jueves, 3 de enero de 2013

Textos antiguos: Lola Martínez "El regalo"



EL REGALO

 Ese día, Manuela y su amiga Alejandra, habían quedado en encontrarse en el “pub” de su amigo Luis.  A primeras horas de la tarde solía estar bastante tranquilo, por lo que resultaba acogedor.
 A veces, Luis, sentándose ante piano, dejaba correr sus manos sobre las teclas de éste, y una cascada de notas lo envolvía todo.  Entonces, la originalidad y armonía de sus melodías hacía las delicias de sus amigos y de sus clientes.
 Manuela, sentada ante una taza de humeante y aromático café, esperaba a su amiga observando a través del ahumado cristal del ventanal, el ir y venir de los transeúntes.
 Estoy segura de que le va a encantar –se dijo sonriendo.  ¡Mírala!  por ahí viene corriendo, como siempre.  Ahora me pedirá disculpas.  Y, suspirando, prosiguió: pero… ¡qué le vamos a hacer, si esta chica ya no tiene arreglo!
 Después de la alegría del encuentro y de las disculpas de Alejandra, estuvieron hablando sobre sus vacaciones, de lo que más les había llamado la atención, de lo que menos les había gustado, de los aromas, de los sabores y de sus abigarrados colores. También de las personas que había conocido y de la patente diferencia entre sus clases sociales.
 Cuando se intercambiaron sus cámaras digitales y comenzaron a mirar las fotografías, las exclamaciones de sorpresa y de admiración sonaron casi al unísono.
 La tarde ya casi se había evaporado y ellas  apenas se habían dado cuenta.
 ¿No crees que deberíamos tomar alguna cosa? –dijo una de ellas.
 Sí, sí, claro.  Yo ya tengo hambre –respondió la otra.  Y ambas rieron.
 Ummm ¡qué buenísimo está este paté! –exclamó Manuela-, y continuó diciendo:  ¿No sabes, Ale, que por tu culpa hemos estado casi al borde del divorcio?
 Pero ¿qué estás diciendo? exclamó Alejandra sorprendida.
 Nada, nada, es broma.  Pero cuando veas a mi marido, ni se te ocurra pronunciar la palabra “regalo”.
 Bueno, respondió Alejandra encogiéndose de hombros. Pero ¿por qué?

           2.

 Pues verás:  El día antes de nuestro regreso, y después de haber dado más de una vuelta por algunas tiendas, íbamos paseando tranquilamente, cuando Pepe, parándose de repente, se soltó de mi brazo y me gritó:  ¡Yo me voy al hotel!  Ya estoy harto de buscar ese puto regalo.  Ahí te quedas, y se fue.  Y ahí me quedé yo, en medio de la calle como un pasmarote, llena de rabia y de vergüenza y no sabiendo si reír o llorar.
 Tan así estaba, que ni siquiera me di cuenta de que alguien se me había acercado.  Y la voz que oía, pensé que era fruto de mi mente descolocada.  Pero no, no era así.  Delante de mí había un niño que tenía unos ojos preciosos y un pelo negro rizado.  Me intentaba vender algo.  Y, precisamente, eso era algo de lo que yo andaba buscando.  Pero al momento pensé:  mira que si es robado.
 El pequeño que, al parecer, había adivinado mi pensamiento, me miró fijamente y sus ojos reflejaron tanta inocencia, que lograron alejar de mi mente la más mínima duda.
 En sus explicaciones creí entender que perteneció a un antepasado suyo y que lo tenían que vender porque necesitaban ese dinero con mucha urgencia, y que no podía decirme nada más porque debía guardar el secreto.  También creí entender que, tal vez, en algún otro lugar nos volveríamos a encontrar y, entonces sí que me podría contar todo.
 Alejandra que había estado escuchando a su amiga sin apenas pestañear, saltó diciendo:  Y eso fue el día 6, a las siete de la tarde ¿no es verdad?
 Y sin mediar más palabras, ambas mujeres sacaron de sus enormes bolsos los regalos, que se intercambiaron.
 Con ávidas manos abrieron los pequeños paquetes, apareciendo entonces dos camafeos de plata labrada y en ellos el retrato de una joven de ojos grandes y expresivos y de cabellos largos y rizados.  Ambas pinturas eran iguales.  Tan iguales como dos gotas de agua.

    
      Lola Martínez.


Madrid, junio de 2012..
FIN

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