EL REBELDE
María D. de León
Madrid, 12.02.13
El calorcillo baja de intensidad. Abre el ojo: un desconocido parado ante él le está privando del sol de otoño. La intensidad de la medio mirada, harto elocuente, aleja unos pasos al intruso. Éste elige otra zona soleada para sentarse.
“¡Vaya “pasmao”!. Fijo, se ha perdido”- piensa y trata de volver al estado de beatitud. Desprecia a tipos de semejante pelaje: “Un romano, no hay mas que verle: relamido, collarcito al cuello... Los de su especie me dan grima… Mientras no me quite el sol ni intente abordarme, a mi como si se cuelga un cascabel.”
Pero, el recién llegado le ha sacado del estado de nirvana. La mente se activa: “El tio no me ha molestado a conciencia; detecto su vigilancia, pero no ha intentado abordarme de nuevo. Sin embargo, me turba. Me trae a la memoria recuerdos del pasado.”
Se ve disfrutando, en su ignorancia, del sometimiento. Romper el yugo de la dependencia acarreó un sinfín de pérdidas: cariño, confort, seguridad… Se relame evocando el perfume de ciertas golosinas.
Es posible que la vida de aquel individuo, blandengue y tímido, fuera similar a la que él disfrutó. Todo se controlaba, se regulaba: los menús, la libertad de movimiento, las prohibiciones, el sexo, las visitas al médico, las caricias... Y eso que a él no se le engatusaba con facilidad. Se saltaba a voluntad las normas.
Don Pío, el abuelo de Laurita y Jorge, que entendía mucho de rebeldía y de inconformismo, le llamaba bárbaro: “Atila, tu no eres un romano, sino un bárbaro salvaje. A ti no hay quien te domestique.” Se había quedado con aquel apelativo; le gustaba. Oyó decir, que el abuelito, hombre muy leído, repetía desde joven: “Prefiero ser el primero entre los bárbaros que el segundo entre los romanos…” Pues si señor, asi pensaba él también.
¿Qué le impulsó a abandonar la casa? “En la calle uno está solo. Sin buscarlo, cuando menos se espera, surge un rival. Se compite por la pieza mas suculenta, el territorio, la mejor chica. Importa el dia, el momento, el aquí y el ahora.. Si tengo hambre y puedo, como. No acumulo para un mañana que no existe. Tengo sed y el agua de cualquier fuente me basta. Ando ligero de equipaje, sin atadura. Amo cuando me lo pide el cuerpo”.
Se ha curtido, ha perdido un ojo y dos dientes, cojea, surcos y peladuras como grafitos recorren la piel. Hoy se le tiene por el más fiero y nadie se le enfrenta.
“He vuelto a perder el hilo: cosas de la edad. Elegí la existencia del forajido. He adelgazado, la musculatura se ha fortalecido, me he recuperado del anquilosamiento de la felicidad. El estado de alerta constante me ha devuelto la astucia y el instinto atribuidos a los de mi especie. Estar tuerto ha estimulado le agudeza del oído y del olfato.
A pesar del tiempo transcurrido, y reafirmado en mi decisión, aquella imagen se mantiene nítida en la mente. Si, los celos provocados por aquel pequeño ser fueron el detonante.”
Un repugnante cachorro de Golden retriever, descolorido, torpe y meón, le había destronado. Nadie atendía a las demandas de caricias, olvidaban reponer el agua y a veces hasta de abrirle la lata de la comida. Si se orinaba en la alfombra, para llamar la atención, le restregaban el hocico por el cuerpo del delito: un asco.
El amor propio le impulsó a recuperar su estado primigenio de salvaje callejero. Se acabó eso de romano domesticado como dicen los expertos.”
Estas consideraciones le han confirmado lo acertado del cambio. A veces, en momentos de debilidad las dudas le atormentaron reprochándose las consecuencias de un orgullo infantil.
Atila, el gato romano de otros tiempos, se despereza y ronronea con satisfacción: “Igual convierto a ese novato reprimido en un ser libre a mi imagen, semejanza y servicio. Dentro de poco necesitaré ayuda. Tiene gracia, de ser el primero entre los bárbaros, pasaré a ser, también, el primero entre los romanos.”
A penas una oscilación del rabo levantado en arco indican al futuro acólito que el maestro le invita a acercarse. El adoctrinamiento acaba de iniciarse.
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