viernes, 29 de noviembre de 2013

Textos invitados: María Ángeles González "El entierro de Argimiro Fuentes"


El entierro de Argimiro Fuentes

 

 

El día de la muerte de Argimiro Fuentes amaneció despejado. Pero a las cuatro de la tarde ya las nubes, empujadas por un viento repentino, ensombrecían todo el cielo. Las campanadas graves y pausadas del toque de difuntos se entremezclaron con los primeros truenos. Tal vez por eso, porque nadie escuchó el anuncio, sólo el cura y su ama -que también tuvo que amortajarle- velaron esa noche el cadáver.

 

Pero a la tarde siguiente ya nadie pudo fingir que no sabía. Tras los visillos, desde el fondo de los oscuros zaguanes, abiertos, todos los ojos de aquel pueblo observaron el tosco cajón de pino en el que Argimiro Fuentes recorría por última vez las calles embarradas. Como tampoco apareció ningún hombro que lo llevara, el cajón iba sobre un carro tirado por una  mula vieja.   

 

Una lluvia menuda y fría, que no había cesado desde la víspera, iba calando al cura, que tiraba del ronzal y caminaba al resguardo de un paraguas negro, enorme, con las varillas torcidas.  Nadie más acompañaba al cuerpo. Flotaba en el aire un espeso silencio: se había interrumpido toda labor,  el ganado estaba recogido en los establos. Mientras el mísero cortejo avanzaba despacio, sólo se oía el leve repiqueteo de la lluvia sobre el cajón.

 

Desde una ventana un hombre gritó.

 

—¡Padre, déjelo! ¡Al arroyo con él, ese perro no merece descansar con los nuestros!  

 

La tarde se llenó de voces airadas.  Desde cada casa, al paso del carro, todas las bocas del pueblo fueron escupiendo sus injurias sobre Argimiro Fuentes. No maldecían al viejo consumido que había regresado hacía unos meses, apenas una sombra de sí mismo. En lo que a aquel hombre se refería, el tiempo se había detenido: la memoria colectiva quedó embarrancada en una noche de enero de hacía más de veinte años.   

 

            El cura se detuvo, plegó el paraguas, y extendió las manos bajo la lluvia.

—Ya pagó lo que debía en este mundo, dejad que descanse en paz —dijo, recorriendo  la calle con la mirada. 

 

            Una piedra fue a enterrarse en el barro, junto a sus botas empapadas. Luego cayó otra, que rebotó en el cajón con un golpe sordo. Parecía una señal convenida, de todas las ventanas empezaron a llover piedras y tacos de madera. Hasta cucharas, tazas y alguna cazuela cayeron sobre el cura, el carro y la carga.

 

            Corrió a cobijarse junto a una casa, pero ya nadie le arrojaba nada. Se concentraron, ahora con mayor violencia, en el cajón de pino.  Desde su refugio el cura les increpó.

 

—¡Cobardes, no tuvisteis arrestos para enfrentarle entonces, sólo ahora os atrevéis con él! ¡Cobardes, desalmados! ¿No habéis tenido bastante con matarle? Sí, vosotros le habéis matado. De hambre y desprecio, de abandono. 

           

Por un momento, pareció que menguaban las pedradas. Quizá las palabras del cura hacían vacilar las manos que se escondían en las casas. Pero enseguida volvieron a ensañarse con el ataúd.  De nuevo arreciaron los insultos, que, desde que empezó la tormenta de piedras, habían cesado; como si no fueran necesarios porque ya los actos lo decían todo.

 

Entonces un hombre apareció al final de la calle.  No era muy alto, pero sí robusto. Llevaba una capa de agua, oscura, que le llegaba a media caña de las botas recias, y un sombrero negro tan encajado sobre la frente que apenas se distinguían los ojos. Algo en su forma de caminar anunciaba un propósito. Ignorando las piedras y los improperios que vomitaban las ventanas, se plantó en dos zancadas junto al carro, sacó una escopeta de entre los pliegues de su capa y disparó al aire.  

 

Durante unos minutos la tarde recobró la calma, otra vez pudieron escucharse las gotas de lluvia bailando sobre el cajón de pino.  El hombre llamó al cura, que seguía al resguardo del muro, y señaló con la escopeta hacia adelante. El sacerdote dudó un momento, luego agarró el ronzal de la mula y el carro enfiló la calle hacia las afueras del pueblo.

 

 El cortejo, ahora escoltado por el hombre de la capa, avanzaba despacio cuando una piedra fue a estrellarse en el cajón. El forastero se giró rápidamente e hizo varios disparos a las ventanas. Cuando cesaron los gritos y el estrépito de cristales rotos se encaró con las puertas cerradas.

 

—Aquí nadie va a tocar al muerto—dijo despacio y  sin alzar la voz que, no obstante, pareció rebotar en las paredes—. O me lo llevo con él.

 

            Después de eso ya nada interrumpió la marcha hasta el cementerio. El cura quería preguntar, quería saber. Pero miró de reojo al  desconocido y decidió callar. Hicieron el resto del camino en silencio y, sin pronunciar palabra, empapándose bajo la lluvia fría,   cavaron la tumba.

 

 No pudieron bajar el cajón. Hacían falta al menos cuatro hombres para sujetar las gruesas cuerdas que se usaban para el descenso. Antes de que el cura pudiera decir nada, el hombre había roto la caja con el canto de la pala y Argimiro Fuentes, envuelto en una sábana remendada, les miraba, los ojos agrandados en un último espasmo.  El forastero alzó el escuálido cuerpo en brazos y lo dejó caer en la fosa. A los pies de la tumba, sin hacer caso de la lluvia que resbalaba desde el ala del sombrero y se le metía por el cuello de la capa, esperó a que el cura terminara su responso. Y después, mientras el sacerdote comenzaba a arrojar paladas de tierra húmeda, cargó la escopeta y descerrajó tres tiros sobre el cadáver. “Este muerto era mío”, dijo. Luego desapareció tras el portón del cementerio.

 

 

 

 

MaG Pascual

octubre 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario