Luna lunera
Mari Carmen Colodrero
Septiembre 2010
Allí estaba la cabina de teléfono, sumida en la oscuridad del
ángulo interior que formaba la calle. La luz de la distante
farola conseguía arrancar leves reflejos de su dura estructura de
acero y cristal.
Ella se iba acercando con aquel paso lento y pertinaz. En unos
momentos la envolvió la negrura.
La luz de la cabina debía estar estropeada, pero dentro se
adivinaba la presencia de una sombra densa que a ella le pareció
la de un hombre de mediana estatura.
Se alejó discretamente unos pasos y luego inició de nuevo aquel
caminar parsimonioso, como un tránsito en la eternidad.
Ella estaba instalada en la paciencia y la resignación: La
señora que le ofrecía trabajo, le había dicho que la llamara a
las doce y ya eran las doce y diez.
Sus oídos oyeron, pero su mente no escuchaba.
De aquel sombrío receptáculo salía una voz áspera, gutural, que
unas veces susurraba y otras gemía como un animal herido.
--Vengan pronto... Plaza de los Rosales. No podré evitarlo...
En la morena cabeza brotó el recuerdo de Don Lorenzo. Que hombre
tan bueno... cuanto le costaba hablar, sus hijos no le entendían.
Tenía aquella herida del cuello que le habían hecho los médicos,
pero ella le entendía. Era tan cariñoso, le daba las gracias por
secarle el sudor o por darle de beber.
La voz llegaba otra vez a sus orejas, pero el cerebro no
comprendía.
--Será inevitable... transformación... mis manos...
Ella estaba inmersa en la laguna fangosa de preocupaciones
dolorosas: El alquiler de la habitación sin pagar. Hacía dos
meses que no enviába dinero para sus hijos. La escasez de
trabajo. Y aquel hombre que no terminaba de hablar.
Se fué alejando de la cabina pausadamente, la cabeza inclinada,
arrastrando la vista sobre la acera, por delante del camino de
sus pies pequeños.
Así pasó de la sombra a la luz.
Una luna enorme y amarillenta, que parecía querer desplomarse
encima de los tejados, derramaba una claridad ambarina sobre la
pequeña plaza.
Cada una de las hojas y ramas de las acácias se percibían
distintamente, impregnadas del color de la putrefacción; las
volutas y las hojas de acanto que adornaban las farolas y
respaldos de los bancos se veían con la nitidez de lo irreal; en
los arriates, los rosales mústios agonizaban entre la hojarasca
impenetrable y viva, como estaban vivas y evidentes las espinas;
las rosas marchitas, resecas unas, otras de pétalos
extrañamente carnosos languidecían bajo un peso inexplicable.
Pero ella no ve nada de eso. Lo que ve es una luna alta y joven,
de brillo blanco azulado, sobre un cielo añil profundo, en el que
las brillantes estrellas pueden nombrarse.
Lo que ve son unos campitos de maíz en los que tallos y hojas
crecen rectos y tersas, donde las mazorcas, a la claridad de la
luna, son como joyas de un dorado pálido.
Ve en la esquina del campo, una casita recién terminada, pintada
de rosa, con su corral y su huerto.
Ahora no tiene la cabeza baja, la tiene levantada y sus ojos se
pierden en una inmensidad de nostalgia.
Un estréppito a su espalda la saca del ensueño, gira sobre si
misma y sin prisa, pero con resolución, se adentra de nuevo en la
oscuridad.
Quizás aquel señor tiene dificultades para abrir la puerta . Más
cerca de la cabina le parece que la sombra del interior ha
crecido.
Escucha sonidos inexplicables: chirridos sobre el cristal,
jadeos, bufidos... El señor está muy enfadado.
Ella está a pocos pasos de la cabina. Enseguida va a prestarle
ayuda.
Todo el cubículo se estremece, un estruendo metálico y de
cristales rotos la dejan atónita, pasmada, paralizada.
Aquel ser mitad hombre, mitad fiera desprende un olor
nauseabundo. Se siente zarandeada por unas garras que han caído
sobre sus frágiles hombros.
No se lamenta, no suplica, no grita. Tan sólo sus ojos y su boca
están desmesuradamente abiertos.
Un zarpazo seco y brutal le echa la cabeza hacia atrás. Se ha
oído el crugir de las vértebras cervicales al romperse.
Ella ya no está cuando la mandíbula de potentes y agudos
colmillos se cierra sobre su garganta.
FIN
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