias, sus gritos y sus necedades, ejercen una especie de
     despotismo entre los mortales y se creen unos San Pablo y San Antonio.

     Capítulo LV
          Pero dejemos ya en buena hora a estos histriones; son tan ingratos
     disimulando los beneficios que de mí reciben como deshonestos al fingir
     devoción.
          Hace ya rato que deseaba deciros algunas palabras sobre los reyes y
     los príncipes que me rinden sincero culto, y voy a exponeros este asunto
     con la libertad de toda persona libre. Si alguno de éstos tuviera sólo
     media onza de sentido común, ¿habría existencia más triste y más
     merecedora de ser rehuida que la suya? En verdad que no creerían que
     valiese la pena de adquirir el poder por una traición o un parricidio, ya
     que es una carga inmensa la que se echa sobre los hombros quien quiere
     proceder como verdadero rey. El que toma las riendas del gobierno no debe
     ocuparse en sus asuntos propios, sino en los públicos; debe únicamente
     interesarse por el interés general, no apartarse ni lo ancho de un dedo de
     las leyes que él ha promulgado [117] y de las que es ejecutor, y responder
     de la integridad de todos los funcionarios y magistrados. Expuesto a las
     miradas del pueblo, puede ser como un astro benéfico que procura la máxima
     dicha de sus súbditos, o como maléfica estrella que acumula los mayores
     descalabros. Los vicios de los demás ni se advierten ni se divulgan tan
     vastamente, pero él está en posición tal, que si en algo se aparta de la
     honestidad, ello se extiende a muchedumbre de personas como funesta peste.
     Los reyes están, además, tan expuestos por su sino a encontrar al paso mil
     cosas que les suelen desviar de la rectitud, como son placeres,
     independencia, adulación y lujo, que han de agravar la vigilancia y
     redoblar el esfuerzo para mantenerse al margen de ellos y no dejar,
     engañados, de cumplir con el deber. En suma, para no hablar de asechanzas,
     odio y otros peligros y temores, sobre sus cabezas hay otro Rey verdadero
     que les pide estrecha cuenta de sus más pequeñas acciones con tanto mayor
     severidad cuanto más grande haya sido su poderío.
          Si reflexionase sobre estas cosas, y muchas más del mismo orden, y
     reflexionaría, si fuese sensato, no tendría sueño ni banquete deleitable.
     Pero con mi ayuda dejan en manos de los dioses todos esos cuidados, no se
     ocupan sino en vivir muellemente y sólo dejan llegar a sus oídos a quienes
     saben hablar de cosas divertidas para que no sea turbado por un momento su
     ánimo. Se imaginan que cumplen intachablemente el deber real con cazar
     constantemente, tener hermosos caballos, vender en beneficio propio los
     cargos y las magistraturas y aplicarse a encontrar medios nuevos de
     apoderarse del dinero de los vasallos y llevarlo a su tesoro. Así, para
     cubrir con la máscara de la justicia sus iniquidades, resucitan viejos
     títulos y de cuando en cuando añaden algún halago al pueblo para tenerlo
     en su favor. [118]
          Imaginaos un hombre como son a veces los reyes, desconocedor de las
     leyes, enemigo, o poco menos, del bien público, atento a su provecho, dado
     a los placeres, hostil al saber, a la libertad y a la verdad;
     desinteresado por completo del bienestar de su Estado y que lo mide todo a
     tenor de sus caprichos y liviandades. Si se le coloca collar de oro,
     emblema de la coherencia de todas las virtudes; enjoyada corona, que
     represente que debe sobrepasar a todo el mundo por el brillo de sus
     acciones; el cetro, símbolo de justicia y de rectitud de ánimo, y, en fin,
     el manto de púrpura, insignia de vivo amor a su pueblo y el monarca
     confronta lo que representan estas insignias y su verdadera conducta, yo
     os digo que habrían de abochornarle tales atributos y viviría en el temor
     de que algún malicioso hiciese burla y risa de todo ese aparato teatral.

     Capítulo LVI
          ¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más
     rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por
     los primeros en todo. Solamente en una cosa son modestos: se contentan con
     cubrirse de oropel, de pedrería, de púrpura y las demás insignias de la
     virtud y la sabiduría, dejando a los otros poner en práctica estas
     cualidades. Son felices pudiendo llamar al rey «señor», saludar
     debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad», «Majestad», o
     «Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad aduladora,
     pues éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero si
     nos fijamos de más cerca en su manera de vivir, no son sino unos
     verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y... ya sabéis lo
     que [119] falta del verso(83), puesto que Eco os lo podrá repetir mejor
     que yo. Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de
     prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; en seguida
     desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se
     entretienen con los dados, el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas,
     los cómicos, las mujeres galantes, las chocarrerías y los chistes y de
     cuando en cuando toman un tentempié. Llega luego la cena y tras ella las
     libaciones, y, ¡por Jove, que no son pocas! Y de esta manera, libres del
     menor cansancio de la vida, pasan las horas, los días, los meses, los años
     y los siglos. Yo misma, al contemplar en ciertas ocasiones a estos
     vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando entre esos fanfarrones
     veo a una ninfa que se cree más próxima a los dioses cuanto más larga es
     la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso a codazos, para
     situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos cuyo
     engreimiento crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello,
     ostentando no sólo opulencia, sino vigor físico.

     Capítulo LVII
          Los pontífices, cardenales y obispos, sucesores de los Apóstoles,
     imitan de tiempo inmemorial la conducta de los príncipes y casi les llevan
     ventaja. Pero si alguno reflexionase que su vestidura de lino de níveo
     blancor simboliza una vida inmaculada, que la mitra bicorne, cuyas puntas
     están unidas por un lazo, representa la ciencia absoluta del [120] Antiguo
     y del Nuevo Testamento; que los guantes que cubren sus manos le indican
     que deben estar protegidas del contacto de las humanas cosas e inmaculadas
     para administrar los Sacramentos; que el báculo es insignia de vigilancia
     diligentísima para con la grey que se le ha confiado; que el pectoral que
     pende de su pecho representa la victoria de las virtudes sobre las
     pasiones; si uno de éstos, digo, meditase sobre todo ello, ¿no viviría
     lleno de tristeza e inquietud? Pero nuestros prelados de hoy tienen
     bastante con ser pastores de sí mismos y confían el cuidado de sus ovejas
     o a Cristo, o a los frailes y vicarios. No recuerdan que la palabra
     «obispo» quiere decir, trabajo, vigilancia y solicitud. Sólo si se trata
     de coger dinero se sienten verdaderamente obispos y no se les embota la
     vista(84).

     Capítulo LVIII
          De la misma manera si los cardenales reflexionasen que son sucesores
     de los Apóstoles y que deben guardar la misma conducta que éstos
     observaron; que no son dueños, sino administradores de los bienes
     espirituales, de todos los cuales han de dar pronto exacta cuenta; si
     filosofasen un poco sobre sus vestiduras y reflexionasen: «Este albo
     sobrepelliz, ¿no representa la pureza de costumbres? Este manto de
     púrpura, ¿no simboliza el ardentísimo amor a Dios? Esta capa tan amplia
     que cubre completamente la mula de Su Reverencia y que bien pudiera tapar
     a un camello, ¿no significa extensísima caridad que debe llegar a ayudar a
     todos, es decir, a enseñar, exhortar, consolar, reprender, [121]
     amonestar, evitar las guerras, resistir a los malos príncipes derramando
     para ello no sólo las riquezas, sino la propia sangre en beneficio del
     rebaño de Cristo? Además, ¿se precisan las riquezas para imitar a los
     Apóstoles en su existencia?» Si todo esto recordasen, no ambicionarían tal
     posición y dejándola de buen grado, llevarían vida laboriosa y prudente,
     como fue la de los discípulos de Jesús.

     Capítulo LIX
          Si los Sumos Pontífices, que hacen las veces de Cristo en la Tierra
     se esforzaran en imitar su vida, su pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y
     desprecio del mundo; si pensasen en que el nombre de «Papa» quiere decir
     «Padre» y advirtieran el título de «Santísimo», ¿quién habría tan
     desdichado como ellos? ¿Quién querría alcanzar este honor a tal precio y
     conservarlo por medio de la espada, el veneno y todo género de violencias?
     ¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres si alguna vez se adueñase de
     ellos la sabiduría...! ¿He dicho la sabiduría? Sería suficiente un granito
     de sal, según recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas honores, triunfos, poder,
     cargos, indulgencias, tributos, caballos, mulos, escoltas y comodidades!
     Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo y cuánta riqueza he resumido en
     pocas palabras. Todo esto habrían de trocarlo por vigilias, ayunos,
     lágrimas, preces, sermones, estudios, penitencias y otras mil pesadumbres.
          Pero no hay que olvidar lo que sería entonces de tantos escribanos,
     copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros,
     caballerizos, recaudadores, proxenetas, y alguno más vergonzoso agregaría,
     pero temo que resulte ofensivo para el oído. En suma, tan ingente
     muchedumbre onerosa, me he equivocado, he querido decir honrosa, para
     [122] la Sede romana, se vería reducida al hombre, y esto, verdaderamente,
     sería cruel y abominable; pero todavía sería más aborrecible que los
     supremos príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo volvieran al cayado
     y al zurrón.
          En nuestros días todo lo que significa sacrificio se lo encomiendan a
     San Pedro y San Pablo, a los que les sobra tiempo para ello, pero si algo
     hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí. Y así, merced a
     mi cuidado, no hay hombres que lleven vida más voluptuosa y menos
     sobresaltada, a fuer de convencidos de que Cristo está satisfecho de su
     sagrada y casi escénica, de esas ceremonias, de los títulos de «Beatitud,
     Reverencia y Santidad», y de cómo actúan de obispos repartiendo anatemas y
     bendiciones.
          Hacer milagros es antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro
     tiempo, enseñar al pueblo es penoso, interpretar las Sagradas Escrituras
     es cosa de escolásticos; rezar es ocioso; llorar es de pobres y de
     mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer es vergonzoso y poco digno de
     quienes apenas conceden a los reyes más poderosos el honor de besar sus
     santos pies; morir es espantoso y la crucifixión infamante.
          Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de
     que habla San Pablo(85) y que ellos prodigan benignamente, y las
     interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas odiosas(86)
     y ese terrible rayo que con solo su fulgor precipita las almas de los
     mortales más allá del Tártaro. Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios
     suyos en la Tierra, a nadie apremian con más vigor que a quienes, tentados
     por Satanás, osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San [123] Pedro,
     pues aunque este Apóstol dijo en el Evangelio: «Todo lo hemos dejado para
     seguirte(87)», se reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro
     tierras, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos de amor a Cristo,
     combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre cristiana a
     mares, entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia, esposa
     de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus
     enemigos. ¡Cómo si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos
     pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en
     tanto que alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas
     interpretaciones y le crucifican con su conducta infame!
          Pero aduciendo que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre,
     cimentada con sangre y con sangre engrandecida, resuélvenlo todo a punta
     de espada, como si no estuviera Cristo para proteger a los suyos, según
     es, propio de Él, Aunque la guerra es tan cruel, que más conviene a las
     fieras que a los hombres; tan insensata, que los poetas la representan
     como inspirada por las Furias; tan funesta, que trae consigo la ruina de
     las públicas costumbres; tan injusta, que los criminales más depravados
     son los que mejor la practican, y tan impía, que no guarda el menor nexo
     con Cristo, los Papas lo olvidan para practicarla(88). Por eso vemos a
     ancianos decrépitos que demuestran un ardor juvenil y no les arredran los
     gastos, no les rinde la fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes,
     religión, paz y todas las cosas humanas. Además, no [124] les faltan
     aduladores cultos que den a esta manifiesta insensatez el nombre de celo,
     piedad y valor, pensando que sea posible esgrimir el hierro homicida y
     hundirlo en las entrañas de sus hermanos sin perjuicio de la caridad
     perfecta, la cual, según el precepto de Cristo, debe todo cristiano a su
     prójimo.

     Capítulo LX
          No sé si con estas cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a
     ciertos obispos alemanes que, renunciando por completo al culto,
     bendiciones y ceremonias, viven como verdaderos sátrapas, creyendo que es
     una cobardía indigna de un obispo entregar el alma a Dios como no sea en
     un campo de batalla. Y la masa de los sacerdotes cree pecaminoso desdecir
     de la santidad de sus prelados, y así, ¡vive Dios!, con cuán belicoso
     ardor les vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas, dardos,
     piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista ton aguda tienen para extraer de
     los viejos escritos algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza
     de que deben pagar algo más que el diezmo! Pero no, mientras tanto, no les
     viene a la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca de
     la obligación que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les
     recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar
     sólo en las cosas del cielo. Pero a fuer de gente de buena condición,
     creen cumplir perfectamente con sus deberes rezongando las oraciones de
     cualquier modo, y hay que preguntarse, ¡por Hércules!, si Dios les oye o
     les entiende, ya que ellos mismos casi ni oyen ni comprenden, a pesar de
     que las relinchan a voz en cuello.
          Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que
     es que todos vigilan la prosperidad [125] de sus ingresos y no ignoran
     ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga,
     la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si
     fuera una pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la
     administración en sus ministros y éstos en los suyos, de la misma manera
     los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas. El
     pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos, como si él nada
     tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los votos
     bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si
     estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su
     obligación sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los
     frailes de ancha conciencia sobre los más rigurosos; todos ellos, a la
     vez, sobre las órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre
     quienes dicen se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas
aparece.
          De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar
     dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los
     obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en
     los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de
     trasquilar la lana de las ovejas.
          Conste que no está en mi ánimo el escudriñar la vida de los
     pontífices y de los sacerdotes, para que no crea alguien que en vez de
     estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni suponga nadie que censuro a
     los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los infames.
          Lo que llevo tratado en pocas palabras tiene por objeto demostrar que
     ningún hombre puede vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y
     no le concedo protección. [126]

     Capítulo LXI
          ¿Y cómo puede ser de otro modo, si esta Némesis que siembra la dicha
     entre los hombres, está de acuerdo conmigo de tal modo que siempre ha sido
     irreconciliable enemiga de los sabios, y, por el contrario, a los estultos
     les colma de beneficios hasta cuando duermen? Sin duda recordáis a
     Timoteo, que dio origen a este nombre y a la frase «Durmiendo llena la
     red»; también sabréis el refrán que dice: «La lechuza es funesta(89)», y
     viene a propósito para los sabios lo que se dice de: «Ha nacido con mala
     estrella(90)». Pero dejémonos de refranear para que no parezca que estoy
     entrando a saco en los comentarios de mi querido Erasmo, y volvamos a lo
     nuestro.
          La Fortuna ama a las personas poco sensatas, a los audaces, a los que
     se complacen en decir: «Todo me lo juego a una carta». La sabiduría hace a
     las personas tímidas, por lo cual veis fácilmente a los sabios en la
     pobreza, en la estrechez y en la oscuridad, despreciados, desconocidos y
     olvidados. En tanto a los estultos afluye el dinero, tienen en las manos
     la gobernación del Estado y, en fin, prosperan de todos modos. Pues si
     alguno cifra la felicidad en ser grato a los príncipes y en moverse en el
     trato de estos mis dioses enjoyados, ¿habrá cosa que le sea más inútil que
     la sabiduría y que más reprobada esté por tal género de personas? Si se
     trata de obtener riquezas, ¿qué lucro podrá hacer el comerciante que,
     siguiendo los dictados de la sabiduría, se encalle en un perjurio, se
     sonroje si le sorprenden en mentira y comparta en lo más pequeño [127] los
     escrúpulos de los sabios ante los hurtos y la usura? Poco será, sin duda.
     Por lo mismo, quienquiera que ambicione honores y riquezas eclesiásticos,
     llegará a ellos antes más bien como asno o como buey que como sabio. Si
     perseguís el placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son
     enteramente devotas de los estultos y se horrorizan y huyen del sabio como
     del escorpión. En suma, quien se dispone a vivir con un poco de alegría y
     optimismo, empieza por excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir
     a cualquier otro animal.
          En resumen, adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices,
     príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, mayores o menores, todos
     se desviven por los bienes materiales, los cuales, como el sabio los
     desprecia, es lógico que acostumbren con fijeza a huir de él.
          Aunque mis alabanzas no tienen freno ni fin, es preciso que la
     declamación acabe alguna vez. Así, pues, voy a terminar, pero antes
     demostraré en pocas palabras que no faltan graves autores que me han
     celebrado tanto de palabra como de obra, para que así no parezca que me
     envanezco estúpidamente y los leguleyos no me calumnien diciendo que no
     alego nada en mi apoyo. A ejemplo de éstos, traeré alegatos que no tengan
     nada que ver con el tema.

     Capítulo LXII
          Todo el mundo sabe un popular proverbio que: «Dime de lo que alardeas
     y te diré de lo que careces». Por ello se enseña acertadamente a los niños
     que «Fingir estulticia oportunamente es el colmo de la sabiduría». Ya
     veis, pues, vosotros mismos cuán grande sea la virtud de la Estulticia,
     que hasta su engañosa imagen e imitación merecen tanta estima de los
     sabios. Aquel lustroso y orondo cerdo [128] de la piara de Epicuro(91)
     aconseja con la mayor franqueza que se mezcle «la sandez con el buen
     juicio(92)», y añade, no con mucho acierto, que éste se haga sólo en
     pequeña proporción. En otro lugar dice: «Amable cosa es tontear en su
     momento» y agrega más adelante que «preferible es pasar por insensato y
     bobo a ser sabio y rechinar de dientes(93)». Homero, que de tantas maneras
     elogió a Telémaco, le llama algunas veces «tontuelo», nombre con que los
     autores trágicos llamaban a los niños y a los jóvenes, por considerarlo de
     buen augurio. ¿Qué contiene el divino poema de la Ilíada sino las pasiones
     de reyes y pueblos estultos? Además, ¿qué elogio más rotundo que el de
     Cicerón cuando dijo: «El mundo está lleno de estultos(94)»?. ¿Y quién
     ignora que es tanto mayor el bien cuanto más extenso?

     Capítulo LXIII
          Como acaso éstos gocen de poca autoridad entre los cristianos, voy,
     si os place, al testimonio de las Sagradas Escrituras, según es costumbre
     de personas eruditas, para apoyar y fundar mis alabanzas. Solicitaremos
     primero el permiso de los teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea.
     Quizá no sería discreto llamar a las Musas del Helicón por segunda vez
     para camino tan largo, siéndoles, además, la materia ajena. Así, como voy
     a hacer de teólogo y entrar en este laberinto, será mejor que el espíritu
     de Escoto abandone un instante la Sorbona y se traslade a mi pecho; luego
     este tal, más [129] espinoso que un puerco espín y un erizo, podrá irse
     adonde se le antoje, aunque sea al cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de
     rostro y vestir traje teológico! Porque estoy temiendo que alguien al
     verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto, como si hubiera
     registrado a escondidas los papeles de nuestros maestros, aunque ello a
     nadie debe asombrar, pues para eso he vivido mucho tiempo con ellos en la
     intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que Príapo, el
     dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño cuando
     leía, a observar y retener algunas palabras griegas; y el gallo de
     Luciano, tras largo trato de los hombres, pudo hablarles con agilidad. En
     fin, vamos a entrar en materia, en buena hora.
          Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero, lo siguiente:
     «Infinito es el número de los tontos». Siendo este número infinito, ¿no
     indica el común de los hombres, exceptuando un pequeñísimo número de ellos
     que no sé si nadie podrá apreciar? Jeremías lo declara de modo más
     explícito, cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha vuelto el hombre
     a causa de su misma sabiduría». Atribuye este profeta la sabiduría a Dios
     y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había dicho
     también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente
     Jeremías, no quieres que el hombre se pague de sabiduría? «Pues
     -respondería él-, porque no tiene tal sabiduría».
          Volvamos al Eclesiastés. Cuando allí se exclama: «Vanidad de
     vanidades y todo vanidad», ¿qué se entiende sino, según dijimos, que la
     vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia? Así se
     aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado y que
     poco ha mencionamos: «Todo está lleno de locos». Y estas otras sabias
     palabras del Eclesiastés: «El estulto es variable como la Luna y el sabio
     permanece como el [130] sol», lo que indica que todos los hombres son
     estultos y que sólo a Dios está reservado el nombre de sabio, porque la
     Luna representa la humana naturaleza, y el Sol, manantial de toda luz, a
     Dios.
          Hay que añadir a esto que el mismo Cristo en el Evangelio dice que
     nadie puede llamarse bueno más que Dios(95), y, por tanto, si, según
     testimonio de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el bueno es
     también sabio, es preciso deducir que la estulticia abraza a todos los
     mortales.
          Afirma Salomón en el capítulo XV que: «La estulticia es la alegría
     del estulto», o, lo que es lo mismo, manifiesta claramente que sin esta
     sandez nada hay grato en la existencia. A lo mismo se refiere el
     pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia añade dolor y en el mucho
     entendimiento hay mucho sufrimiento». El mismo egregio predicador
     manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el corazón de los sabios
     reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por esto
     no se contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a
     mí. Por si en ello no me dais crédito, ved sus palabras en el capítulo
     primero: «Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la sabiduría, los
     errores y la estulticia». Fijándose bien en este pasaje se ha de
     comprender como alabanza para la sandez, ya que el autor la puso en último
     lugar y el Eclesiastés dice, y ya sabéis que tal es el ceremonial de la
     Iglesia, que el primero por su mayor dignidad ha de ser el último,
     recordando fielmente el precepto evangélico.
          Que la estulticia es superior a la sabiduría, el autor del
     Eclesiastés, sea el que fuere, lo demuestra claramente en el capítulo
     XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no quiero citar sin antes
     preguntaros, para que con vuestra respuesta me ayudéis [131] en la
     introducción, como hacen en Platón los que discuten con Sócrates, ¿Qué es
     lo que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares y
     viles? ¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio
     griego que dice: «Dejad el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace
     temerariamente, porque lo cita Aristóteles(96), el dios de nuestros
     maestros. ¿Hay alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle
     las joyas y el dinero? Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en
     el sitio más recóndito, y más aún en el rincón más secreto de fortísimos
     cofres, en tanto que lo que no vale nada lo dejáis a la vista; luego si lo
     que tiene valor se guarda recóndito y lo vil se deja expuesto, es evidente
     que la sabiduría, que se prohíbe esconder, es inferior a la estulticia,
     que se aconseja ocultar. Observad el testimonio de las palabras literales:
     «Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su
     sabiduría(97).
          A más, las Sagradas Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y
     se la niegan al sabio, porque éste no considera a nadie igual a él. Así
     interpreto lo que el Eclesiastés dice, en su capítulo X: «El estulto, como
     es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son
     estúpidos como él». ¿Y no es sin par pureza de alma igualar a todos los
     hombres consigo mismo y reconocer en ellos, a pesar de que cada individuo
     se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso tan gran rey
     no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo XXX:
     «Yo soy el más estulto de todos los hombres». Y San Pablo, el doctor [132]
     de los gentiles, escribiendo a los corintios, acepta de buen grado el
     título de estulto: «Hablo a lo necio -exclama- porque soy más que nadie»,
     como si fuese deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
          Pero salen a atajar lo que voy diciendo algunos de esos helenistas
     que están siempre acechando a los teólogos, con cien ojos y luego con sus
     anotaciones, como si fuesen humoradas, ofuscan a los demás, de cuyo
     gremio, mi querido Erasmo, a quien con frecuencia nombro para honrarle, si
     no es el alfa es la beta. « ¡Donosa cita -exclamarán-, verdaderamente
     digna de la Estulticia! En nada se parece el pensamiento del Apóstol a lo
     que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a entender que fuese más
     estulto que los demás, ya que lo que dijo fue: «Ministros de Cristo son
     ellos y yo también», como quien tiene a honra hacer notar que en esto era
     lo mismo que ellos; y todavía enmendó: «Y yo más», pues sabía que no sólo
     era igual a los demás Apóstoles, sino que en algo les superaba. Para que
     esta afirmación que él consideraba verdad no ofendiese por arrogante los
     oídos, se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo como el
     menos sabio», precisamente porque sabía que es privilegio de los estultos
     decir la verdad sin causar ofensa.
          Les dejo que discutan lo que San Pablo quiso verdaderamente decir al
     escribir esto. En cuanto a mí, me atengo al parecer de nuestros grandes y
     crasos teólogos, prestigiosísimos a ojos del vulgo, con los cuales, ¡por
     Jove!, prefiere la mayoría de nuestros doctos engañarse, a estar en lo
     cierto con los sabios trilingüistas. Pues ninguno de estos helenistillas
     hace más de lo que puede hacer una cotorra, sobre todo un insigne teólogo
     cuyo nombre callo para que mis loros no lancen contra él el [133] epigrama
     griego de «El asno tocando la lira(98)»; el cual ha explicado magistral y
     teologalmente el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como
     estulto porque lo soy más que nadie», hace capítulo aparte, y además, no
     sin profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así.
     Transcribo sus propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo
     estulto», o sea: «Si os parezco necio porque me comparo a los falsos
     apóstoles, más os lo he de parecer cuando veáis que me considero superior
     a ellos». Y poco después, como olvidándose de ello, pasa a otra cosa.

     Capítulo LXIV
          Pero ¿por qué escuetamente he de emplear sólo un ejemplo para
     apoyarme? Es derecho común de los teólogos que todos pueden estirar como
     una piel las Sagradas Escrituras. En San Pablo, algunos pasajes de las
     Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones que no existen en su lugar
     original y, si hemos de dar crédito a San Jerónimo, que hablaba cinco
     lenguas, cuando el Apóstol estuvo en Atenas vio por casualidad un ara
     votiva y violentó la inscripción para convertirla en argumento en favor de
     la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no conservó más que
     las palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al Dios
     desconocido». A pesar de ello, la inscripción decía: «A los dioses de
     Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros.»
     Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los teólogos rebuscan en uno y
     otro lado unos cuantos fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a
     tenor [134] de la conveniencia, sin tener en cuenta que lo anterior o lo
     que sigue guarde relación con el caso y a veces hasta lo contradice,
     método de tan afortunada desvergüenza que muy a menudo lo copian los
     jurisconsultos.
          ¿Y qué será lo que no les salga bien después de que aquel gran...
     -casi se me escapa el nombre, pero le tengo temor al proverbio griego- dio
     un significado a las palabras de San Lucas que se acomoda al pensamiento
     de Cristo como el fuego al agua? Cuando un grave peligro amenaza, en tal
     momento los buenos vasallos suelen más estrechamente unirse a su señor,
     porque saben cuánto vale la unión para luchar. Por eso Cristo quiso que
     los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les preguntó(99) si de
     alguna cosa habían carecido desde que les había enviado a anunciar el
     Evangelio, sin ayuda ninguna, sin calzado que defendiera sus pies de las
     espinas y de las piedras y sin alforjas contra el hambre; y como ellos le
     respondieron que nada les había faltado, dijo: «Pues ahora el que tenga un
     zurrón, lo abandone y el que no lo tenga venda la túnica y compre una
     espada.» Como quiera que la doctrina entera de Cristo no enseña otra cosa
     que la dulzura, la indulgencia y el desprecio de la vida, ¿a quién puede
     ocultarse el sentido de este pasaje? Quiere, para más desarmar a sus
     enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas, sino también
     que se despojen de su túnica, a fin de que, desnudos y libres, emprendan
     la predicación del Evangelio sin llevar sino su espada, espada no como
     aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que
     traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas
     las pasiones para no dejar en ellos más que la piedad. Pues ved [135]
     ahora de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este texto: La espada
     supone la defensa contra las persecuciones; la alforja, una buena cantidad
     de víveres para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de
     que había enviado a sus predicadores equipados poco suntuosamente, se
     retractara de sus instrucciones. Como si olvidase cuanto les había dicho
     de que alcanzarían el cielo sufriendo injurias, afrentas y suplicios;
     prohibiéndoles que se revolviesen contra la adversidad; que fuesen dulces
     y humildes, y no feroces; olvidando, repito, haberles señalado que debían
     tomar ejemplo de los lirios y de los pajaritos, no quisiese ahora que
     partiesen sin espada, que habían de vender la túnica para comprar, y
     prefiriese que fuesen desnudos que desarmados. Y así como, bajo el nombre
     de espada comprendía todos los procedimientos de rechazar la violencia, la
     alforja resume todo aquello que concierne a las necesidades de la vida
     humana. Luego quiere el intérprete del pensamiento divino enviar a los
     Apóstoles a predicar al Crucificado armados de lanzas, ballestas, hondas y
     bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos, quizá para que no se
     expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que
     acerca de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había
     mandado poco antes que estuviese en la vaina y nunca se ha oído que los
     Apóstoles usasen espadas y escudos contra las violencias de los gentiles,
     como sin duda hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se
     le atribuye.
          Otro doctor que no quiero nombrar por respeto(100), a la frase de
     Habacuc: «Las tiendas de [136] la tierra de Madián serán turbadas»,
     convierte en la piel de San Bartolomé desollado.
          No hace mucho asistí a una disertación teológica, como lo hago a
     menudo, y uno preguntó en qué lugar de la Escritura se ordena castigar a
     los herejes por el fuego en vez de convencerlos por la persuasión. Un
     anciano grave, cuyo ceño declaraba francamente que era teólogo, respondió
     con gran indignación que ese pasaje era del apóstol San Pablo, el cual
     dijo: «Evita al hereje después de haber intentado repetidamente disuadirle
     de su error.» Y como lo dijese reiteradamente y a grandes voces, muchos se
     preguntaron qué le sucedía a aquel hombre, y acabó por explicar que hay
     que apartar « de vita» al hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes
     encontraron el argumento completamente teológico, y algunos de los demás
     protestaron con vehemencia. Entonces, un abogado tremendo y autor
     irrefragable dijo: «Está escrito que 'no dejéis que viva el malvado'; y
     como todo hereje es malvado, resulta...», etc. Maravillados se quedaron
     todos los presentes del genio del hombre y aprobaron esta opinión. A nadie
     se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se refiere a los
     brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos designaban con el
     nombre de «mekaschephin», pues de otro modo, sería preciso también penar
     con la muerte a la lascivia y a la ebriedad.

     Capítulo LXV
          Pero estoy persiguiendo tontamente casos tan innumerables, que no
     cabrían en los volúmenes que escribieron Crisipo y Dídimo. Solamente voy a
     hacer constar que ya que a estos divinos maestros se les toleró, a mí, que
     soy una teóloga de pacotilla, también puede permitírseme igual derecho a
     [137] no formular citas con entera exactitud. Vuelvo a San Pablo:
     «Soportad con paciencia a los sandios», ha dicho hablando de sí mismo, y
     añade luego: «Recibidme como a un ignorante», y «No hablo inspirado por
     Dios, sino sumido en el desconocimiento». Y todavía agrega: «Por
     Jesucristo somos estultos(101)». Ya habéis visto qué elogio de la
     Estulticia y qué labios lo pronuncian. Además la recomienda como la cosa
     más necesaria y útil: «El que de vosotros -dice- se crea sabio, vuélvase
     estulto para encontrar la verdadera sabiduría(102)» Y San Lucas dice que
     Jesús llamó necios a dos de los discípulos cuando los encontró en el
     camino(103). Admirable es aún que San Pablo atribuya algo de estulticia al
     mismo Dios, porque ha dicho: «Lo estulto de Dios es más sabio que los
     hombres(104)», si bien Orígenes en su comentario dice que no hay analogía
     entre el concepto humano y esta estulticia, pues es la misma a que se
     refiere este otro texto: «La palabra de la Cruz estulta para los que se
     condenan(105)».
          Y, en fin, ¿para qué atormentarme en reunir tantos testimonios que
     apoyen mis convicciones cuando en los Sagrados Salmos vemos que Cristo
     dice claramente a su Padre: «¿Tú conoces mi ignorancia(106)?» Luego no es
     disonante que le complazcan en extremo los necios, al modo que los
     poderosos príncipes tienen por sospechosos y desagradables a los hombres
     demasiado sensatos -como Julio César, que desconfió de Bruto y Casio, y
     que, sin embargo, no tenía temor del beodo [138] Antonio; Nerón de Séneca
     y Dionisio de Siracusa de Platón- y se deleiten, por el contrario, con los
     espíritus sencillos y rústicos. Así Cristo detesta a los sabios que se
     ufanan de su prudencia, y les condena, como atestigua San Pablo,
     claramente: «Dios escoge precisamente lo que el mundo tiene por estulto»,
     y «Dios ha querido salvar al mundo por medio de la Estulticia(107)», ya
     que por la sabiduría no podría ser salvado. El mismo Dios abiertamente lo
     declara por boca del Profeta: «Confundiré la sabiduría de los sabios y
     condenaré la prudencia de los prudentes(108)», y cuando se gloria de haber
     ocultado a los sabios el misterio de la salvación y haberlo revelado
     francamente a los párvulos, esto es, a los estultos, y a los pobres de
     espíritu; porque en griego la palabra «párvulo» significa lo contrario de
     «sabio». A esto corresponde el que en todo el Evangelio Cristo ataque
     insistentemente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la Ley,
     en tanto que protege a la multitud de indoctos. ¿Qué, si no, significa:
     «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!»? Igual que si dijese: ¡Ay de
     vosotros, sabios! Y se le ve deleitarse con los niños, mujeres y
     pescadores, del mismo modo que entre todos los animales agradan más a
     Cristo los que más se apartan de la astucia de la zorra. Por eso quiso
     cabalgar en asno, cuando, si hubiese querido, hubiese podido hacerlo sin
     peligro en el lomo de un león; por eso descendió el Espíritu Santo tomando
     forma de paloma, y no de águila o milano; por eso las Sagradas Escrituras
     hablan constantemente de ciervos, corzos y corderos, y, además, Jesús
     llama ovejas a aquellos destinados [139] a la vida eterna, pues ningún
     otro animal hay más simple que éste. Así lo prueba Aristóteles(109) cuando
     dice: «alma de cordero», frase que se dice por modo de insulto contra los
     estúpidos y torpes, fundándose en la estolidez de la grey; y, sin embargo,
     Cristo se declara pastor de este rebaño; y ciertamente que el nombre de
     «cordero» le agradaba, como que San Juan le anunció: «Éste es el cordero
     de Dios», lo cual aparece después muchas veces en el Apocalipsis.
          ¿Qué proclama todo esto sino que todos los hombres son estultos,
     incluso los piadosos? El mismo Cristo, que aun siendo «la sabiduría de su
     Padre», socorrió a la estulticia de los mortales, tuvo en cierto modo que
     hacerse estulto cuando se revistió de carne mortal, de la misma manera que
     se transformó en el pecado para redimir el pecado. Y quiso hacerlo por
     medio de la locura de la Cruz y de Apóstoles simples a quienes insiste en
     recomendar la sandez, apartando la sabiduría, y les da como ejemplo los
     niños, los lirios, el grano de mostaza y los pajarillos, seres sencillos,
     sin inteligencia, que viven según el instinto, exentos de preocupación y
     cuidado.
          Además les prohíbe que se preocupen de lo que vayan a responder
     delante de los tribunales y les veda que aprovechen las ocasiones y las
     circunstancias, es decir, que no se fíen de su prudencia, sino que
     descansen en él enteramente. Por la misma razón, Dios, eximio arquitecto
     del orbe, ordenó que no se degustase del árbol de la ciencia, como si ésta
     fuese el veneno de la dicha. San Pablo abiertamente la reprueba como
     vanidad y perdición; San Bernardo sigue esta opinión y pretende [140] que
     el lugar donde puso sus reales Lucifer se llame montaña de la sabiduría.
          Quizá no parezca tampoco argumento para pasarlo por alto el de que la
     estulticia goce de los favores del cielo, ya que suele conceder a ésta el
     perdón de sus faltas, que al sabio niega rotundamente; y de aquí viene que
     los que han pecado con conocimiento busquen protección y pretexto en la
     estulticia. Si mal no recuerdo, Aarón, en el libro de los Números, implora
     el perdón para su hermana diciendo a Moisés: «Te suplico, Señor, que no
     tomes en cuenta este pecado que hemos cometido estultamente.» Saúl se
     excusa con David: «He obrado como estulto(110)», y el mismo David apacigua
     así al Señor: «Te ruego, Señor, que no tomes en cuenta mi infamia, porque
     obramos estultamente(111)», como si no pudiera alcanzar perdón sino
     pretextando estolidez e ignorancia. Pero es más apremiante el que Cristo
     en la Cruz misma al pedir por sus enemigos con estas palabras: «Padre,
     perdónalos», sin ofrecer otra excusa que la ignorancia, añadió: «porque no
     saben lo que hacen». De la misma manera escribe San Pablo a Timoteo: «Pero
     la misericordia de Dios me ha acogido, porque he obrado ignorante dentro
     de la incredulidad.» ¿Y qué es obrar como ignorante sino dejarse conducir
     por la sandez más que por la maldad? ¿Y qué otra cosa significan las
     palabras «la misericordia de Dios me ha acogido» sino que no la habría
     alcanzado sin la sandez? Y viene también en nuestro favor un pasaje del
     Salmista, que no me he acordado de citar en su oportuno lugar: «Señor, no
     os acordéis de las altas de mi juventud ni de mis errores(112)». Ya veis
     qué excusas [141] da: La juventud, de la que soy inseparable compañera, y
     los errores, cuyo número denota una gran intensidad de estulticia.

     Capítulo LXVI
          Pero para no continuar en un tema inacabable y hablar concisamente,
     diré que parece que toda la Religión cristiana tenga algún parentesco con
     cierta especie de estulticia, y que, en cambio, no tiene la menor armonía
     con la sabiduría. Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los
     viejos, las mujeres y los necios gozan con las cosas de la religión mucho
     más que los demás y que están siempre rondando los altares, guiados
     solamente por un impulso natural. Además, veréis que aquellos primeros
     fundadores de la Religión fueron gente de extrema simplicidad y enemigos
     encarnizados de las letras. Por último, que no hay necios que disparaten
     mas que aquellos a quienes arrebata por completo el ardor de la piedad
     cristiana, pues llegan a malversar sus bienes, pasar por alto las
     injurias, tolerar ser engañados, no distinguir entre amigos y enemigos,
     aborrecer la voluptuosidad, complacerse en el hambre, la vigilia, las
     lágrimas, los trabajos y las ofensas, aburrirse de la vida, desear
     únicamente la muerte y, en suma, parecer ciegos para el sentido común,
     como si tuvieran el alma errante y no dentro del cuerpo. ¿Qué otra cosa es
     esto sino la locura? Por ello no parece cosa de admirarse que los
     Apóstoles fuesen tomados por beodos y que San Pablo le pareciese loco al
     juez Festo.
          Pero ya que me vestí con la Diel del león, quiero continuar
     mostrándoos que la felicidad de los cristianos, que buscan a costa de
     tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia, y no se
     [142] vea animadversión en mis palabras, sino búsquese su sentido.
          Primeramente, los cristianos convienen poco más menos con los
     platónicos en que el alma está oculta y ligada por los vínculos corporales
     y que esta grosería la impide contemplar y gozar las cosas verdaderas. Por
     ello se define la filosofía como meditación de la muerte, porque, merced a
     ella, la mente se separa de las cosas visibles y corpóreas, que es lo
     mismo que hace la muerte. De este modo, en tanto cuanto el espíritu hace
     uso discreto de los órganos del cuerpo, se le llama sensato, pero cuando,
     rotos estos vínculos, trata de procurarse la libertad, como si proyectase
     la fuga de la cárcel, se le califica de loco. Y si ello acontece por
     enfermedad o deficiencia del organismo, no hay quien discrepe de que ello
     es locura. Y, sin embargo, vemos a tal especie de hombres predecir las
     cosas futuras, y saber lenguas y letras que hasta entonces nunca habían
     aprendido, y presentar en sí algo que es absolutamente divino. No cabe
     dudar de que ello procede de que la mente, al estar algo más libre del
     contacto del cuerpo, empieza a poner por obra su facultad natural. La
     misma causa, según creo, debe de tener el que a los moribundos les ocurra
     algo parecido, como si dijesen ciertas cosas prodigiosas por inspiración.
     Aunque esto ocurra también en el celo piadoso, acaso no es el mismo género
     de sandez, pero sí tan parecido, que la mayor parte de los hombres lo
     consideran vulgar locura, sobre todo en el caso de unos pocos hombrecillos
     que viven en pugna con la vida mortal toda. Así suele ocurrirles lo propio
     de la fábula de Platón, acerca de aquellos que vivían encadenados en el
     fondo de una caverna contemplando las sombras de las cosas, y si uno de
     ellos salía, a su regreso al antro aseguraba haber visto los objetos tales
     como eran en sí, y entonces sus compañeros [143] suponían que se
     equivocaba de medio a medio, ya que fuera de las vanas sombras no podían
     creer que existiese nada más. El sabio les compadece y deplora su
     estulticia que les hace víctimas de tan grosero error, pero ellos a su vez
     se burlan de él como extravagante y le rehuyen. El común de los mortales
     se siente especialmente atraído por las cosas totalmente materiales, y
     cree que son las únicas que pueden existir; pero los devotos, por el
     contrario, desprecian tanto más lo que mayor vínculo tiene con el cuerpo y
     se dan por entero a la contemplación de las cosas invisibles. Aquéllos
     colocan en primer lugar las riquezas, en el segundo las satisfacciones de
     los sentidos y relegan el espíritu al último puesto, y aun hay muchos que
     niegan su existencia por ser invisible. Los devotos viven sólo para Dios,
     el ser más sencillo entre todos, y después para el alma, que es lo que más
     se le acerca; desdeñan los cuidados corporales, repugnan el dinero como
     inmundo, lo rehuyen, y si se ven obligados a manejarlo, lo hacen con
     disgusto y asco, y lo tienen como si no lo tuvieran, y lo poseen como si
     no lo poseyeran.
          Existe profunda diferencia entre éstos en todas las cosas. Las
     facultades humanas tienen todas relación con el cuerpo, y, sin embargo,
     hay algunas más groseras, como el tacto, el oído, la vista, el olfato y el
     gusto. Otras, como la memoria, el entendimiento y la voluntad, parecen más
     independientes de la materia. En aquellas a las que el alma tienda será
     donde adquiera mayor fuerza. Los devotos, al dirigir toda la fuerza del
     espíritu a las cosas más extrañas a los sentidos, terminan por quedarse
     como entorpecidos y atónitos, en tanto que el vulgo, usando sólo de éstas,
     prevalece en ellos y no sirve para las otras. Ésta es la causa de que
     algunos santos varones bebiesen aceite creyéndolo vino. [144]
          Además, entre las pasiones hay algunas que tienen más palpable
     afinidad con el cuerpo, como la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la
     soberbia y la envidia, a las que los devotos hacen implacable guerra, en
     tanto que el vulgo no sabe vivir sin ellas. Hay también movimientos del
     espíritu comunes y naturales, como el amor a la patria, el cariño a los
     hijos, a los padres, a los amigos, a los que el vulgo concede cierta
     importancia, pero los devotos se esfuerzan por desarraigarlos de su
     corazón o más bien por elevarles a la región más alta del espíritu, y así,
     cuando aman al padre, no lo aman como padre que sólo les dio su parte
     física, y aun esto se lo deben a Dios, sino como varón justo, en el que
     ven brillar una imagen de la divina mente que llaman Sumo Bien, fuera del
     cual nada hay para ellos digno de ser amado o anhelado. Este mismo
     criterio aplican a todos los sentimientos en la vida, de suerte que si no
     desprecian absolutamente todo lo visible, lo postergan a lo invisible.
          Establecen en los Sacramentos y aun de los deberes de piedad un
     aspecto espiritual y otro corporal. Así, en el ayuno, conceden poca
     importancia a la abstinencia de carne y de cena, que es lo que el vulgo
     considera absoluto ayuno, a no ser que al mismo tiempo repriman lo más
     posible las pasiones refrenando cólera y orgullo, a fin de que el alma,
     más aliviada de su carga corporal, pueda elevarse al goce y delicia de los
     bienes celestiales. De manera semejante razonan respecto de la Misa y,
     aunque no desdeñan la liturgia, no obstante, le conceden poco interés y la
     consideran perjudicial si aparece como obstáculo para penetrar en lo
     espiritual, que es lo representado con aquellos signos visibles. Se
     representa allí la muerte de Cristo, la cual deben imitar los mortales
     domando, extinguiendo, y sepultando, por decirlo así, sus pasiones [145]
     para resucitar como Él a una nueva vida y unirse con Cristo y con todos
     los hermanos. Así piensa y se conduce el creyente.
          En contra, el vulgo cree que el sacrificio de la Misa consiste sólo
     en plantarse ante el altar lo más próximo posible al sacerdote, escuchar a
     los que cantan y contemplar las ceremonias. No sólo en los ejemplos
     dichos, sino en todas las demás ocasiones de la vida, el devoto evita todo
     lo concerniente al cuerpo para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y
     lo invisible. Por lo cual, como tan enorme diferencia separa a unos y
     otros, se tachan de locos mutuamente. Esta palabra, a mi ver, mejor encaja
     en los devotos que en el vulgo.

     Capítulo LXVII
          Ello se verá más claro si, según os lo he prometido, demuestro
     brevemente que esa suprema felicidad a que aspiran los creyentes no es
     sino una especie de locura.
          Observad que Platón vislumbró algo de esto cuando escribió que el
     delirio de los amantes era el más feliz de todos(113). En efecto, el que
     ama ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y cuanto más se
     aparta de su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y
     más. Cuando el espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa
     apropiadamente de sus órganos, evidentemente es que se produce el delirio.
     ¿Qué otro sentido tienen si no las expresiones vulgares de «está fuera de
     sí», «vuelve en ti» y «ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más
     intenso es el amor, más profundo y feliz es el delirio que [146] produce.
     Por tanto, ¿qué puede ser esa vida celestial a la que las almas tan
     fervientemente aspiran?
          El espíritu, como más fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más
     fácilmente cuanto que éste ha sido ya preparado para tal transformación
     por el ayuno y la penitencia. A su vez el espíritu será después absorbido
     por la esencia divina, que es más potente por mil motivos, y así, cuando
     el hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá alcanzar la
     felicidad, porque estará despojado de su materialidad y vivirá de modo
     inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
          Es verdad que la dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya
     recuperado su antiguo cuerpo y le dé la inmortalidad, pero como la vida
     devota no es más que una meditación de esta existencia y como una sombra
     de ella, son algunas veces recompensados como con una especie de goce y
     aroma de ella.
          Aunque es solamente una gota en comparación con la fuente de la
     divina felicidad, vale más que todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto
     aventajan los deleites espirituales a los corporales y los invisibles a
     los visibles! El profeta anunció así a los elegidos que: «No ha visto el
     ojo, ni oído el oído, ni sentido el corazón jamás lo que Dios guarda para
     los que le aman(114). Y esto es una parte de la necedad, a la que no
     destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a mejor vida. Los
     pocos a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan algo muy
     parecido a la locura; dicen cosas poco coherentes y diversas de la
     costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de cara; tan
     pronto están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin,
     están verdaderamente fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran [147] el
     conocimiento, no saben si estuvieron dentro del cuerpo o no, ni si están
     dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño lo
     que han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de
     que han sido profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual
     lamentan el haber recobrado la razón, tanto que nada desean más que gozar
     sin interrupción de su especial locura. Tal es una ligera degustacioncilla
     de la futura felicidad.

     Capítulo LXVIII
          Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites
     convenientes. Si alguien considera que he hablado con demasiada pedantería
     o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estulticia, sino como
     mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a veces
     dicen la verdad», a menos que penséis que este refrán no reza con las
     mujeres.
          Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que
     me acuerdo de una sola palabra de todo este fárrago que acabo de soltar...
     Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el convidado que tiene buena
     memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.»
     Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid
     y bebed!



     Notas

     1.       En este punto, conviene repetir las reiteradas salvedades que ha
     inspirado a los traductores españoles la versión del título original.
     Bonilla y San Martín indicó a tal respecto: «Debe traducirse ' Stultitia'
     por 'Estulticia' y no por 'Locura'. Si Erasmo hubiese querido expresar
     esto último, habría escrito ' Insania', en vez de 'Estulticia'.» Lebrija
     había traducido «Stultitia» por «aquella bobería y poco saber». El hecho
     de que hayamos optado por seguir el parecer de Bonilla no significa que
     hagamos cuestión de gabinete de la defensa del mismo y que repudiemos
     otras traducciones aceptables. El lector advertirá en el curso de nuestro
     trabajo que, en cuanto ello ha sido posible, hemos traducido cada vocablo
     latino por el castellano más próximo y semejante; nuestra interpretación
     del encabezamiento no es sino otra manifestación de este criterio.


     2.       Acerca del oráculo de Trofonio en Lebadea, en el cual el devoto
     recibía los mensajes del más allá durante su inmersión en una corriente
     que recorría rápidamente un antro subterráneo, dice Pausanias que de él se
     salía «helado de miedo, sin conciencia de lo que os pasa ni de quienes os
     rodean» (IX, 39) Bouché-Leclerq,  Histoire de la divination, t. III, págs.
     323-327, afirma que, como vemos en Erasmo, eran proverbiales la melancolía
     y la conmoción nerviosa de quienes habían visitado al oráculo.


     3.       Mwroso/fouj en el original, palabra creada por Luciano, Alex, 40,
     para designar a los sabios que desbarran.


     4.       Conocida es la comedia que escribió Aristófanes con este título,
     donde se caricaturiza a Pluto, dios de la riqueza, y se analiza su
     supuesta injusticia en el reparto de bienes.


     5.       Ovidio, en Metamorf., VI, 333-4, habla de la flotante y errabunda
     isla de Delos, asilo de Latona, amante de Júpiter: Erratica Delos -orantem
     accepit tum cum levis insula nabat.


     6.       Expresión homérica. Cfr. Odisea, IX, 109


     7.       Plinio, en Hist. Nat., II, 5.


     8.       Locución tomada del Apocalipsis, 1, 8: Ego sum Alpha et Omega,
     principium et finis, etc.


     9.       Este poeta latino da comienzo a su   De rerum natura con la
     invocación de Venus, a la que considera origen de todo bien.


     10.       Lo insensato para el mundo es sensato para la Estulticia.


     11.       En el Ayax, v. 554.


     12.       Expresión virgiliana. Cfr. Eneida, VI, 715: Lethaei ad fluminis
     undam... securos latices et longa oblivia potant.


     13.       Cfr. Mercator, II, 2, 33.


     14.       Cfr. II, I, 249; III, 152.


     15.       Expresión homérica. Cfr. Odisea, XVII, 218.


     16.       Dafne fue metamorfoseada en árbol, según refiere Ovidio, en el
     1. I, 452-567 de la Metamorf.; Ceyx, en ave, según el 1. XI, 410-742;
     Titón, en cigarra, en III, 98 y Cadmo, en serpiente, en IV, 571-603.


     17.       Expresión horaciana. Cfr. Epist., 1, 4, 15.


     18.        Hoc ouder, hoc botter Hollander (Cuanto más viejo es el
     holandés, más tonto).


     19.       El córdax era una danza lasciva y descompuesta; la gymnopaidía
     era de origen espartano. Las atelanas eran unas groseras farsas que se
     representaban en los albores del teatro romano.


     20.       Las imágenes de este dios, vinculado con el Horus egipcio, le
     representaban frecuentemente con ademán de recomendar silencio.


     21.       No sabemos que Platón pasase en sus censuras contra el género
     femenino más allá de afirmar, como lo hace en el libro V de la República,
     que son diversas las aptitudes de los sexos y por lo general se advierte
     cierta inferioridad de la mujer respecto del hombre.


     22.       En su traducción de Horacio, don Lorenzo Riber anota la oda IV
     del libro I indicando: «En los banquetes el simposiarca o el maestro y rey
     de la mesa era designado por la suerte. Era él quien señalaba el número de
     copas que cada uno había de beber; designaba a los que habían de cantar y
     dirigía las conversaciones.»


     23.       Se trata de las famosas serpientes del templo de Esculapio en
     Epidauro, a las que menciona Aristófanes en el Pluto, v. 690 y 733. Todo
     el espíritu de estos párrafos de Erasmo, la alusión que acabamos de
     comentar y otras muchas expresiones proceden de la tercera sátira del
     libro primero de Horacio.


     24.       Símbolo por antonomasia de agudeza de visión. En Ovidio,
     Metamorf., I, 625: Centum luminibus cinctum caput Argus habebat; inde suis
     vicibus capiebant bina quietem.


     25.       Putiditas, en el original, palabra al parecer inventada por
     Erasmo, ya que no consta en otra parte. Nuestra versión es, por ende, pura
     conjetura.


     26.        Locución proverbial.


     27.       En Virgilio, Eneida, VIII, 2.


     28.       Cfr. Platón, Apología, Georgias y Fedón, y Jenofonte, Memorias.


     29.       El original dice miratur, por lo cual los traductores han solido
     verter «se asombraba», pero lo que hizo Sócrates, según Aristófanes,
     Nubes, v. 157, fue investigar y estudiar (  rimatur) este sonido. Trátase,
     pues, indudablemente de un error perpetuado por la posteridad.


     30.       No consta este incidente en biografía alguna del célebre orador
     y sí en diversos lugares su elocuente facilidad.


     31.       República, V.


     32.       El emperador Cómodo (180-192), hijo de Marco Aurelio.


     33.       Personaje de Luciano, ejemplo de misantropía inmortalizado por
     Molière en su comedia de este nombre.


     34.       Estos calificativos inusitados pertenecen a la Tebaida de
     Estacio, IV, 340.


     35.       En Horacio, Epístola a los Pisones, v. 392 y sigs.: «El sagrado
     Orfeo, oráculo de los dioses, apartó de la vida y de las costumbres
     sanguinarias a los hombres salvajes. Así dijeron que amansaba tigres y
     leones corajudos. Y así se dijo del fundador de la Acrópolis de Tebas,
     Anfión, que movía las piedras al son de su laúd.» (Traducción de don
     Lorenzo Riber.)


     36.       Ilíada, XVII, 32


     37.       Virgilio, Eneida, I, 471.


     38.       Uno de los argonautas, cuya clara vista se exageró
     proverbialmente, quizá por haberla emparentado con la del lince.


     39.       La fábula mitológica suponía que había hecho al hombre de barro.


     40.       Pluto, v. 266-7


     41.       En el Fedro.


     42.       Efectivamente dai/monej (de donde procede el castellano
     demonios) tiene dos significados: "divinidades" (sobre todo en Homero,
     posteriormente expresa un tipo de divinidad inferior) y "sabios" (que
     también puede puede adoptar la forma dah/monej). Erasmo considera que el
     primer significado procede del segundo, etimología propuesta por Platón en
     Crátilo 398b. El texto original presenta el incorrecto damh/noaj. Lo
     corregimos y mantenemos la forma en acusativo plural (N. del E.).


     43.       Homero, Ilíada, XI, 514.


     44.       La traducción exacta del scrinium original sería «escriño», o
     caja cilíndrica destinada a guardar papeles. En alguna versión española
     está traducido por tintero.


     45.       Tema desarrollado en un diálogo de Luciano.


     46.       En el Banquete.


     47.       Baquis, v. 369.


     48.       En el Reso, comedia seudoeuripídea, v. 394.


     49.       Alusión a la fábula de un sátiro, acogido en casa de un
     labrador, y que vio asombrado como éste se soplaba las puntas de los dedos
     porque hacía frío y soplaba luego la sopa, porque estaba caliente.


     50.       Los estoicos, llamados así por Platón, en el Tecteto.


     51.       En el Banquete.


     52.       Odas, III, 4, 5.


     53.       En el Fedro.


     54.       Eneida, VI, 133-135: Quod si tantus amor menti, si tanta cupido
     est -bis Stygios innare lacus, bis nigra videre -Tartara et insano juvat
     indulgere labori.


     55.       Epíst., II, 13, 2. El mal a que se refiere es la instauración
     del triunvirato.


     56.       Horacio, Epíst., II, 2, 133 y 138.


     57.       Propercio, II, 10, 6.


     58.       El demonio se jactaba ante San Bernardo de conocer siete
     versículos de los Salmos que tenían la virtud de asegurar la salvación
     eterna si se les recitaba diariamente. Como no quisiese indicar al santo
     cuáles eran, éste le manifestó que a partir de entonces leería a diario
     todo el salterio.


     59.       Práfrasis de Virgilio, en Eneida, VI, 625-7.


     60.       Epíst., XVII, 5.


     61.       Alusión a Tomás Moro.


     62.       En la República, 1, VII.


     63.       Expresión proverbial.


     64.       Es interesante comparar con este testimonio de aversión al mar,
     aquello de nuestra Epístola moral a Fabio.
                      «Piensas acaso tú que fue criado
           el varón para el rayo de la guerra
           para surcar el piélago salado?»
          Y también con la frase de Gracián, en el Criticón, «Una nave no es
     otro que un ataúd anticipado.» La Vida de Estebanillo González (Clásicos
     Castellanos, II, pág. 242), dice a propósito de lo mismo: «Acabé de
     confirmar por insensatos a los hombres que pueden caminar por tierra... y
     se ponen la inclemencia de los vientos, al rigor de las ondas, a la
     fiereza de los piratas, y finalmente ponen sus vidas en la confianza de
     una débil tabla.»


     65.       Este epigrama de Páladas, que está en su Antología, IX, 173,
     parodia el comienzo de la Ilíada y dice en su primer verso: ¹Arxh\
     grammatikh=j penta/stixo/j e)sti kata/ra.


     66.       Erasmo usa la palabra frontioth/risij, empleada humorísticamente
     por Aristófanes en Las nubes, v. 94, para caracterizar a la escuela de
     Sócrates. Nada más prudente que verterla por «pensadero», como indicó don
     Federico Baráibar en la traducción de este autor griego, y alejarse de las
     fantasías a que ha solido dar lugar la versión de este vocablo.


     67.       Famoso humanista e impresor italiano relacionado con Erasmo.


     68.       Frase tomada de la Ilíada, XI, 654.


     69.       En el templo de Júpiter, en este lugar del Epiro, había varios
     cuencos de bronce dispuestos de modo que al golpear uno de ellos sonaban
     todos sucesivamente.


     70.       Epíst. a los hebreos, XI, 1.


     71.       Los escotistas lo explicaban diciendo que basta con la autoridad
     y la facultad de discernir, que son compatibles con la ignorancia.


     72.       Ev. Juan, IV, 24. Epíst. a Timoteo, II, 2, 23; I, 6, 20; II, 2,
     16; I, 1, 4; I, 6, 4, y Epíst. a Tito, III, 9.


     73.       De Crisipo de Cilicia el más sutil e ingenioso de los estoicos.


     74.       Cuestiones debatidas antaño en Oxford, cuya sustancia no se
     acaba de ver clara hoy. La primera frase es, sin duda, una parodia de la
     trascendencia que se daba al orden de las palabras en determinadas frases.
     La segunda ha sido diversamente interpretada y traducida y nuestra
     versión, muy meditada, no es sino otra hipótesis. Rodríguez Bachiller
     traduce el original Ollae fervere et ollam fervere por «La marmita hierve»
     y «hierve la marmita».


     75.       A los siete cielos tradicionales añadieron otros tres, de los
     cuales el décimo, o Empíreo, se destinaba a los bienaventurados.


     76.       La palabra «monje» deriva de monaxo/j, que significa solitario.
     Conviene tener en cuenta en este y en los capítulos siguientes, henchidos
     de envenenado apasionamiento y por ello fundamentalmente injustos y
     erróneos, el rencor que producía a Erasmo su nacimiento ilegítimo y el
     recuerdo de los amargos años juveniles pasados, contra su voluntad, en el
     monasterio de Steyn.


     77.       Basílides, contemporáneo del emperador Adriano, enseñaba que
     existían 365 cielos, figurados por la palabra mágica «Abraxas», el valor
     de cada una de cuyas letras, al sumarse según la numeración griega, daba
     aquella cantidad. Así:
         A, 1; B, 2; P, 100; A, 1; C ' 60: A, 1: S ´ 200.


     78.       Sat., II, 7, 21.


     79.       Horacio, Sat., I, 8.


     80.       Virgilio, Buc., III, 19.


     81.       El Speculum historiale es una recopilación compuesta por el
     dominico Vicente de Beauvais ( 1264). Las Gesta romanorum parecen haberse
     escrito en Inglaterra a finales del siglo XIII y principios del siglo
     siguiente.


     82.       Conocido verso inicial de la Epístola a los Pisones, donde se
     reprende, entre otros defectos, la disparidad de los elementos que entren
     en una obra literaria.


     83.       Dice Horacio en la segunda epístola del libro primero de la que
     forma parte el v. 28 aludido: «Holgazanes como los pretendientes de
     Penélope, o la corte juvenil de Alcinoo, cuidadosa de pulirse el cutis más
     de lo que sería razón.»


     84.       Juego de palabras entre e)pi/skopoj y a)laoskopi/h vocablo
     homérico (Ilíada, X, 515; XIII, 10 etc.), que significa "vigilancia vana".


     85.       Epíst. a los romanos, XVI, 18.


     86.       Alusión a las representaciones infernales de las hopas y corozas
     de los condenados a muerte.


     87.       Ev. Mat., XIX, 27.


     88.       Generalización malévola de la necesidad de acudir a la guerra en
     que se vio el Papa Julio II (1503-1513), para defender los Estados de la
     Iglesia, aliado con las armas españolas del Gran Capitán, en contra del
     expansionismo francés en Italia.


     89.       La lechuza era símbolo de sabiduría.


     90.       Sigue en el original el proverbio Equum habet Sejanum et aurum
     Tolosanum, que no sabemos traducir.


     91.       Así se califica a sí mismo Horacio en Epíst., I, 4, 16.


     92.       Odas, IV, 12, 27-8.


     93.       Epíst., II, 2, 126.


     94.       Epíst. a Fam, IX, 22, 4.


     95.       Ev. Mat., XIX, 17.


     96.       Retórica, 1, 6.


     97.       Esta sentencia está en el Eclesiastés, XX, 33, y no en el XLIV,
     como dice Erasmo.


     98.       Se refiere a Nicolás de Lira ( 1310), anotador de las Sagradas
     Escrituras.


     99.       Ev. Luc, XXII, 35 y 36.


     100.       Parece que se trate del agustino Jordanes de Sajonia ( 1380).
     La confusión padecida en la frase viene de que la palabra pellis equivale
     a tienda de campaña de cierto tipo y a la piel humana.
     FIN


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