lunes, 7 de enero de 2013

Los cien genios de la literatura según Bloom Harold Bloom

Los cien genios de la literatura según Bloom

Después de su polémico "El canon occidental", Harold Bloom vuelve a la carga con "Genios", un ensayo monumental que esta semana llega a las librerías argentinas. En sus casi mil páginas, uno de los críticos literarios más influyentes de la actualidad plantea una definición personal del genio literario y justifica el centenar de nombres que integran su lista. Aquí, un adelanto exclusivo de libro y del capítulo que le dedica a J. L. Borges.
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HAROLD BLOOM.



Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.
Dado que mi pericia sólo cubre el ámbito de la crítica literaria y, hasta cierto punto, de la religiosa, no hay nada en este libro sobre Einstein, Delacroix, Mozart o Louis Armstrong. Este es un mosaico de genios de la lengua, aunque Sócrates pertenece a la tradición oral y el islamismo afirma que Alá dictó el Corán a Mahoma.
Todo parece indicar que ahora vacilan quienes desestimaron el genio como un fetiche del siglo XVIII. El pensamiento grupal es la plaga de nuestra Era de la Información y su efecto es más pernicioso en nuestras obsoletas instituciones académicas, cuyo largo suicidio empezó en 1967. El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.
Este libro difiere de mi trabajo anterior en que sólo busco definir, de la mejor manera posible, el genio particular de mis cien personajes. He mezclado la crítica literaria y la biográfica, pero he eludido prácticamente del todo la perspectiva histórica.
Nadie se opone a contextualizar o a darle un trasfondo a una obra. Pero no me interesa disminuir la literatura, o la espiritualidad, o las ideas, con la excesiva determinación historicista. Las mismas fuerzas sociales, económicas y culturales producen simultáneamente obras inmortales y obras que no trascienden su propia época. Thomas Middleton, Philip Massinger y George Chapman compartieron los mismos recursos culturales que supuestamente modelaron Hamlet y El rey Lear. Las mejores 25 (de 39) piezas de Shakespeare son obras maestras. Dado que no sabemos cómo más explicar a Shakespeare (o a Dante, o a Cervantes, o a Goethe, o a Walt Whitman), ¿qué podría ser mejor que retomar el estudio del antiguo concepto de genio? El talento no puede ser original, el genio debe serlo.

¿Qué es el genio?
Dado que mi libro, al presentar un mosaico de cien genios auténticos, pretende proporcionar criterios para el juicio, me arriesgaré con una definición absolutamente personal del genio, una que quisiera ser útil en los primeros años de este siglo. Me parece problemática la presencia del carisma al lado del genio. De los cien personajes que aparecen en este libro, yo conocí a tres —Iris Murdoch, Octavio Paz y Ralph Ellison— que murieron hace relativamente poco. Más atrás, recuerdo encuentros breves con Robert Frost y Wallace Stevens. Todos ellos impresionantes de una u otra forma, pero carentes del brillo y de la autoridad de Gershom Scholem, cuyo genio era palpable a pesar de su ironía y de su fino sentido del humor.
William Hazlitt escribió un ensayo sobre las personas que uno hubiera querido conocer. Miro la lista cabalística en el contenido y me pregunto a quién escogería. El crítico Saint-Beuve nos aconsejó que nos preguntáramos a nosotros mismos: ¿qué habría pensado de mí este autor que estoy leyendo? Mi héroe particular entre estos cien es el doctor Samuel Johnson, el dios de la crítica literaria, pero no tengo el valor de enfrentar su juicio.
El genio hace valer su autoridad sobre mí cuando reconozco poderes mayores que los míos. Emerson, el sabio a quien intento seguir, reprobaría mi rendición pragmática, pero el genio de Emerson era de tal magnitud que él podía predicar la confianza en uno mismo. Yo mismo he enseñado durante 46 años y querría empujar a mis estudiantes hacia la emersoniana confianza en sí mismos, pero no puedo hacerlo y en general no lo hago. Aspiro a nutrir el genio en ellos, pero sólo puedo comunicar el genio de la apreciación. Ese es el propósito principal de este libro: despertar el genio de la apreciación en mis lectores, si puedo. (...)
El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. Quizás la "grandeza" no esté de moda, como no está de moda lo trascendental, pero es muy difícil seguir viviendo sin la esperanza de toparse con lo extraordinario.
El descubrimiento de lo extraordinario en otra persona puede ser engañoso o delusorio: lo llamamos "enamorarnos" y el verbo debe ser considerado también una advertencia. Pero el hallazgo de lo extraordinario en un libro —ya sea en la Biblia, en Platón o en Shakespeare, en Dante o en Proust— siempre será beneficioso casi sin costo alguno. El genio en su expresión escrita es el mejor camino para alcanzar la sabiduría, y yo creo que en ello radica la verdadera utilidad de la literatura para la vida.
Cuando se le preguntó a James Joyce qué libro llevaría a una isla desierta contestó lo siguiente: "Quisiera responder que Dante, pero tendría que llevar al Inglés, porque es más suculento". El sesgo antiinglés del Joyce irlandés no se ha dejado de lado, pero su elección de Shakespeare es justa, razón por la cual él encabeza a los cien personajes de este libro. Aunque hay unos cuantos genios literarios que se acercan a Shakespeare —el Yavista, Homero, Platón, Dante, Chaucer, Cervantes, Moliere, Goethe, Tolstoi, Dickens, Proust, Joyce—, ni siquiera esta docena de maestros logran estar a la altura de la milagrosa representación de la realidad que logra Shakespeare. Gracias a Shakespeare vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes. Dante, el rival más cercano, nos convence de la terrible realidad de su Infierno y de su Purgatorio y casi nos induce a aceptar su Paraíso. Pero ni siquiera el más completo de los personajes de la Divina comedia, Dante el poeta peregrino, logra cruzar de las páginas de comedia al mundo que habitamos, como lo hacen Falstaff, Hamlet, Yago, Macbeth, Lear y Cleopatra.
La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura. Es bueno saber que uno de los significados vigentes de la palabra inglesa character ("personaje") es el de señal o marca que se imprime, como una letra del alfabeto ("carácter"), pues refleja el posible origen de la palabra: el griego kharaktér, un estilo afilado o la marca de las incisiones del estilo. Character también quiere decir ethos, una actitud habitual ante la vida.
Hasta hace poco estaba de moda hablar de "la muerte del autor", pero también esto se ha vuelto basura. El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.
¿Qué hace que el genio sea posible? Siempre hay un espíritu de la época y nos engañamos al permitirnos creer que lo más importante de una figura memorable es su relación con un período en particular. Esta falsa creencia, académica y popular, supone que todo el mundo está determinado por factores sociales. La imaginación individual se somete a la antropología social o a la psicología de masa y es minimizada gracias a las explicaciones.
Este libro se basa en mi convicción de que la apreciación es una mejor manera de comprender los logros que las explicaciones analíticas que pretenden dar cuenta de los individuos excepcionales. La apreciación puede enjuiciar, pero siempre con agradecimiento, y usualmente con reverencia y admiración.
Cuando digo apreciación no me refiero solamente a una "valoración correcta". La necesidad también interviene, en el sentido específico de recurrir al genio de otros para suplir una carencia en uno mismo, o de buscar en el genio un estímulo para los propios poderes, como quiera que éstos resulten ser.
La apreciación puede modular hacia el amor, incluso en la medida en que la propia conciencia de un genio muerto aumente la conciencia misma. El anhelo más profundo de nuestro yo solitario es la supervivencia, ya sea en el aquí y el ahora o en el más allá. Crecer gracias al genio de otros supone ampliar las posibilidades de supervivencia, al menos en el presente y en el futuro inmediato.
No sabemos por qué ni cómo es posible el genio, sólo que ha existido —para nuestro formidable enriquecimiento— y que quizás (cada vez menos) sigue apareciendo. Aunque en nuestras instituciones académicas pululan los impostores que proclaman que el genio es un mito capitalista, me contento con citar a León Trotski, quien urgió a los escritores comunistas a que leyeran y estudiaran a Dante. Si el genio es un misterio de la conciencia capaz, lo que resulta menos misterioso al respecto es su conexión íntima con la personalidad, más que con el carácter. La personalidad de Dante es repelente, la de Shakespeare, elusiva, en tanto que la de Jesús (como la del Hamlet ficticio) parece revelarse en forma diferente a cada lector u oyente.
¿Qué es la personalidad? Hoy, ¡ay!, la usamos como un sinónimo muy popular de celebridad, pero yo quisiera alegar que no podemos ceder la palabra al reino de la chismografia. Cuando sabemos lo suficiente sobre la biografía de un genio en particular, entonces entendemos lo que se quiere decir con la personalidad de Goethe, o de Byron, o de Freud, o de Oscar Wilde. Por el contrario, cuando nos falta familiaridad con la biografía, hablamos unánimemente de nuestra incertidumbre en torno a la personalidad de Shakespeare, cosa que es una gran paradoja porque es posible que sus obras hayan inventado la personalidad —o al menos nuestra comprensión inmediata de la misma—. Si tuviera que hacerlo, podría escribir un libro sobre la personalidad de Hamlet, Falstaff o Cleopatra, pero no emprendería un libro sobre la personalidad de Shakespeare o de Jesús. (...)
El término "genio" ya no es un favorito de los académicos, muchos de los cuales se han convertido en raseros culturales inmunes al asombro. Pero en cambio la idea del genio sigue siendo bastante popular entre el público, aunque la palabra misma parezca un poco gastada. Tenemos necesidad del genio, aunque nos produzca envidia o incomodidad a tantos de nosotros. Esta necesidad no supone que aspiremos al genio y sin embargo, en el fondo, recordamos que tuvimos, o tenemos, un genio. Nuestro anhelo de lo trascendental y de lo extraordinario parece formar parte de nuestra herencia común y nos abandona con lentitud y nunca enteramente.
Afirmar que la obra está en el escritor o que la idea religiosa está en el líder carismático no es una paradoja. Sabemos, por ejemplo, que Shakespeare era un usurero. Shylock también lo era, ¿pero acaso eso contribuyó a que El mercader de Venecia no dejara de ser una comedia? No lo sabemos. Pero al buscar la obra en el escritor buscamos su influencia y su efecto en el paso de Shakespeare de la comedia a la tragicomedia y a la tragedia. Vemos a Shylock opacando a Shakespeare. Al examinar los efectos en la figura de Jesús de sus propias parábolas conducimos una exploración paralela.
La palabra "genio" tiene dos significados antiguos (romanos) que se diferencian en el énfasis. El uno es engendrar, hacer nacer, ser, en suma, un pater familias. El otro se refiere al espíritu tutelar de cada persona, de cada lugar: un genio bueno, o uno maligno, es aquel que, para bien o para mal, ejerce una poderosa influencia sobre alguien más. Este segundo significado ha sido más importante que el primero; nuestro genio es, por tanto, nuestra vocación o nuestro talento natural, nuestro poder intelectual o imaginativo congénito, más que nuestro poder para engendrar poder en otros.
Todos hemos aprendido a diferenciar, con firmeza y decisión, entre el genio y el talento. Clásicamente el "talento" se refería al peso o a una suma de dinero y por tanto, sin importar cuán grande, era necesariamente limitado. Pero el "genio", incluso en sus orígenes lingüísticos, no tiene límite.
Hoy en día existe la tendencia a considerar que el genio, a diferencia del talento, es la capacidad creativa. Froude, el historiador victoriano, afirmó que el genio "es una fuente en la cual siempre hay más detrás que lo que mana de ella". Estéticamente, entre los ejemplos más sobresalientes del genio estarían Shakespeare y Dante, Bach y Mozart, Miguel Angel y Rembrandt, Donatello y Rodin, Alberti y Brunelleschi. Resulta mucho más complejo tratar de confrontar los genios religiosos, en particular en un país obsesionado con la religión como Estados Unidos. El afirmar que Jesús y Mahoma fueron (además de otras cosas) genios religiosos querría decir que los consideramos, sólo en ese sentido, emparentados entre sí, con Zoroastro y el Buda, y con figuras seculares del genio ético como Confucio y Sócrates.
Uno de mis objetivos en este libro es definir el genio con mayor precisión de la lograda hasta ahora. Otro es defender la idea de genio, muy maltratada en la actualidad por detractores y reduccionistas, desde los sociobiologistas hasta los materialistas de la escuela del genoma, incluyendo a los diversos historiadores. Pero mi meta primordial es aumentar nuestra apreciación del genio y demostrar cómo se engendra invariablemente gracias al estímulo del genio previo más que por los contextos culturales y políticos. El libro enfatizará primordialmente la influencia del genio en sí mismo de la que ya hablamos.
Mi tema es universal, no tanto por la existencia del genio y su recurrencia sino porque el genio, no importa cuán reprimido, existe en tantísimos lectores. Emerson pensaba que todos los estadounidenses eran poetas y místicos en potencia. Genios no enseña cómo leer ni a quién leer sino cómo pensar en las expresiones más creativas de las vidas ejemplares.

Bloom básico

NUEVA YORK, 1930. ENSAYISTA Y CRITICO LITERARIO.
Hijo de judíos ortodoxos provenientes de Rusia que nunca aprendieron a hablar en inglés, a los siete años Harold Bloom ya recorría el camino que separaba su casa del Bronx del edificio de la Biblioteca Pública de Nueva York, donde aprendió a leer clásicos ingleses como T. S. Eliot, W. H. Auden y William Blake. De Blake pasó a Milton y de Milton a Shakespeare. Así continuó hasta que en 1951 se graduó en la Universidad de Cornell; de allí saltó a Yale para hacer sus estudios de posgrado: sus profesores en Cornell le dijeron que ya no les quedaba nada por enseñarle. Hoy Bloom es uno de los pocos ensayistas admirados en todo el mundo por su erudición y una de las personalidades más influyentes de la crítica literaria. Es profesor de Humanidades en la Universidades de Yale y de Filología en la de Nueva York. Como autor, ha publicado más de 25 libros entre los que se destacan "La angustia de las influencias" (1973), que le valió un inmediato prestigio académico, y el polémico "El canon occidental" (1994), obra monumental en la que defiende la noción de literatura basada en la preeminencia de indiscutibles grandes maestros. Además de "Genios" (Norma), este mes acaba de editarse en nuestro país su ensayo "¿Dónde se encuentra la sabiduría?" (Taurus).
Los cien elegidos de Bloom

Dante Alighieri
Jane Austen
Isaac Bábel
Honoré de Balzac
Charles Baudelaire
Samuel Beckett
William Blake
Jorge Luis Borges
James Boswell
Charlotte Brontë
Emily Jane Brontë
Robert Browning
Italo Calvino
Alejo Carpentier
Lewis Carroll
Willa Cather
Paul Celan
Luis Cernuda
Miguel de Cervantes
Hart Crane
Geoffrey Chaucer
Anton Chéjov
Charles Dickens
Emily Dickinson
John Donne
Fiodor Dostoievski
José María E a de Queiroz
George Eliot
T. S. Eliot
Ralph Ellison
El Yavista
Ralph Waldo Emerson
William Faulkner
F. Scott Fitzgerald
Gustave Flaubert
Sigmund Freud
Robert Frost
Federico García Lorca
Johann Wolfgang von Goethe
Nathaniel Hawthorne
Ernest Hemingway
Hugo von Hofmannsthal
Homero
Víctor Hugo
Henrik Ibsen
Henry James
Samuel Johnson
James Joyce
Franz Kafka
John Keats
Soren Kierkegaard
D. H. Lawrence
Giacomo Leopardi
Lucrecio
Joaquim Machado de Assis
Mahoma
Thomas Mann
Herman Melville
John Milton
Molière
Michel de Montaigne
Eugenio Montale
Dama Murasaki
Iris Murdoch
Gérard de Nerval
Friedrich Nietzsche
Flannery O'Connor
Walter Pater
Octavio Paz
Fernando Pessoa
Alexander Pope
Luigi Pirandello
Platón
Marcel Proust
Rainer Marie Rilke
Arthur Rimbaud
Christina Rossetti
Dante Gabriel Rossetti
San Agustín
San Pablo
William Shakespeare
Percy Bysshe Shelley
Sócrates
Stendhal
Wallace Stevens
Jonathan Swift
Algernon Charles Swinburne
Alfred Tennyson
León Tolstoi
Mark Twain
Paul Valéry
Luis Vaz de Camões
Virgilio
Edith Wharton
Walt Whitman
Oscar Wilde
Tennessee Williams
Virginia Woolf
WilliamWordsworth
William Butler Yeats

Borges, único en su género
Así como para Harold Bloom el genio es arbitrario, también lo es el método que utilizó para agrupar a sus cien personajes, basándose en figuras cabalísticas. Jorge Luis Borges es el único argentino de la lista, a quien puso en compañía de Flaubert, Eca de Queiroz, Machado de Assis e Italo Calvino. Este es el capítulo que le dedica.
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La fama de Borges se basa en sus ficciones, las mejores de las cuales no pasan de doce-quince páginas. También fue un poeta notable, pero debemos considerar a Borges en primera instancia como un ensayista de genio a la manera de sus más auténticos precursores, el crítico romántico inglés Thomas De Quincey (1785-1859) y el peón intelectual inglés y hombre de letras Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). Aquí me centraré principalmente en ellos, pues en otras ocasiones me he ocupado de sus cuentos, en especial Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, La muerte y la brújula, El inmortal, Los teólogos y El Aleph.
Como el poeta portugués Fernando Pessoa, Borges se crió hablando y leyendo inglés y se dice que leyó El Quijote por primera vez en inglés. Desde el comienzo no hacía muchas distinciones entre la lectura como una especie de reescritura y la escritura misma. Aunque su biógrafo Emir Rodríguez Monegal lo relaciona con aquellos escritores que abiertamente convierten a sus lectores en coautores (Rabelais, Cervantes, Sterne), creo que De Quincey —en quien es prácticamente imposible distinguir la lectura del plagio y de la reescritura— le dio al joven Borges el impulso inicial para que mezclara la parodia, la traducción, los sueños y las pesadillas y la crítica literaria en esos "textos de no ficción" que hoy consideramos estrictamente borgeanos.
De Quincey, adicto al opio, llevó una vida impróvida y llena de tristezas, a lo largo de la cual se ganó el sustento como periodista y escritor misceláneo de innumerables temas: metafísica, historia, política, literatura, lingüística. En él descubrió Borges por primera vez uno de sus principios cardinales, la lengua que organiza y reescribe el cosmos:
Incluso los sonidos articulados o brutales del globo deben de ser otros tantos lenguajes y cifras cuya correspondiente clave se encuentra en alguna parte, que tienen su gramática y su sintaxis; de manera que los asuntos menores del universo deben ser espejos de los mayores.
Los espejos, como los laberintos y las brújulas, abundan en Borges: son metáforas que pretenden responder al acertijo de la esfinge tebana: ¿qué es el hombre? Borges había aprendido con De Quincey que Edipo, y no el hombre en general, era la solución profunda al acertijo. Edipo ciego, Homero, Joyce, Milton, Borges: cinco en uno. La madre de Borges murió a los 91 después de ser durante muchos años la dedicada secretaria de su hijo. Citadino, irónico y de finas maneras, Borges sólo pierde la compostura cuando se le menciona a Freud: honremos, pues, a Borges asociándolo con Edipo el hombre y no con el complejo. El genio de Borges, en especial en sus no ficciones, radica en su capacidad para ejemplificar lo que el hombre es: el sujeto y el objeto de su búsqueda.
Sobre su deuda con De Quincey, Borges afirmó que era tan extensa, que si señalase sólo una parte parecería que repudiaba o silenciaba otras. Pero una de las lecciones que aprendió de él fue a abjurar de todos los historicismos, incluyendo aquellos que explican exhaustivamente la individualidad del genio. Borges cita a De Quincey afirmando que la historia es una disciplina muy vaga y sujeta a infinitas interpretaciones, afirmación que necesariamente incluye la historia de la cultura y el pernicioso historicismo del difunto Michel Foucault, que destruyó los estudios humanísticos en el mundo angloparlante. Ofrezco a Borges —y con él, la literatura de la imaginación— como antídoto contra Foucault y sus resentidos seguidores. Borges, que se opuso valerosamente al fascismo y al antisemitismo argentinos, nos empuja lejos de la ideología y hacia Shakespeare.
En un cierto sentido Borges no escribió ensayos de peso; casi todos son cortos, como sus cuentos. Dos excepciones son: Historia de la eternidad (1936), que condensa la eternidad en 16 páginas, y Nueva refutación del tiempo (1944-47), que sólo ocupa quince páginas. Ambos son magníficos pero no han significado tanto para mí como muchos sueltos y fragmentos breves, de tres o cuatro páginas, entre los cuales destaco Kafka y sus precursores (1951), de dos páginas y media, y una frase que ha sido crucial para mí: "El hecho es que cada escritor crea a sus precursores". Borges era un idealista literario a ultranza que creía que las polémicas y las rivalidades no desempeñaban papel alguno en el drama de la influencia, cosa con la que yo no estoy de acuerdo. Y sin embargo Borges bien podría ser único en su género, pues sus precursores escribieron en inglés y en alemán y él, en español. De Quincey, Chesterton, sir Thomas Browne, el ineludible Edgar Poe, Robert Louis Stevenson, Walt Whitman y Kafka influyeron con más fuerza en la obra de Borges que Cervantes y Quevedo. Los precursores de Borges (él nos lo advierte) son innumerables: en sus poemas oímos ecos de Robert Browning que son sólo un poco más débiles que los ecos de Whitman, y a veces me parece que el más cercano a él de entre los escritores españoles era Unamuno. Surge la tentación de un laberinto borgeano pero prefiero ignorarlo: al fin y al cabo fue Borges quien nos enseñó que Shakespeare era todos los hombres y ninguno, lo cual significa que él es el laberinto vivo de la literatura.
Borges escribió un cuento extraordinario sobre Shakespeare: Everything and Nothing (título original del texto de dos páginas en español). El Shakespeare de Borges es en la práctica el primer nihilista, convencido de que "nadie hubo en él" (y fue el Yago de Shakespeare quien inventó el nihilismo europeo). Esta sensación de vacío lo lleva a iniciar una carrera como actor y, después, como dramaturgo:
Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth (...). Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser.
Después de persistir durante veinte años "en esa alucinación dirigida", Shakespeare se siente abrumado por el horror de los otros, y se devuelve a Stratford a vivir como "empresario retirado". Borges se atreve con un último párrafo que funciona, pero que se acerca peligrosamente al límite de la representación:
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: "Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo". La voz de Dios le contestó desde un torbellino: "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres mucho y nadie.
Es conmovedor y refleja el sentido trágico de la existencia que Borges comparte con Unamuno, aunque el homenaje al milagro de la universalidad de Shakespeare le da un giro afirmativo al pathos. Veinticinco años después, al final de su carrera, Borges escribió un último cuento, La memoria de Shakespeare, que resulta inerte: un profesor alemán de Shakespeare recibe el don improbable y equívoco de la memoria del poeta pero nada se nos revela —que no sepamos ya— antes de que le entregue la memoria de Shakespeare a otro, sobrecogido de angustia. Pero al final el gran Borges, de 85 años de edad, nos regala un momento sublime; después de ceder la memoria, el profesor repite "como una esperanza estas resignadas palabras":
Viviré tal como soy.
Son las palabras desafiantes de Parolles, el soldado charlatán y jactancioso, después de haber sido humillado y expuesto en A buen fin no hay mal principio:
Aún estoy agradecido al Cielo. Si mi corazón hubiese nacido grande, habría estallado con esto. No quiero ser más capitán; pero quiero comer, beber y dormir como lo haga cualquier capitán. Viviré tal como soy. Que el que se tenga por fanfarrón vendrá al fin a reconocer que es un asno. ¡Enmohécete, espada! ¡Desapareced, rubores! ¡Y viva Parolles con toda seguridad en la ignominia! ¡Siendo un loco, medré de la locura! ¡Hay sitio y recursos para todo hombre viviente! Voy en pos de ellos.
En contexto, esto nos hace estremecer y Borges nos empuja brillantemente a que contextualicemos. Nosotros (Borges tampoco) no podemos ser Shakespeare, pero viviremos tal como somos.
FIN

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