martes, 26 de febrero de 2013

Vicente Ibáñez y Marta Ibáñez "Una historia de París"

  UNA HISTORIA DE PARÍS

Finalizaba el año 1885 y un joven muchacho, de unos 17 años vagaba sin rumbo por las calles de la espléndida capital francesa. Se llamaba Raphael y decir que su vida había sido mala era quedarse corto. Nadie conocía su nacionalidad, solo sus padres. Pero ellos ya no podían decírselo, su padre murió de una terrible y dolorosa enfermedad en los suburbios de Roma, junto a él y su madre, que, abrumada por el dolor de la pérdida de su marido decidió tirarse al río Tíber desde el puente más alto de la ciudad. El pobre Raphael, con tan solo 8 años, un dolor increíble en su pecho y el peso de todo el mundo sobre sus hombros, emprendió una marcha a donde quisiera el cruel destino llevarle. Y así fue como, 2 años más tarde, el pequeño llegó al glorioso Paris, aunque para él fuera otra ciudad cualquiera.
Esos tristes ojos verdes, que cautivaban a cualquiera que los mirara, se posaban ahora ante una gran obra que había encontrado andando por las calles. Se rumoreaba que, en ese lugar, estaban construyendo una especie de torre altísima de metal. “Bah, ¿para que necesitará este sitio una torre? ¡La gente gasta el dinero en unas cosas más estúpidas…!” pensaba mientras se colocaba la gorra y decidió ir al café y llegar un poco antes al trabajo. Así de monótona era su vida, todos los días lo mismo. A veces pensaba en lo fácil que sería saltar desde algún sitio y acabar con eso. “No” pensaba en esos momentos “tengo que vivir y disfrutarlo, se lo debo a papá y a mamá”
Y, con una lentitud digna de prodigio, llegó el mes de Mayo. A Raphael le gustaba ese mes, no hacía mucho calor y se podía pasear a gusto. Pensó que podría ir a ver esa torre que acababan de inaugurar, la “Torre Eiffel”. Con paso lento pero decidido se encaminó hacia allá, disfrutando del tiempo. Cuando llegó se quedó cautivado. Era una torre de metal, de color metal, pero enorme. “Madre mía” pensó “debe de medir muchísimo, más de 100 pisos”.
Todos los días daba un buen paseo desde su casa hasta el café para ver la torre, porque cada vez que la veía se sentía un poco mejor. Un día, un domingo a mediados de Junio, se enteró de que habían permitido el acceso a la parte alta de la torre. Se colocó la gorra y fue hacía allá, por el camino se compró un helado y disfrutó como las pocas veces que, estando sus padres en vida, le habían comprado uno y charlaban distendidamente por las calles de Roma.
Subiendo por la escalera y mirando hacia abajo para no ver el paisaje antes de tiempo llegó a la cúspide. Se acercó a la barandilla y se agarró fuerte, por el vértigo. Poco a poco abrió los ojos que había cerrado momentos antes y observó, maravillosamente cautivado la preciosa vista de esa que ahora era su ciudad. Corría el viento y eso hizo que su preciada gorra cayera hacia atrás y perdiéndose enseguida de vista. Raphael rió, feliz como no lo estaba desde hace mucho tiempo, “¿Qué más da? ¡Ya me compraré otra!”. Y así fue como Raphael recuperó la alegría gracias a esa majestuosa torre que todavía hoy se alza en la espectacular ciudad de la luz, en el precioso y asombroso Paris.
FIN

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