sábado, 5 de enero de 2013

Textos antiguos: Carolina Alcalá "El poder de las aguas"

EL PODER DE LAS AGUAS
¡Qué monotonía de vida! Otro día más y... Por cierto, ¿a cuanto estamos hoy? A dos de septiembre, creo. ¡Y, qué más da, si al fin acabará siendo engullido por  el tiempo como todos los demás! Cuanta razón tenía aquel sabio que dijo hace años. “Hagas lo que hagas, en algún momento te arrepentirás. Si te casas, te arrepentirás, pero si no lo haces, también te arrepentirás”. El caso es, que al día de hoy sigo tan libre como aquel gorrión que brinca de alambre en alambre y que ahora me mira con insolencia desde el alféizar de la ventana. Otra ventaja de estar solo es que nadie se me adelanta en la ducha, nadie trastoca mis útiles de aseo, ni tengo que esperar saltando frente a la puerta del baño mientras me meo vivo. La cama es toda mía, mi ropa no se ve relegada a un tercio del armario. Porque para ellas… para ellas, todo el espacio se queda corto. Tampoco hay disputas por el mando de la tele, y, lo que es más importante, nadie perturba mi silencio.  Sin embargo y en medio de tantas ventajas, una cosa es del todo cierta, ¡me está matando el  aburrimiento!
¿Qué te pasa, Manuel? ¡Sal ya de la cama y enfréntate al espejo! Sí, claro, ya veo, mi aspecto no está para… ¡Derrotismo, fuera! Cierto es que llevo desperdiciadas la mitad de las vacaciones tontamente… pero bueno, aún me quedan un par de semanas que pueden darme la gran sorpresa. ¡Ahora mismo me pondré en marcha hasta donde el destino me lleve!
Y a eso de la media tarde aparcaba sin complicaciones por los alrededores de la garganta de Alardos. Conocía el sitio, había estado allí en otras ocasiones, pero esta vez fue el azar quien lo decidió.
Sin que me diera cuenta el atardecer se me echó encima disparando sus fuegos de artificio desde Poniente, pese a lo cual, el calor no parecía dispuesto a desprenderse de lo conquistado. En tanto, yo, mochila a hombros, seguía dejándome llevar por la señora improvisación que a veces es más sabia de lo que aparenta.
Las aguas bajaban plácidas desde las cumbres; en su cuchicheo creí oír mi nombre  con insistencia. Descalcé mis pies y me introduje en ellas lentamente, no queriendo descomponer su transparencia. En ese momento la ondulación expansiva adoptó tonos contagiados del entorno y, mi atracción alcanzó un punto tal… que me sumergí en el mismo epicentro; una fuerza irresistible tiraba de mí hacia lo más profundo. Ignoro el tiempo que permanecí  en lo que parecía una cueva animada por extraños y variopintos seres vivos que me observaban tan sorprendidos como yo.
Lo que recuerdo con mayor  nitidez de cuando volví a la superficie, fue mi percepción de las cosas, mis ojos habían adquirido la sabiduría que los siglos dejaron  en todo aquello que miraban. En ese corto espacio  compartí confidencias insólitas, jirones y vaivenes que la historia fue dejando a su paso.
Tremendamente aturdido miré a lo alto. La luna  escalaba su ruta con el mismo entusiasmo que el montañero vocacional culmina y abraza su mítica cumbre. La miré como si acabara de conocerla, y una complicidad tácita acabó por atraparnos. ¿Sería así la chispa que prende en los que se enamoran…?, creo que me sonrojé y todo. Verdaderamente lo mío era de siquiatra. Sin ahondar en otras consideraciones, nadé hasta la orilla y trepé garganta arriba a la búsqueda de explicaciones.
El único ojo arqueado del puente romano me saludó desde su altura con todas las interrogantes en danza. Allí estábamos el puente y yo, frente a frente; él, llevando su carga de años con toda honra, yo, a la expectativa. Acepté el reto y, como colegas que recuerdan viejos tiempos, entramos en conversación. Sus ansias de poner verosimilitud en su calidad de testigo frente a  tanta batalla inútil, fue demasiado lejos. Tan lejos… que de repente su imponente arco desapareció, al tiempo que un ingente número de hombres con hercúleos brazos y sudando a chorros apalancaban enormes piedras desde los cimientos. De tal modo y,  paso a paso, seguí el proceso e incidencias de su construcción. Las   opiniones de quienes hasta hacía nada fueron coetáneos míos, me sonaron más huecas que de costumbre: “A estos tíos de la antigüedad debió costarles un huevo hacer este puente!
¿Un huevo? ¿Un huevo, decís? –y mi voz rugió como si proviniese de catacumbas—. ¡Aquí tendríais que haber estado para que supieseis lo que es bueno!
Instantáneamente mi ímpetu se detuvo. No eran momentos para la palabra. Allí estaba el tiempo y su vértigo rebobinando días, meses, años, siglos....  y la huella imborrable de miles, tal vez millones de seres humanos en su transitar por la vida a vueltas con    servidumbres, afanes, ambiciones, triunfos, derrotas, amores, odios.... Y el silencio. Un silencio atávico, tantas veces injuriado, ultrajado… cantado y puesto en bocas que también perecieron.
¿Verdades a medias? —Interpelé al viejo y ahora flamante puente  como si fuese culpable—.  ¿Repugnantes mentiras? ¿Truculentos intereses…?
No hubo respuestas. Eso sí, hasta la calzada pedregosa llegaron ecos proclamando sus verdades. ¡Infinitas caras de la misma mentira, o… de la misma verdad!
Un aturdimiento sin precedentes me desmoralizó y, lo único que supe hacer fue seguir navegando aguas arriba intentando que el  lodazal no me salpicase, intuyendo, tal vez, que otras certezas me saldrían al paso.           
FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario