El
entierro de Argimiro Fuentes
El día de la muerte de Argimiro
Fuentes amaneció despejado. Pero a
las cuatro de la tarde ya las nubes, empujadas por un viento repentino,
ensombrecían todo el cielo. Las campanadas graves y pausadas del toque de
difuntos se entremezclaron con los primeros truenos. Tal vez por eso, porque
nadie escuchó el anuncio, sólo el cura y su ama -que también tuvo que amortajarle-
velaron esa noche el cadáver.
Pero a la tarde
siguiente ya nadie pudo fingir que no sabía. Tras los visillos, desde el fondo
de los oscuros zaguanes, abiertos, todos los ojos de aquel pueblo observaron el
tosco cajón de pino en el que Argimiro Fuentes recorría por última vez las
calles embarradas. Como tampoco apareció ningún hombro que lo llevara, el cajón
iba sobre un carro tirado por una mula
vieja.
Una lluvia menuda y fría,
que no había cesado desde la víspera, iba calando al cura, que tiraba del
ronzal y caminaba al resguardo de un paraguas negro, enorme, con las varillas
torcidas. Nadie más acompañaba al
cuerpo. Flotaba en el aire un espeso silencio: se había interrumpido toda labor,
el ganado estaba recogido en los
establos. Mientras el mísero cortejo avanzaba despacio, sólo se oía el leve
repiqueteo de la lluvia sobre el cajón.
Desde una ventana un
hombre gritó.
—¡Padre, déjelo! ¡Al arroyo con él,
ese perro no merece descansar con los nuestros!
La tarde se llenó de
voces airadas. Desde cada casa, al paso
del carro, todas las bocas del pueblo fueron escupiendo sus injurias sobre
Argimiro Fuentes. No maldecían al viejo consumido que había regresado hacía unos
meses, apenas una sombra de sí mismo. En lo que a aquel hombre se refería, el
tiempo se había detenido: la memoria colectiva quedó embarrancada en una noche
de enero de hacía más de veinte años.
El
cura se detuvo, plegó el paraguas, y extendió las manos bajo la lluvia.
—Ya pagó lo que debía en este mundo,
dejad que descanse en paz —dijo, recorriendo
la calle con la mirada.
Una
piedra fue a enterrarse en el barro, junto a sus botas empapadas. Luego cayó
otra, que rebotó en el cajón con un golpe sordo. Parecía una señal convenida,
de todas las ventanas empezaron a llover piedras y tacos de madera. Hasta
cucharas, tazas y alguna cazuela cayeron sobre el cura, el carro y la carga.
Corrió
a cobijarse junto a una casa, pero ya nadie le arrojaba nada. Se concentraron,
ahora con mayor violencia, en el cajón de pino. Desde su refugio el cura les increpó.
—¡Cobardes, no tuvisteis arrestos
para enfrentarle entonces, sólo ahora os atrevéis con él! ¡Cobardes,
desalmados! ¿No habéis tenido bastante con matarle? Sí, vosotros le habéis
matado. De hambre y desprecio, de abandono.
Por un momento, pareció
que menguaban las pedradas. Quizá las palabras del cura hacían vacilar las
manos que se escondían en las casas. Pero enseguida volvieron a ensañarse con
el ataúd. De nuevo arreciaron los
insultos, que, desde que empezó la tormenta de piedras, habían cesado; como si
no fueran necesarios porque ya los actos lo decían todo.
Entonces un hombre
apareció al final de la
calle. No era muy
alto, pero sí robusto. Llevaba una capa de agua, oscura, que le llegaba a media
caña de las botas recias, y un sombrero negro tan encajado sobre la frente que
apenas se distinguían los ojos. Algo en su forma de caminar anunciaba un
propósito. Ignorando las piedras y los improperios que vomitaban las ventanas,
se plantó en dos zancadas junto al carro, sacó una escopeta de entre los
pliegues de su capa y disparó al aire.
Durante unos minutos la
tarde recobró la calma, otra vez pudieron escucharse las gotas de lluvia bailando
sobre el cajón de pino. El hombre llamó
al cura, que seguía al resguardo del muro, y señaló con la escopeta hacia
adelante. El sacerdote dudó un momento, luego agarró el ronzal de la mula y el
carro enfiló la calle hacia las afueras del pueblo.
El cortejo, ahora escoltado por el hombre de
la capa, avanzaba despacio cuando una piedra fue a estrellarse en el cajón. El
forastero se giró rápidamente e hizo varios disparos a las ventanas. Cuando
cesaron los gritos y el estrépito de cristales rotos se encaró con las puertas
cerradas.
—Aquí nadie va a tocar al
muerto—dijo despacio y sin alzar la voz
que, no obstante, pareció rebotar en las paredes—. O me lo llevo con él.
Después
de eso ya nada interrumpió la marcha hasta el cementerio. El cura quería
preguntar, quería saber. Pero miró de reojo al
desconocido y decidió callar. Hicieron el resto del camino en silencio
y, sin pronunciar palabra, empapándose bajo la lluvia fría, cavaron
la tumba.
No pudieron bajar el cajón. Hacían falta al
menos cuatro hombres para sujetar las gruesas cuerdas que se usaban para el
descenso. Antes de que el cura pudiera decir nada, el hombre había roto la caja
con el canto de la pala y Argimiro Fuentes, envuelto en una sábana remendada,
les miraba, los ojos agrandados en un último espasmo. El forastero alzó el escuálido cuerpo en
brazos y lo dejó caer en la
fosa. A los pies de la tumba, sin hacer caso de la lluvia que
resbalaba desde el ala del sombrero y se le metía por el cuello de la capa,
esperó a que el cura terminara su responso. Y después, mientras el sacerdote comenzaba
a arrojar paladas de tierra húmeda, cargó la escopeta y descerrajó tres tiros
sobre el cadáver. “Este muerto era mío”, dijo. Luego desapareció tras el portón
del cementerio.
MaG Pascual
octubre 2013
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