MONÓLOGO INTERIOR
El monólogo interior es una técnica narrativa por medio de
la cual los pensamientos de los personajes son revelados de manera que parecen
no estar controlados por el autor. El propósito del monólogo interior es el de
revelar lo más íntimo del personaje. Esta técnica narrativa es capaz de
enmarcar las experiencias emocionales mientras están ocurriendo, a nivel
consciente e inconsciente. En ella, el autor opta por no distinguir entre
niveles de conciencia; maneja complejos patrones de memoria, imágenes y fantasías
para representar sensaciones y emociones “en bruto”. Se trata, pues, de la
representación del “discurso” interior de un personaje.
El monólogo se distingue del soliloquio en cuanto que ocurre
antes de cualquier verbalización, a un nivel pre-discursivo; intenta
representar la naturaleza fragmentaria del pensamiento antes de ser organizado,
con intenciones comunicativas, por quien lo piensa. Este nivel pre-discursivo
da a la narrativa un sentido mucho mayor de realismo psicológico, de intimidad
con el personaje. El lector se siente testigo presencial, no mero receptor, de
sus pensamientos. Pues el monólogo interior es un flujo de la conciencia
[referencia cruzada con el concepto flux de la consciència], que se encarga de
presentar al lector el curso de la misma precisamente como está ocurriendo en
la mente del personaje. Mediante esta técnica, el personaje parece estar (valga
la redundancia) pensando sus pensamientos, más que explicándolos a alguien. Así
pues, los términos flujo de la conciencia y monólogo interior se usan, muchas
veces, indistintamente, sobre todo en la tradición anglosajona. Algunos
autores, no obstante, distinguen el flujo de la conciencia [referencia cruzada
con el concepto flux de la consciència] —es decir, el fenómeno psíquico propiamente
dicho—, del monólogo interior —la formulación verbal de este fenómeno.
El término monólogo interior fue usado por primera vez por
el filósofo y psicólogo estadounidense William James en su libro Principios de
la psicología (1890), y poco después el término se utilizó literariamente.
Quizás, quien le da el máximo desarrollo al concepto de monólogo interior sea
el escritor irlandés James Joyce. Éste dice haberlo descubierto en el libro Les
Lauriers sont coupés del novelista francés Édouard Dujardin, quien, hablando a
su vez de Joyce, define el monólogo interior como “el discurso sin auditor y no
pronunciado, mediante el cual un personaje expresa sus pensamientos más
íntimos, más cercanos al inconsciente, anteriores a cualquier organización
lógica, es decir, en embrión, y para ello se vale de frases directas reducidas
sintácticamente a lo indispensable, para dar así la impresión de ‘lo
magmático’”. Joyce explora en Ulysses monólogos interiores, con los que
contrasta claramente tres personajes de diferente racionamiento y clase social.
El más célebre, al menos como fragmento literario autónomo, es el monólogo de
Molly Bloom con el que termina el libro.
Hay otros exponentes de monólogo interior o flujo de la
conciencia. La escritora inglesa Virginia Woolf, cuyas novelas Al faro y Las
olas, en particular, exploran la interioridad de los personajes conservando,
sin embargo, el orden gramatical y sintáctico que el monólogo joyceano
desprecia. El escritor estadounidense William Faulkner, en cambio, recibió directamente
la influencia del Ulysses. En El ruido y la furia y en ciertos pasajes de
¡Absalón, Absalón!, Faulkner se vale de la técnica para construir la identidad
del personaje. En aquella novela, por ejemplo, el monólogo de Benjy revela su
condición de retrasado mental sin jamás mencionarla directamente. Así, la
narración gana en autonomía y en verosimilitud.
En TIEMPO DE SILENCIO, Luis Martín Santos tiene pasajes
magistrales utilizando esta téctnica narrativa. Observemos este ejemplo:
Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No
me he
enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha
venido con
sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el
binocular y
la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez:
«Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba
extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es
que
ha pisado el cable. « ¡Enchufa!» Está hablando por teléfono.
«¡Amador!»
Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay
más.» «Ya
no hay más.» ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la
barba,
frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su
inferioridad
nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta
de
cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad
explica
-comprende- la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre.
¿Quién
podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del
rey
alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la
península seca
espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis
anormales,
coaguladas en su cristalito, inmóviles -ellas que son el sumo
movimiento-. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono,
sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con
sonrisa de
merienda, con sonrisa gruesa. «Qué belfos, Amador.» La cepa MNA
tan
prometedora. Suena otra vez el teléfono. Lo olvido. «¿Por qué se
ríe,
Amador? ~De qué se ríe usted?» Sí, ya sé, ya. Se acabaron los
ratones.
Nunca, nunca, a pesar del hombre del cuadro y de los ríos que se
pierden
en la mar. Hay posibilidad de construir unas presas que detengan
la
carrera de las aguas. ¿Pero, y el espíritu libre? El venero de la
inventiva.
El terebrante husmeador de la realidad viva con ceñido escalpelo
que
penetra en lo que se agita y descubre allí algo que nunca vieron
ojos no
ibéricos. Como si fuera una lidia. Como si de cobaya a toro nada
hubiera,
como si todavía nosotros a pesar de la desesperación, a pesar de
los
créditos. Esa cepa cancerosa comprada con divisas otorgadas por el
Instituto de la Moneda. Traída desde el Illinois nativo. Y ahora,
concluida. Amador sonríe porque alguien le habla por teléfono.
¿Cómo
podremos nunca, si además de ser más torpes, con el ángulo facial
estrecho del hombre peninsular, con el peso cerebral disminuido
por la
dieta monótona por las muelas, fabes, agarbanzadas leguminosas y
carencia de prótidos? Sólo tocino, sólo tocino y gachas. Para los
hombres
como Amador, que ríen aunque están tristes, sabiendo que el último
ratón de la cepa MNA perdido nos indica que nunca, nunca el
investigador ante el rey alto recibirá la copa, el laurel, una
antorcha
encendida con que correr ante la tribuna de las naciones y
proclamar la
grandeza no sospechada que el pueblo de aquí obtiene en la lidia
con esa
mitosis torpe que crece y destruye, igual aquí que en el.
Illinois nativo,
las carnes frescas de las todavía no menopáusicas damas, cuya
sangre
periódicamente emitida ya no es vida sino engaño, engaño. «Betrogene.»
Muerte vencida. «Detente, coge el recepto-remisor negro, ordena
al
Ministro del ramo, dile que la investigación, oh, Amador, la
investigación
bien vale un ratón.» No rías más y, sobre todo, no eches esas
gotitas de
saliva que hacen sospechar de tu educación y de tu inteligencia.
«En
guerra comíamos las ratas. Para mí que son más sabrosas que el
gato.
De gato estoy ya hasta aquí. Los gatos que hemos tomado. Éramos
tres.
Lucio, Muecas y servidor.» Proteínas para el pueblo desnutrido.
Cuyas
mitosis -éstas normales- carenciales, en el momento de la
emigración de
las motoneuronas hacia el córtex, por falta de tales principios
renquean
y perecen, tal vez disminuyen su número, tal vez se disponen de
modo
poco ordenado o deficiente, tal vez siguen mancas de las
necesarias
ramificaciones. Y así quedamos, incapaces para el descubrimiento
de las
causas de la neoplasia destructora. Amador me mira. Ve mi rostro
ridículo. Eso le hace reír. En el binocular, a falta de
electrónico, porque
no hay créditos, haciendo un recuento de núcleos monstruosos y
Amador, ya con su boina parda, todavía con su bata blanca puesta
se va
a lo de atrás, donde aúllan los tres perros flacos que sólo de
vez en
cuando orinan tanto y huelen tan fuerte. Amador, deseando acabar
con
los perros, como ha acabado con la cepa, espera una orden que yo
no
doy, sino que miro y escucho, queriendo oír lo que pueda decirme
que
me saque de esto. «Muecas tiene», dice Amador. Error. No todo
ratón es
cancerígeno. No todo ratón es de la cepa del Illinois nativo,
hábilmente
seleccionada entre dieciséis mil cepas, en laboratorios
traslúcidos de
paredes brillantes de vidrio, con aire acondicionado ex profeso
para la
mejor vida ratonil. Hábilmente seleccionada a través de las
familias de
ratones autopsiados, hasta descubrir el pequeño tumor inguinal y
en él
implantada la misteriosa muerte espontánea destructora no sólo
de
ratones. Las rubias mideluésticas mozas con proteína abundante
durante el período de gestación de sus madres de origen sueco o
sajón y
en la posterior lactancia y escolaridad. Aunque hermosas,
insípidas pero
nunca oligofrénicas, con correcta emigración de neuroblastos
hasta su
asentamiento ordenado en torno al cerebro electrónico de carne y
lípidos
complejos, que utilizan ahora para hacer recuentos de mitosis en
el
palacio transparente. Así esa cepa aislada, extinguida ahora
aquí por
culpa de falta de vitaminas, tras haber gastado en ella los
menguados
créditos del Instituto. Traídos del Illinois nativo los ratones
-machos y
hembras- separados los sexos para evitar coitos supernumerarios
no
controlados. Con provocación de embarazo bien reglada. E n cajas
acondicionadas, por avión, con abundante gasto de divisas. Y ahora
se
han acabado, se han ido muriendo a un ritmo más rápido que el de
la
reproducción -¡más rápido que el de la reproducción!- y Amador ríe
y
dice: «Muecas tiene». Muecas vino aquí, a este aire cargado de
olor de
perro aullador que no orina. Al no orinar, víctima de su violenta
carga
afectiva, el perro elimina sus esencias por el sudor. Al no sudar
más que
por la planta de los pies, el perro elimina su aroma también por
el
aliento, con la lengua fuera así colocada a los fines de la
transpiración….
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