jueves, 1 de noviembre de 2012

Textos antiguos: Maricarmen Colodrero "Luna lunera"

        Luna lunera
Mari Carmen Colodrero
Septiembre 2010
         
          Allí estaba la cabina de teléfono, sumida en la oscuridad del
          ángulo interior que formaba  la calle. La luz de la distante
          farola conseguía arrancar leves reflejos de su dura estructura de
          acero y cristal.
           Ella se iba acercando con aquel paso lento y pertinaz. En unos
          momentos la envolvió la negrura.
           La luz de la cabina debía  estar estropeada, pero dentro se
          adivinaba la presencia de una sombra densa que a ella le pareció
          la de un hombre de mediana estatura.
           Se alejó discretamente unos pasos y luego inició de nuevo aquel
          caminar parsimonioso, como un tránsito en la eternidad.
           Ella estaba instalada en la paciencia y la resignación: La
          señora que le ofrecía trabajo, le había dicho que la llamara a
          las doce y ya eran las doce y diez.
           Sus oídos oyeron, pero su mente no escuchaba.
           De aquel sombrío receptáculo salía una voz áspera, gutural, que
          unas veces susurraba y otras gemía como un animal herido.
          --Vengan pronto... Plaza de los Rosales. No podré evitarlo...
           En la morena cabeza brotó el recuerdo de Don Lorenzo. Que hombre
          tan bueno... cuanto le costaba hablar, sus hijos no le entendían.
          Tenía aquella herida del cuello que le habían hecho los médicos,
          pero ella le entendía. Era tan cariñoso, le daba las gracias por
          secarle el sudor o por darle de beber.
           La voz llegaba otra vez a sus orejas, pero el cerebro no
          comprendía.
          --Será inevitable... transformación... mis manos...
           Ella estaba inmersa en la laguna fangosa de preocupaciones
          dolorosas: El alquiler de la habitación sin pagar. Hacía dos
          meses que no enviába dinero para sus hijos. La escasez de
          trabajo. Y aquel hombre que no terminaba de hablar.
           Se fué alejando de la cabina pausadamente, la cabeza inclinada,
          arrastrando la vista sobre la acera, por delante del camino de
          sus pies pequeños.
           Así pasó de la sombra a la luz.
           Una luna enorme y amarillenta, que parecía querer desplomarse
          encima de los tejados, derramaba una claridad ambarina sobre la
          pequeña plaza.
           Cada una de las hojas y  ramas de las acácias se percibían
          distintamente, impregnadas del color de la putrefacción; las
          volutas y las hojas de acanto que adornaban las farolas y
          respaldos de los bancos se veían con la nitidez de lo irreal; en
          los arriates, los rosales mústios agonizaban entre la hojarasca
          impenetrable y viva, como estaban vivas y evidentes las espinas;
          las rosas marchitas,  resecas unas,  otras de pétalos
          extrañamente carnosos languidecían bajo un peso inexplicable.
           Pero ella no ve nada de eso. Lo que ve es una luna alta y joven,
          de brillo blanco azulado, sobre un cielo añil profundo, en el que
          las brillantes estrellas pueden nombrarse.
           Lo que ve son unos campitos de maíz en los que tallos y hojas
          crecen rectos y tersas, donde las mazorcas, a la claridad de la
          luna, son como joyas de un dorado pálido.
           Ve en la esquina del campo, una casita recién terminada, pintada
          de rosa, con su corral y su huerto.
           Ahora no tiene la cabeza baja, la tiene levantada y sus ojos se
          pierden en una inmensidad de nostalgia.
           Un estréppito a su espalda la saca del  ensueño, gira sobre si
          misma y sin prisa, pero con resolución, se adentra de nuevo en la
          oscuridad.
           Quizás aquel señor tiene dificultades para abrir la puerta . Más
          cerca de la cabina le parece que la sombra del interior ha
          crecido.
          Escucha sonidos inexplicables: chirridos sobre el cristal,
          jadeos, bufidos... El señor está muy enfadado.
           Ella está a pocos pasos de la cabina. Enseguida va a prestarle
          ayuda.
           Todo el cubículo se estremece, un estruendo metálico y de
          cristales rotos la dejan atónita, pasmada, paralizada.
           Aquel ser mitad hombre, mitad fiera desprende un olor
          nauseabundo. Se siente zarandeada por unas garras que han caído
          sobre sus frágiles hombros.
           No se lamenta, no suplica, no grita. Tan sólo sus ojos y su boca
          están desmesuradamente abiertos.
           Un zarpazo seco y brutal le echa la cabeza hacia atrás. Se ha
          oído el crugir de las vértebras cervicales al romperse.
           Ella ya no está cuando la mandíbula de potentes y agudos
          colmillos se cierra sobre su garganta.

           FIN

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