LA CHARCA DEL TUERTO
Madrid, 07.11.12
María D. de León
La Charca del Tuerto era en realidad una pequeña poza alimentada por un manantial carente de pretensiones. En la época estival representaba para la chiquillería y los jóvenes su principal fuente de entretenimiento. En aquella zona austera en follaje, la vegetación se había volcado sin miramientos en torno a las aguas: dos sauces llorones, tres chopos, unas matas de endrinas, zarzas, alguna ortiga, y lo conocido como yerbajos, verdes hasta agosto. Escondidos entre media docena de cañas y otros tantos juncos, sapitos y ranas espiaban a los visitantes.
Los habitantes del pueblo, ajenos a toda sensibilidad estética, se habían mostrado indiferentes hasta la llegada de doña Amparo, la maestra. Dicen que al ver por primera vez el minúsculo lago persignándose exclamó:
-- ¡Bendito sea el Señor, magno artífice del mundo! Nos ha bendecido donándonos tan bella señal de su magnanimidad creadora.
No entendieron gran cosa, pero dedujeron que si a la maestra le había gustado, sin duda, merecía la pena visitar con mayor frecuencia el lugar. Se empaparían de la bendición divina.
Don Fermín el médico y don Laureano el coadjutor, en cuanto amanecía salían a caminar leyendo: Voltaire el primero y su breviario el segundo. Gustaban de coincidir en la poza donde daban por concluidas sus respectivas meditaciones. Enfrascados en animada conversación regresaban a sus obligaciones. En el camino se cruzaban con el señor Damián y el señor Agapito. Éstos, a pasitos cortos, sin prisa, unas veces charlando y otras callando, se llegaban hasta la zona de verdor, liaban un cigarrito, se lo fumaban y retornaban en pos del chato de antes del almuerzo.
En la época de vacaciones, a partir de las once y hasta la hora de comer, los chavales se apropiaban de la charca. Los animalejos callaban y se escondían. Existían normas no escritas sobre el uso y disfrute de aquellas aguas: las chicas no podían aparecer por allí a esas horas. Ellos se bañaban en pelota picada o en calzoncillo. A pesar de todo, a veces, cuando la algarabía decrecía se oían risitas sofocadas que sonaban a niña. Si ellos se daban cuenta, se mostraban más brutotes y osados. Alguno se ocultaba y corría a vestirse; los colegas se reían y atribuían su timidez al tamaño del pito.
Por las tardes, tras la merienda, cuando bajaba la calorina, las tornas se cambiaban. Las madres acudían con sus hijas, la sillita plegable y la labor. La clase de costura o de bolillos no entusiasmaba a las pequeñas. Éstas preferían meter los pies en el agua, jugar con la muñeca de la amiga, contarse secretos a la oreja aunque fueran cosa de vieja, vigilar de reojillo por si aparecían los chicos en la la franja perimetral… Con las niñas entretenidas, las mujeres aprovechaban para criticar en grupos a troche y moche. Cuando el rojo del cielo se desvanecía, recogían y retornaban a casa. Las jovencitas remoloneaban y volvían la cabeza. Si se encontraban con una mirada de merodeador, le sacaban la lengua y riendo echaban a correr.
Como no tenían estación de tren, la gente joven, a la caída de la tarde, emprendía el camino del manantial. Ellas, de cuatro en cuatro, se agarraban del brazo; ellos, manteniendo una distancia prudencial, berreaban risotadas como ciervos en celo. Las parejas se iban formando y pasaban al siguiente ritual: paseo a la luz de la luna. A las madres este cambio les producía un cierto desasosiego; a los sapos y ranas les gustaban, tan calladitas. A veces, se caían besos al agua: ellos se lanzaban a la captura de aquellas burbujas perfumadas y dulces. Más de una vez, sin ellos enterarse, fueron testigos de la transformación de una adolescente en mujer.
Lola, la mujer-mujer oficial cerraba el dia, o inauguraba la mañana,
según se mirara. Casi todas las noches efectuaba una o varias visitas a la zona: eso si, nunca extendía dos veces la manta en el mismo sitio. A los batracios no les gustaba; era ruidosa e interrumpía sus románticos conciertos de croac, croac. Con los ojos saltones de indignación y la boca desparramada en un mohín de disgusto querían hacerle patente su aversión. Ella los ignoraba y mantenía su trajín.
¿Y los hombres del pueblo? Pues tan ricamente en la taberna, jugando a las cartas o al dominó, tomándose lo que correspondía según la hora: aguardiente, carajillo, vino… De vez en cuando , alguno que otro, acompañaban a Lola.
Una mañana, don Fermín y don Laureano vieron en medio del agua algo parecido a dos enormes hogazas flotando, la una pegada a la otra. Al acercarse descubrieron su error: se trataba de unas rotundas nalgas humanas. Avisada la Guardia Civil, nada mas verlas el cabo dictaminó: “Es la Lola…” La Benemérita procedió a retirar el cuerpo del líquido elemento. Todo su atuendo estribaba en unas medias negras enrolladas por debajo de las rodillas. El agente extrajo de entre los dedos agarrotados de la mano derecha una bola de vidrio. Cuando descubrió la auténtica naturaleza del objeto dio un respingo: “¡Coño, un ojo de cristal!”
Don Laureano, sin pedir permiso a nadie, aprovechó para administrarle la extremaunción.
El pregonero, por orden del señor alcalde, comunicó a los vecinos el luctuoso suceso a la par que se anunciaba el hallazgo del mencionado globo ocular. Nadie lo reclamó.
A la Lola, como le habían suministrado los santos óleos, la enterraron como cristiana de toda la vida. Ante la muerte todos perdonan.
La gente del pueblo dejó de frecuentar la poza: les infundía respeto y miedo ¿Y si el asesino tuerto volvía a por su ojo? Todos sabían con certeza que se trataba de un asesinato.
El manantial echaba en falta el ajetreo de otros tiempos; se aburría, languidecía. Acabó por dejar de manar. Dadas las circunstancias, el Señor decidió desplazar la huella de su magnanimidad creadora hacia el norte, monte arriba. En el pueblo repercutió poco, solo quedaban los viejos y estos pasaban de toda belleza que no fueran dos buenas tetas, dada la escasez a que se veían sometidos.
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