miércoles, 6 de marzo de 2013

El monólogo interior


MONÓLOGO INTERIOR

 

 

El monólogo interior es una técnica narrativa por medio de la cual los pensamientos de los personajes son revelados de manera que parecen no estar controlados por el autor. El propósito del monólogo interior es el de revelar lo más íntimo del personaje. Esta técnica narrativa es capaz de enmarcar las experiencias emocionales mientras están ocurriendo, a nivel consciente e inconsciente. En ella, el autor opta por no distinguir entre niveles de conciencia; maneja complejos patrones de memoria, imágenes y fantasías para representar sensaciones y emociones “en bruto”. Se trata, pues, de la representación del “discurso” interior de un personaje.

 

El monólogo se distingue del soliloquio en cuanto que ocurre antes de cualquier verbalización, a un nivel pre-discursivo; intenta representar la naturaleza fragmentaria del pensamiento antes de ser organizado, con intenciones comunicativas, por quien lo piensa. Este nivel pre-discursivo da a la narrativa un sentido mucho mayor de realismo psicológico, de intimidad con el personaje. El lector se siente testigo presencial, no mero receptor, de sus pensamientos. Pues el monólogo interior es un flujo de la conciencia [referencia cruzada con el concepto flux de la consciència], que se encarga de presentar al lector el curso de la misma precisamente como está ocurriendo en la mente del personaje. Mediante esta técnica, el personaje parece estar (valga la redundancia) pensando sus pensamientos, más que explicándolos a alguien. Así pues, los términos flujo de la conciencia y monólogo interior se usan, muchas veces, indistintamente, sobre todo en la tradición anglosajona. Algunos autores, no obstante, distinguen el flujo de la conciencia [referencia cruzada con el concepto flux de la consciència] —es decir, el fenómeno psíquico propiamente dicho—, del monólogo interior —la formulación verbal de este fenómeno. 

 

El término monólogo interior fue usado por primera vez por el filósofo y psicólogo estadounidense William James en su libro Principios de la psicología (1890), y poco después el término se utilizó literariamente. Quizás, quien le da el máximo desarrollo al concepto de monólogo interior sea el escritor irlandés James Joyce. Éste dice haberlo descubierto en el libro Les Lauriers sont coupés del novelista francés Édouard Dujardin, quien, hablando a su vez de Joyce, define el monólogo interior como “el discurso sin auditor y no pronunciado, mediante el cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos, más cercanos al inconsciente, anteriores a cualquier organización lógica, es decir, en embrión, y para ello se vale de frases directas reducidas sintácticamente a lo indispensable, para dar así la impresión de ‘lo magmático’”. Joyce explora en Ulysses monólogos interiores, con los que contrasta claramente tres personajes de diferente racionamiento y clase social. El más célebre, al menos como fragmento literario autónomo, es el monólogo de Molly Bloom con el que termina el libro.

 

Hay otros exponentes de monólogo interior o flujo de la conciencia. La escritora inglesa Virginia Woolf, cuyas novelas Al faro y Las olas, en particular, exploran la interioridad de los personajes conservando, sin embargo, el orden gramatical y sintáctico que el monólogo joyceano desprecia. El escritor estadounidense William Faulkner, en cambio, recibió directamente la influencia del Ulysses. En El ruido y la furia y en ciertos pasajes de ¡Absalón, Absalón!, Faulkner se vale de la técnica para construir la identidad del personaje. En aquella novela, por ejemplo, el monólogo de Benjy revela su condición de retrasado mental sin jamás mencionarla directamente. Así, la narración gana en autonomía y en verosimilitud.

 

En TIEMPO DE SILENCIO, Luis Martín Santos tiene pasajes magistrales utilizando esta téctnica narrativa. Observemos este ejemplo:

 

Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he

enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con

sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y

la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez:

«Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba

extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que

ha pisado el cable. « ¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!»

Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay más.» «Ya

no hay más.» ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba,

frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad

nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de

cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica

-comprende- la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién

podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey

alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca

espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales,

coaguladas en su cristalito, inmóviles -ellas que son el sumo

movimiento-. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono,

sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con sonrisa de

merienda, con sonrisa gruesa. «Qué belfos, Amador.» La cepa MNA tan

prometedora. Suena otra vez el teléfono. Lo olvido. «¿Por qué se ríe,

Amador? ~De qué se ríe usted?» Sí, ya sé, ya. Se acabaron los ratones.

Nunca, nunca, a pesar del hombre del cuadro y de los ríos que se pierden

en la mar. Hay posibilidad de construir unas presas que detengan la

carrera de las aguas. ¿Pero, y el espíritu libre? El venero de la inventiva.

El terebrante husmeador de la realidad viva con ceñido escalpelo que

penetra en lo que se agita y descubre allí algo que nunca vieron ojos no

ibéricos. Como si fuera una lidia. Como si de cobaya a toro nada hubiera,

como si todavía nosotros a pesar de la desesperación, a pesar de los

créditos. Esa cepa cancerosa comprada con divisas otorgadas por el

Instituto de la Moneda. Traída desde el Illinois nativo. Y ahora,

concluida. Amador sonríe porque alguien le habla por teléfono. ¿Cómo

podremos nunca, si además de ser más torpes, con el ángulo facial

estrecho del hombre peninsular, con el peso cerebral disminuido por la

dieta monótona por las muelas, fabes, agarbanzadas leguminosas y

carencia de prótidos? Sólo tocino, sólo tocino y gachas. Para los hombres

como Amador, que ríen aunque están tristes, sabiendo que el último

ratón de la cepa MNA perdido nos indica que nunca, nunca el

investigador ante el rey alto recibirá la copa, el laurel, una antorcha

encendida con que correr ante la tribuna de las naciones y proclamar la

grandeza no sospechada que el pueblo de aquí obtiene en la lidia con esa

mitosis torpe que crece y destruye, igual aquí que en el. Illinois nativo,

las carnes frescas de las todavía no menopáusicas damas, cuya sangre

periódicamente emitida ya no es vida sino engaño, engaño. «Betrogene.»

Muerte vencida. «Detente, coge el recepto-remisor negro, ordena al

Ministro del ramo, dile que la investigación, oh, Amador, la investigación

bien vale un ratón.» No rías más y, sobre todo, no eches esas gotitas de

saliva que hacen sospechar de tu educación y de tu inteligencia. «En

guerra comíamos las ratas. Para mí que son más sabrosas que el gato.

De gato estoy ya hasta aquí. Los gatos que hemos tomado. Éramos tres.

Lucio, Muecas y servidor.» Proteínas para el pueblo desnutrido. Cuyas

mitosis -éstas normales- carenciales, en el momento de la emigración de

las motoneuronas hacia el córtex, por falta de tales principios renquean

y perecen, tal vez disminuyen su número, tal vez se disponen de modo

poco ordenado o deficiente, tal vez siguen mancas de las necesarias

ramificaciones. Y así quedamos, incapaces para el descubrimiento de las

causas de la neoplasia destructora. Amador me mira. Ve mi rostro

ridículo. Eso le hace reír. En el binocular, a falta de electrónico, porque

no hay créditos, haciendo un recuento de núcleos monstruosos y

Amador, ya con su boina parda, todavía con su bata blanca puesta se va

a lo de atrás, donde aúllan los tres perros flacos que sólo de vez en

cuando orinan tanto y huelen tan fuerte. Amador, deseando acabar con

los perros, como ha acabado con la cepa, espera una orden que yo no

doy, sino que miro y escucho, queriendo oír lo que pueda decirme que

me saque de esto. «Muecas tiene», dice Amador. Error. No todo ratón es

cancerígeno. No todo ratón es de la cepa del Illinois nativo, hábilmente

seleccionada entre dieciséis mil cepas, en laboratorios traslúcidos de

paredes brillantes de vidrio, con aire acondicionado ex profeso para la

mejor vida ratonil. Hábilmente seleccionada a través de las familias de

ratones autopsiados, hasta descubrir el pequeño tumor inguinal y en él

implantada la misteriosa muerte espontánea destructora no sólo de

ratones. Las rubias mideluésticas mozas con proteína abundante

durante el período de gestación de sus madres de origen sueco o sajón y

en la posterior lactancia y escolaridad. Aunque hermosas, insípidas pero

nunca oligofrénicas, con correcta emigración de neuroblastos hasta su

asentamiento ordenado en torno al cerebro electrónico de carne y lípidos

complejos, que utilizan ahora para hacer recuentos de mitosis en el

palacio transparente. Así esa cepa aislada, extinguida ahora aquí por

culpa de falta de vitaminas, tras haber gastado en ella los menguados

créditos del Instituto. Traídos del Illinois nativo los ratones -machos y

hembras- separados los sexos para evitar coitos supernumerarios no

controlados. Con provocación de embarazo bien reglada. E n cajas

acondicionadas, por avión, con abundante gasto de divisas. Y ahora se

han acabado, se han ido muriendo a un ritmo más rápido que el de la

reproducción -¡más rápido que el de la reproducción!- y Amador ríe y

dice: «Muecas tiene». Muecas vino aquí, a este aire cargado de olor de

perro aullador que no orina. Al no orinar, víctima de su violenta carga

afectiva, el perro elimina sus esencias por el sudor. Al no sudar más que

por la planta de los pies, el perro elimina su aroma también por el

aliento, con la lengua fuera así colocada a los fines de la transpiración….

 

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